La conjura contra América

Distopías. Hasta hace tres meses, siempre que hablábamos de distopías había quien preguntaba por su sentido y significado. Hoy es una palabra de uso común, como pandemia, confinamiento o desescalada, por desgracia.

Esta semana vamos a hablar de una modalidad distópica diferente: la ucronía, que se define como una reconstrucción histórica construida lógicamente y que se basa en hechos posibles, pero que no ha sucedido realmente.

Año 1940. Europa de desangra en una cruenta guerra que ha llevado a los nazis a dominar prácticamente todo el continente. Los Estados Unidos se debaten entre entrar en la contienda o seguir permaneciendo al margen, haciendo gala de su supuesta neutralidad.

Por los demócratas se presenta Franklin Delano Roosevelt, padre de la New Deal. Por los republicanos, el candidato que concurre a las urnas es el ídolo de masas Charles Lindbergh, adalid de la neutralidad, autor de varias declaraciones públicas de carácter antisemita y cuyo eslogan de campaña es tan simplista como maniqueo: ‘La guerra o yo’. Su otro mantra, agárrense ustedes, es ‘América First’. ¿Les suena? Así las cosas y dado que estamos en una ucronía, ¿quién piensan ustedes que ganará esas elecciones?

Ese es el punto de partida de ‘La conjura contra América’, miniserie de seis episodios producida por la HBO y basada en una de las novelas más controvertidas del escritor norteamericano Philip Roth y cuya reseña publicamos en este Blog en un año tan lejano como el 2008. Leer AQUÍ.

Una miniserie de época que se deleita en el detalle ornamental y en su exquisita ambientación, que luce de forma muy especial gracias a una fotografía prodigiosa, a caballo entre ‘Días de radio’ de Woody Allen y ‘El Padrino’.

Una miniserie que apela a la confrontación de ideas y que interpela continuamente al espectador, como no podía ser de otra manera teniendo en cuenta quiénes están detrás de ella: David Simon y Ed Burns, dos de los mejores agitadores del noir televisivo contemporáneo desde los tiempos de su mítica ‘The Wire’.

Todo lo que ocurre en ‘La conjura contra América’ lo vivimos a través de los Levin, una familia judía de clase media que vive en Newark, conocida como ‘la ciudad de los ladrillos’ y situada en New Jersey.

Herman Levin, interpretado por un poderoso Morgan Spector, es un vendedor de seguros que sigue la actualidad pegado a la radio y a través de los noticieros que se proyectan en los cines, antes de la película. Detesta el antisemitismo de Lindbergh y no se puede creer que vaya a concurrir a unas elecciones. Su mujer Elisabeth, interpretada por la Zoe Kazan, la nieta del mítico cineasta, tiene los pies muy apegados a la tierra y la cabeza muy bien amueblada. De todos los personajes de la serie, es la más coherente y sensata. Como la vida misma.

El matrimonio tiene dos hijos. El mayor, Sandy, admira a Lindbergh, al que considera un héroe por sus hazañas aéreas. El pequeño, Philip, a través de cuyos ojos contemplamos todo lo que pasa, es el más tierno e inocente.

Junto a ellos, dos personajes esenciales: Alvin. El hombre de acción. Amigo de la mala vida y gángster en ciernes; cansado de escuchar los lamentos, miedos, dudas y zozobras de su gente, Alvin decide enrolarse en el ejército canadiense para combatir a los nazis y luchar físicamente contra ellos.

Y nos queda el rabino Lionel Bengelsdorf, el personaje más siniestro y peligroso de la serie, interpretado por el camaleónico John Turturro. Culto e ilustrado, trata de nadar entre dos aguas con su verbo florido y su retórica sin fin. De ahí que Lindbergh decida utilizarlo para su causa: si un rabino con tanto predicamento le presta su apoyo y tamiza y blanquea sus declaraciones antisemitas, los recelos de buena parte de la comunidad judía se irán desvaneciendo.

El rabino habla de paz. Como Lindbergh. ¿Quién no está a favor de la paz? Le pone el contrapunto intelectual al encendido y airado verbo de la ultraderecha. En realidad, no hace sino defender sus puntos de vista, tratando de desviar el foco de atención de las cuestiones más polémicas. El rabino, tan digno e inmaculado, le pone una repugnante sordina a las trompetas del Apocalipsis que, para quien quiera verlo, ya han empezado a sonar.

Cuando Philip Roth escribió ‘La conjura contra América’, en 2004, el fenómeno de Trump era algo inimaginable. Hoy, su lectura tiene unas resonancias distintas. No es de extrañar ni es casualidad que un tipo tan comprometido como David Simon haya ofrecido su versión televisiva en 2020, año electoral en los Estados Unidos.

Lean a Philip Roth y/o vean la serie de Burns y Simon. ‘La conjura contra América’ hace pensar, algo tan complicado de conseguir en estos tiempos líquidos, casi gaseosos. Obliga al lector/espectador a tomar partido. A plantearse qué haría en las distintas situaciones que presenta una ucronía distópica que, por desgracia, no está tan alejada de la realidad.

