ESTAMBUL. EN TRÁNSITO

Es raro, estar en Estambul, y no salir de los estrechos márgenes de su aeropuerto, con lo que he soñado, recordado y escrito sobre esta ciudad. Estambul, antigua Constantinopla y más antigua aún, Bizancio; la ciudad deseada por el mundo, cuya historia, «Historia de tres ciudades», escribí para el prólogo del libro de De Amicis, publicado por la editorial granadina Almed y que les recomiendo vivamente. No por el prólogo (que también 😉 sino porque el libro de De Amicis es una maravilla que se lee como una novela, y la edición de Almed es de la que te hacen disfrutar con el tacto de cada página del libro.

 

Me quedan en este aeropuerto más horas que las que este portátil antediluviano tiene de batería. Así que contesto a los comentarios de este blog y, me temo, echo nuevamente el cierre.

 

Dos veces he estado en Estambul. Pero sé que a esta ciudad, que es un mundo en sí misma, le debo más visitas. Estambul, puente entre oriente y occidente, es embrujadora, adictiva, admirable. Santa Sofía, Suleymán, el Bósforo, los barcos, el Cuerno de Oro, sus palacios, los ferrys para las islas, la mezcla de lo moderno y lo tradicional, las leyendas…

 

Ganas dan de echarse a las calles, aunque sea por tres o cuatro horas. Pero no me atrevo. El tráfico, la noche, la lluvia… a las 23.30 sale mi avión y no es cuestión de tentar a la suerte.

 

No sabía si traerme el ordenador. Pensé en no traer siquiera el teléfono. Pero está bien mantener esta conexión. Mientras se viaja solo, ayuda. Ya terminé de leer la estupenda y muy recomendable «Kickboxing en Nirvana», a cuyo autor le hice una entrevista por mail que aún no he visto cómo salió, para nuestros amigos de Novelpol. Christopher G. Moore, un tipo de lo más interesante que, esperamos, andará por Semana Negra este año.

 

Y ahora me he pasado a la nueva, novísima novela de Carlos Salem. Que comienza con la siguiente cita, mexicana y corrida:

 

Yo sé bien que estoy afuera,

pero el día en que me muera

vas a tener que llorar.

Llorar y llorar.

Llorar y llorar.

Dirás que no me quisiste,

pero vas a estar muy triste

y así te vas a quedar.

 

¡Ay! Tremenda curda, aquella tarde, en Puebla, escuchando a los mariachis, bebiendo tequila, deambulando por aquellas calles. ¡Sigo siendo el rey!

 

¿Seguro? Jajajajaja. Buena canción para acompañar este viaje.

 

Me gusta el follón de los aeropuertos. Al menos, cuando no tengo prisa. Uno de esos «no lugares» fascinantes en sí mismos. Tanto que, una vez, escribí un relato radicado en el aeropuerto de Rotterdam, un lugar en el que se puede pasar un estupendo fin de semana de vacaciones. Si llevas pasta claro. Que me acaban de pulir cuatro euros (4 €) por una tónica.

 

De momento, sigo solo. En teoría, desde Madrid viajan tres personas que harán mi mismo recorrido, según me dijo Daniel esta mañana, con quién hablé un rato. Que va a hacer frío. Mucho frío. Que me prepare para la nieve. Imagino que en la zona de los bosques de cedros, no en el Mediterráneo. Supongo.

 

Por cierto, estuve buscando «El contador de historias», del escritor libanés Rabih Alameddine, publicado por Lumen, tras hojear ayer el extraordinario reportaje que le hacía Toni Iturbe en la revista Qué leer. No lo he encontrado. Es una especie de «Las mil y una noches», a caballo entre el Beirut moderno y el legendario, con decenas de historias trenzadas, en el tiempo y en el espacio. A la vuelta, ha de ser uno de esos tesoros bibliográficos que encontrar, de todas, todas.

