La llamada

– Luis, ¿me oyes?

– Sí. Dime.

– Nada, que te oigo muy flojo. Muy bajo. ¿Dónde estás?

– En el garaje.

– Vale, vale. Nada, perdona que te moleste. Era sólo para recordarte que recogieras los zapatos, que los llevé para que les cambiaran las tapas.

– ¿Los zapatos?

– Sí, hijo. Que pareces alelado. Los za-pa-tos. ¿No te acuerdas que quedaste en recogerlos?

– Ah sí. Vale.

– Oye, ¿se puede saber qué te pasa? Te hubiera puesto un SMS, pero voy en el coche con el manos libres…

– Vale. Vale. Sí. No te preocupes. Los recojo. Los zapatos.

– ¡Gracias! Luego nos vemos. Chau.

– Chau.

 

Entonces, Luis abrió las ventanillas del coche y paró el motor. Se bajó y, tambaleándose, se acercó a la parte de atrás del vehículo. Se agachó y sacó del tubo de escape el otro tubo, el de plástico, que había comprado en la ferretería un par de días antes.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

Se busca chica

Se busca chica.

Eres alta y delgada, como la morena salada de la copla. ¿O no eres tan alta y, en realidad, eres rubia?

Da igual.

El caso es que ibas caminando con gracia y desenvoltura por el Camino de la Fuente de la Bicha. Con mallas y camiseta de tirante. Creo. O con vaqueros y camiseta de algodón. O con falda floreada y camisa con volantes.

Es lo mismo.

Seguramente no te habrás dado cuenta y no te acordarás, pero cruzamos la mirada y, en ese momento… ¡me robaste!

Sí, chica, sí.

Me robaste.

Me robaste una fantástica idea para un cuento que había florecido en mi mente. De verdad. Te lo prometo. Era una de esas ideas geniales que surgen mientras haces deporte. Un chispazo de los que resulta uno de esos cuentitos que tanto nos gusta escribir.

No digo yo que sea una idea Nóbel ni que vaya a cambiar el curso de la historia de literatura. Pero era una buena idea. Y aquí estoy ahora, frente al teclado, sin idea sobre la que trabajar.

Por todo ello: ¡SE BUSCA!

Chica: si has estado caminando por el Camino de la Fuente de la Bicha y, al llegar a casa te has encontrado con una idea que no te pertenece y no sabes qué hacer con ella, por favor, ¡devuélvemela!

Se recompensará.

Mándamela por mail o, si prefieres, quedamos para tomar un café y me la devuelves en persona. Como quieras y más fácil y cómodo te resulte. Pero, por favor, ¡la necesito!

Gracias y un saludo.

Jesús en blanco Lens.

Un mal sueño

Hace unas semanas, mientras corría, casi me atropellan. O, mejor dicho, casi me hago atropellar. Porque fue culpa mía: crucé por delante de un autobús parado frente a un “Ceda el paso”, sin reparar en que la calzada tenía dos carriles de circulación en el mismo sentido y que, por tanto, podría haber algún otro vehículo circulando por detrás del bus sin que yo lo hubiera visto, como efectivamente ocurrió.

Tal y como ocurrieron las cosas, el que atropelló al coche fui yo, chocando violentamente contra la ventanilla del pasajero de delante, que se tuvo que llevar un susto de muerte. O sea, que tuve suerte y apenas salí magullado del encontronazo. Mientras seguía corriendo calle arriba, con el corazón desbocado, pensaba que me había librado por apenas unas décimas de segundo.

Desde entonces, sin embargo, tengo un sueño recurrente y, por las noches, me sobresalta la plástica y vívida sensación… de que me van a atropellar.

Esta misma noche, por ejemplo, me desperté empapado en sudor. No sólo había sentido el impacto del metal contra mi cuerpo, sino que, además, había escuchado crujir los huesos de las piernas y reventar el hígado y el bazo. La sacudida del cuello fue como un latigazo, antes de salir volando por los aires para aterrizar, desmadejado, sobre el asfalto recalentado por el sol. El olor del alquitrán derretido por el calor se me metía por la nariz mientras que sólo el lejano rumor de las sirenas conseguía enmascarar el persistente pitido que, como la carta de ajuste de la televisión de los ochenta, nos decía que ya todo se había acabado.

Me he despertado sudando, con la garganta seca. Todavía era noche cerrada, pero me apetecía beber agua fresca y decidí levantarme para ir al frigorífico. Aunque, como todas las noches, había dejado la silla junto a la cama, olvidé echarle el freno y, al intentar subirme en ella a pulso, terminé de bruces en el suelo. Y ahí sigo, tirado, esperando a que amanezca y alguien venga a echarme una mano.

Jesús Lens

LA CARRERA

Hablaba con una amiga de carreras. Y de carrera. Y me dio el chispazo para escribir este microrrelato…

El gusto de Andresito por correr tenía a sus padres en un permanente sinvivir, no pudiendo entender cómo le preocupaban infinitamente más las carreras que su carrera. Estaban convencidos de que, por rápido que corriese, esas carreras no le llevarían a ningún sitio.

Andresito les buscó con la mirada, cuando enfilaba la última vuelta, netamente distanciado de sus contrincantes. Con su sonrisa, intentaba decirles que sí. Que las carreras le podían llevar muy lejos. Y muy alto. Por ejemplo, a lo alto de un cajón.

En realidad, el enésimo tropezón de su carrera vino por el ansia de atacar el último obstáculo con demasiada precipitación y no porque se hubiera relajado, sabiéndose con el oro al cuello, como escribieron algunos cronistas deportivos.

De vuelta a las aulas, desmotivado, desalentado y desfondado -no en vano se había quedado sin beca- Andresito sabía que fueron las prisas en las carreras las que le alejaron de las soñadas victorias y le obligaron, para satisfacción de sus padres, a volver a la carrera.

 Jesús Lens.

(Más microficción, y más corta, enlazando desde AQUÍ)