Jesús Lens

El ser despreciativo

Es una de las figuras más nocivas, tóxicas y repulsivas de las redes. Estos días, el despreciativo está muy activo en torno a la serie del momento: ‘Chernobyl’, una producción que nos ha tenido con el corazón en un puño durante las semanas en que se han ido estrenando cada uno de sus cinco capítulos.

La HBO, confiada en la calidad y en la capacidad adictiva de su nueva miniserie, ha ido subiendo un episodio cada martes, teniendo enganchados a los espectadores a lo largo de un mes largo y sumando a nuevos adeptos a la causa todas las semanas.

Los comentarios sobre ‘Chernobyl’ eran abrumadoramente positivos y laudatorios, rendidos a los pies de Craig Mazin, el creador de la serie. Entonces llegó él. Uno de esos intelectuales que se permitió recordarnos que existe un libro llamado ‘Voces de Chernóbil’. Lo que no hubiera estado mal… de no ser porque el sujeto nos tachaba de superficiales, incultos y facilones: pudiendo leer el libro de la Premio Nobel de Literatura de 2015, Svetlana Aleksiévich, ¿por qué perdíamos el tiempo con una serie, algo tan banal y superficial?

El ser despreciativo es así, siempre propenso a repartir carnés de pureza, sea cultural, formativa o ideológica. Es el cuñao por excelencia, el que siempre está por encima de los gustos de los demás. El más exquisito, conocedor y… sabihondo.

Y luego están los que, alabando ‘Chernobyl’ por ser un pedazo de serie, terminan sus posts con un despreciativo: ‘¿Y tú? ¿Sigues perdiendo el tiempo con ‘Juego de tronos’?

No pueden evitarlo. Tienen que meter la cuña falsamente culta. Por un lado, te dan el placet por ver lo que hay que ver. Pero inmediatamente te recuerdan que perdiste el tiempo con un subproducto de consumo masivo y que, por tanto, estás por debajo de ellos. Siempre por debajo.

Para el ser despreciativo, todo el que no ve, lee o escucha lo mismo que él, es un ente merecedor de pena y conmiseración. Un ser inferior sin criterio ni preparación. El ser despreciativo se convierte, así, en francamente despreciable…

Jesús Lens

Juego de tronos

Infundado. El temor era infundado. Porque, cuando le meten a uno una serie hasta por los orejas, desde meses antes de su estreno, el temor era que no estuviera a la altura de lo esperado, de lo anunciado, de lo prometido.

Que “Juego de tronos” es la serie que hay que ver lo saben hasta en la China. Y, si no sabes de lo que hablamos, lo mismo tampoco te has enterado de que hace unos días, dicen, mataron a un tal Bin Laden. Porque si no, no se entiende.

Prensa, radio, televisión y, sobre todo, Internet, vienen hablando de la gran apuesta televisiva de la HBO para este 2011, desde hace meses. Sin exagerar. Mismamente hoy, la publicidad de este Blog lo llevaba pegado, a la derecha de la pantalla: “Se acerca el invierno…”


¡Pues ya está aquí! Ya ha llegado. Ya está helando. Porque, efectivamente, el temor era infundado. No han hecho falta más que 60 minutos para estar ya rendidos a una serie que promete, efectivamente, sexo, violencia, aventuras, fantasmas, espada, brujería, ironía, réplicas y contrarréplicas y el máximo hijoputismo; elevados todos ellos a la enésima potencia.

Antes de ver el primer episodio ya habíamos leído que “Juego de tronos” era “Los Soprano” en versión medieval o una adaptación del universo del Señor de los Anillos a la contemporánea concepción televisiva, sin prejuicios, de la HBO. Habrá quién añada cosas de Conan, de Excalibur…

No debemos olvidar que “Juego de tronos” es la adaptación a la televisión, o sea, al mejor cine del momento, del ciclo novelístico de George R.R. Martin, titulado “Canción de hielo y fuego”, publicada en España por la visionaria editorial Gigamesh y traducida al castellano por nuestra querida, reverenciada, adorada y maravillosa Cristina Macía.

Y digo que no debemos olvidarlo porque el portentoso caudal imaginativo de Martin, al que conocimos no hace mucho en una Semana Negra, da para construir, él solito, todo un universo con resonancias a Tolkien… trufado de la auténtica historia medieval inglesa propiamente dicha.

Hablando del piloto que, efectivamente, cumple todo lo que prometía (realismo descarnado, sexo, violencia, personajes al límite, engaños, traiciones, conspiraciones, cuernos, personajes al límite, alianzas, estrategias, etcétera) podemos anticipar lo que, estamos seguros, será un hito televisivo de primer orden, de primera magnitud.

Lo que va a tener que tragar...

En serio. La tele, es lo más. De lo más. Pocas películas he visto este año que estén a la altura de “Tremé”, “The Boardwalk Empire”, “Mad men” o incluso la excelente “Crematorio”, de la que he disfrutado sus primeros tres episodios como si fueran toda una revelación.

Lo dicho. Apuntad: “Juego de tronos”.

IM-PRES-CIN-DI-BLE

Jesús juguetón tronado Lens.