 

Pero como la casualidad existe, después de que mi Alter Ego, José Antonio Flores, glosase las virtudes de Haruki Murakami, en el mismo «Qué leer» leí una estupenda entrevista con el autor. Y, hablando esta mañana con una de esas amigas tan necesarias como ya añoradas, me decía: «Lens, tenías que haberte llevado el libro de relatos de Murakami a tu viaje.» Así que me hice con el Tokio Blues, que no encontré los cuentos. Pero Murakami será una de mis referencias para 2009. Así que me lo dejo pendiente hasta comerme las uvas.

 

A ver, de admiten apuestas. ¿Cuál era el autor estrella en el avión de Madrid a Estambul, llegando a contar hasta a tres lectores con uno de sus títulos? Es sueco, para más pistas, y ha sido el fenómeno, la revelación del año. Por supuesto. Es Larsson.     

 

Perdonen por esta larga parrafada, pero no he tenido tiempo de hacerla más corta.

 

Reciban un cordial abrazo… ¡qué demonios! Reciban un besazo de este Jesús Lens en tránsito, contento por estar de viaje, pero que les echa de menos.

 

Estambul. 26 de diciembre de 2008.

LIBLOGS: YERMA EN EL LÍBANO

Hay libros que, por el momento personal y vital en que los lees, se te incrustan en la piel y, además de provocarte muchas y variadas sensaciones, te dejan una huella indeleble de por vida. A mí me ha pasado con «Yerma», leído de un tirón en una tarde de invierno y cuyo recuerdo me viene acompañando desde entonces, como espada de Damocles que pende sobre mi cabeza.

 

Hace un par de noches, cansado, roto, volvía a casa en taxi. El conductor tenía ganas de charlar y me preguntó por las Navidades. Le dije que las pasaría en el Líbano y, como un resorte, me volvió a preguntar: «¿Es usted soldado?»

 

Me quedé de una pieza. ¿Soldado? Pues no. Un simple turista. El hombre no volvió a hablar, me dejó en casa y me deseó felices navidades. Al día siguiente, una amiga me preguntaba si estaba nervioso por mi inminente viaje. «No», le contesté. «Ni nervioso, ni ansioso, ni expectante, ni excitado.»

 

Y me sentí yermo. Vacío. Fue entonces cuando me decidí a escribir las palabras de esa entrada tan gratamente recibida y comentada: «Líbano: escapar viajando». Un texto que es duro de escribir… si sientes todas y cada una de las palabras y las sensaciones que en él se reflejan, como a mí me pasaba.

 

Hasta ahora, prácticamente no le he prestado atención al destino de este viaje. Líbano. He mirado la página del Ministerio de Asuntos Exteriores y, de hacerle caso, lo mejor sería no poner allí un pie. Recuerdo que, cuando empezó la última guerra libanesa, hace unos meses, con el egoísmo propio de los viajeros, pensé para mis adentros que era una pena, que ya había otro país que, de momento, se había convertido en destino vetado. Y, sin embargo, apenas unos meses después, allá me voy. Al Líbano.

 

Ya les he contado que la «culpa» de todo la tiene Daniel. Y a él me encomiendo, lógicamente, para culminar un viaje bonito, ilustrativo y satisfactorio. Decía que quería aprovechar este viaje para reflexionar sobre tantas y tantas cosas de mi vida, pasada, presente y futura. Otra amiga (siempre son las mujeres las que ponen el dedo en la llaga) me decía que me dejase de tonterías y que aprovechara el viaje para disfrutar, pasarlo bien, ser receptivo a los compañeros que me encuentre por el camino, descubrir nuevos paisajes y, sencillamente, gozar con las bondades de una oportunidad única: viajar a un destino tan atractivo como complicado. Viajar.

 

Por eso me gustó tanto, al llegar a casa, encontrar el mensaje de otra excelente cómplice que, desde la distancia, ya me va conociendo sobradamente. Un mensaje repleto de buenos augurios, que se concretaban en la siguiente máxima de Tucídides: «El secreto de la felicidad no está en hacer siempre lo que se quiere, sino en querer siempre lo que se hace. El secreto de la felicidad está en la libertad, y el secreto de la libertad, en el coraje».

 

Yerma se casó porque quería tener un hijo. Y no consiguió concebirlo. Y su vida fue un infierno. Y la de su marido. No había otra cosa que le importara que no fuera la sequedad de su vientre. Y así consumió su existencia. Y, por fin, cuando comprendió que jamás se quedaría preñada, no se resignó y, en vez de procurar construir una vida en torno a su esposo, lo asesinó. El fatalismo de los personajes de García Lorca, la autodestrucción, el sufrimiento, la muerte… todo ello tan nuestro… no. Hay que rebelarse.

 

Cuando escribo estas líneas me quedan menos de cuatro horas para emprender mi viaje. He de preparar el petate, comer y salir para la estación de autobuses. Es verdad que, si lo pienso, no es irme al Líbano, ahora lo que quiero hacer. Pero no es menos cierto que, como lo voy a hacer, lo estoy empezando a querer.

 

Sí. Ya estoy nervioso. Me falta un visado para Siria que suplo con una carta de una agencia de viajes, escrita en árabe, y que no sé si me dará problemas en Estambul, donde hago escala. Sí. Ya ando revisando los billetes y los itinerarios. Sí. Ya ando eligiendo qué lecturas me van a acompañar. Sí. Ya voy notando esas mariposas en las tripas que me dicen que sí. Que quiero viajar. Que dejo cosas atrás, pero que me esperan muchas más por ahí delante. Estos días, en Oriente. Y a la vuelta, claro. Libertad para irme. Y para volver. Coraje para apretar los dientes… y seguir de frente.

 

Perdonen que haya usado la excusa de los Liblogs y de «Yerma» para hablar de mí, pero, por un lado, es la grandeza de la literatura: conseguir integrarse en nuestra vida. Y, por otro, ¿qué podría decir yo sobre «Yerma» que no se haya dicho ya, hasta la saciedad, por centenares de estudiosos y especialistas de la obra lorquiana?

 

Haciendo de la necesidad virtud, un cálido abrazo viajero y mediterráneo para todos.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LÍBANO: ESCAPAR VIAJANDO

Hace unos meses escribía las siguientes palabras: «Escapar corriendo es, por tanto, un signo de inteligencia que podemos y debemos utilizar en nuestro propio beneficio y en el de las personas que nos rodean. Al menos, siempre que hagamos un camino de ida y vuelta, trazando una hoja de ruta que nos devuelva al punto de partida.»

 

Titulé al referido artículo, precisamente, «Escapar corriendo», y lo he querido utilizar como arranque de esta crónica porque, si cambio el verbo «correr» por «viajar», casi podría suscribir, palabra por palabra, las sensaciones que me embargan justo antes de encaminarme al Líbano, a pasar las vacaciones más atípicas de mi vida.

 

Muchas veces salí a correr huyendo, escapando de alguna cosa. Pero nunca viajé, hasta ahora, por tal motivo. El viaje siempre ha sido una constante en mi vida, pero contemplado como un fin en sí mismo. Viajar por viajar. Por conocer nuevos paisajes, nuevas personas. Por ver cosas distintas. Por sentir emociones diferentes. Viajar para sentir otras vidas, otros mundos. Viajar en busca de puestas de sol o amaneceres distintos y distantes a los de las hermosas faldas de Sierra Nevada. Viajar para descubrir nuevos sabores, disfrutando de texturas distintas a las habituales. Viajar para no entender el idioma en que me hablan, para regatear comprando, para no escuchar las campanas echadas al vuelo, marcando las horas del devenir cotidiano del tiempo.

 

Y, sin embargo, por primera vez en mi vida, emprendo un viaje en que no se trata de ir a ningún sitio, sino de marcharse. Lo importante no es el destino. Ni la acción de viajar en sí misma. La motivación que inspira este inminente viaje al Líbano es únicamente escapar, huir, desaparecer, cortar, desconectar. Casi, casi, claudicar.

 

Por eso me voy solo.

 

Algún amigo se ha enfadado por no haber contado con él para este viaje. Lo siento. Pero tampoco habría sido yo la mejor compañía para estos días. Días silenciosos, días de recogimiento y meditación. Días en que muchos de los acontecimientos de 2008 pesan como una losa y que están pidiendo a voces quedar sepultados definitivamente, de cara a 2009. Triste, solitario y final, que hubiera titulado Osvaldo Soriano.

 

Nunca, un cambio de año, me había llevado a plantearme tantas cosas. Por eso, la identificación con esta imagen de Mingote. Cruce de caminos. ¿Hacia dónde ir? ¿Qué dirección tomar? Como el tiburón, que si deja de nadar se ahoga, hay que continuar caminando, siempre adelante. Hacia atrás, ni para tomar impulso.

 

Y para saber hacia dónde, qué dirección seguir, nada mejor que alejarse unos cuantos de miles de kilómetros de los paisajes habituales, para tener una cierta perspectiva. Otras voces, otros ámbitos; en afortunada definición de Truman Capote.

 

Un viaje, al Líbano, que podría haber sido al Perú. O al Japón. O a la Cochinchina. Da igual. Porque lo importante era poner tierra de por medio. Y espacio. Y, sobre todo, silencio, mucho silencio. Así las cosas, no sé qué veré en este viaje. No conozco ni un hito del recorrido que voy a hacer. Nada sobre la historia, el paisaje, la sociedad, la política… Nada.

 

Parto, de nuevo, hacia Oriente Medio, como podría partir hacia al Antártida o hacia el Polo Norte. Porque en el origen de este viaje, lo importante no es ir, sino irse. No es llegar, sino partir. No es tanto ver o descubrir cuanto perderse, romper y olvidar.

 

Una nueva e inédita dimensión de esa afición, viajar, consustancial a mi forma de ser, a mi forma de ver y entender la vida, que me deparará nuevas sensaciones y que, espero, me hará volver con nuevas ideas, perspectivas e inquietudes. Un viaje con el que trato de marcar un antes y un después y que, a buen seguro, será memorable.

 

Seguimos.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.          

NAVIDAD EN TRÁNSITO

El caso es que recordando a Daniel, hablaba de un viaje ya hecho. Y, sí. Estas Navidades pasaré, presumiblemente por Damasco. Pero el destino principal de mi viaje es al que se refiere esta bandera, que no es de Siria, precisamente…

 

Jesús Lens, en fuga.

 

Y… sí. Me voy al Líbano: Baalbek, Beirut, los cedros, etcétera.

DANIEL, UN TIPO ODIOSO

A ver. ¿Por qué piensan ustedes que retomo, hoy, este texto de enero de 2005? En las fotos hay claves. Y en una de la entrega de los Cuaversos de las pasadas semanas. Y en el nombre de la agencia referenciada en el texto. Y… en un enlace que pondremos esta tarde. O no  😉 

 

¡Odio, odio, odio a Daniel González! Le odio de todo corazón y con todo mi ser. Porque por su culpa, por culpa de ese Daniel González, esta mesa en que ahora mismo escribo es un completo caos, más desordenado de lo habitual. A simple vista y sin escarbar entre las diferentes pilas de papeles amontonadas que se me acumulan a ambos lados del teclado, veo abierto el Tomo II de la Historia Universal de Salvat, por la parte de los sumerios; un número de «Historia y Vida» con artículos sobre Babilonia, el Altaïr dedicado monográficamente a Irán y una guía de viajes sobre Siria y Jordania, además del atlas del National Geographic, desplegado por la parte de Oriente Medio.

 

Tengo pedida a Itaca, la librería que mi amigo Julio acaba de abrir en Gijón, media zona de libros sobre la historia y el arte de Oriente Medio y no puedo salir de bares, que tengo que ahorrar para irme a Persia lo más pronto posible.

 

Así las cosas, convendrán conmigo en que hago bien en odiar a Daniel. Porque uno se marcha a Siria a pasar las Navidades tan tranquilo, sin haber preparado nada antes del viaje, a dejarse sorprender por un paisaje del que muy poco sabía antes de partir, y vuelve convertido en un enamorado, en un adicto y en un rendido admirador de unas tierras y unas gentes a las que ya lleva en el corazón.

 

Y buena parte de la culpa de ello la tiene el tan mencionado Daniel González. Es éste un catalán del mundo que, nacido en Barcelona, lleva diez años residiendo en Damasco, dedicado a la noble tarea de convertir a los turistas que, como yo, llegan despistados a la Siria de sus amores, en sirios de pensamiento, palabra y adopción.

 

Entre las múltiples acepciones de «guía» que trae mi enciclopedia hay una que reza así: «persona que conduce y enseña a otra el camino». Y otra que señala: «Lo que en sentido figurado dirige o encamina». Yo he añadido una última definición, escrita a mano y con rotulador de tinta indeleble: «Daniel González».

 

Hace unos meses escribía sobre Antonio Bonilla, un extraordinario guía que te muestra la Alhambra más poética que se puede imaginar. Hoy, la palabra guía, tiene un nuevo rostro para mí: el de un Daniel González que no se limitaba a cumplir honestamente con su trabajo, sino que se esforzaba porque el grupo de turistas que le había caído en suerte se enamorara un poco de esa tierra que a él mismo le ha arrebatado el corazón. Y doy fe de que lo ha conseguido.

 

Ojo, no es una opinión meramente personal. El resto de integrantes de nuestro grupo pueden atestiguarlo. Y si nos piden que lo firmemos ante notario, sólo haríamos una pregunta: ¿cuándo y dónde?

 

Historia, cultura, arte, costumbres y tradiciones, política y gastronomía, economía y religión… de todo eso y de más interrogábamos, más que preguntábamos, a Daniel. Y de todo ello hablaba con la naturalidad y la sencillez que da el conocimiento y el gusto por transmitirlo. Decir que éramos alumnos aplicados tampoco tiene mucho mérito, que ya sabemos que hasta los más recalcitrantes gamberros de la clase, cuando dan con un buen maestro, se convierten en dulces corderitos, ansiosos por aprender.

 

Así que, gracias a Daniel, hoy sabemos un poco más que antes de empezar nuestro viaje sobre las culturas mesopotámica, greco-romana, bizantina, árabe y medieval. Gracias a Daniel nos hemos dado el gusto de probar la más exquisita y variopinta gastronomía oriental y, en fin, gracias a Daniel, Siria, sus paisajes y sus gentes, tienen un huequecito muy especial dentro de nosotros.

 

Así que sólo me queda una cosa por decir: id a Siria. De verdad. Es un sitio maravilloso y sorprendente. Pasad de esas campañas puestas en marcha por lo más rancio de los EE.UU. y sus infames topicazos sobre el Eje del mal y otras chorradas por el estilo. No lo dudéis y dejaros atrapar por la hermosura de la ciudad caravanera de Palmira, la magia del Damasco antiguo o el Barrio Armenio de Alepo.

 

 Pero eso sí, cuando contratéis el viaje, sea la agencia que sea, aseguraos de que su corresponsal sirio sea Baalbeck Tours ( www.baalbecktours.com ) O contactad directamente con ellos. Ahora bien, no pidáis, ¡exigid! que vuestro guía sea Daniel.

 

Eso sí, cuando os veáis de vuelta en casa, encerrados, ojerosos de tanto leer y sin poder salir a tomar una birra porque estéis ahorrando hasta el último euro para volver a Oriente, le maldeciréis con saña. Igual que ahora mismo estoy haciendo yo…

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

17 de enero de 2005.