Ver con otros ojos *

Vuelvo a ver. No es que antes estuviera ciego. Al menos, no del todo. Pero apenas veía. También se dice que no hay más ciego que el que no quiere ver, pero esa es otra historia. 

Había ido perdiendo la visión progresivamente, como tantas otras cosas en mi vida. Empecé perdiendo el trabajo. ¿Por qué? Qué más da. Mi afición a darle al frasco tuvo que ver, indudablemente. ¿Pero por qué bebía? Ya no importa, de verdad. Tras el trabajo se fue la mujer. Harta, claro. Con la niña. Y ya sin ellas, ¿qué más daba todo lo demás?

Lo fui perdiendo todo hasta que me quedé con lo justo. Con lo injusto, después. Me quedé en la calle, con lo puesto. Y lo sin poner cabía en un hatillo que, por las noches, me servía de almohada para dormir bajo un soportal, en un cajero automático o haciendo equilibrios sobre un banco. De los otros. De los que no se hunden. 

En las frías noches de invierno me cubro con papel de periódico, cada vez más difícil de encontrar. Y en las menos frías, también, que el relente de la madrugada es muy traicionero ahí fuera. Cuando algún compañero me dice que el periódico no abriga, yo le recuerdo a los ciclistas de antaño que, al coronar un puerto de montaña, se cubrían el pecho con un buen periódico antes de lanzarse a tumba abierta en el descenso, para no enfriarse.

Pero hay otra razón para taparme con periódicos: me gusta leerlos, aunque sean antiguos y de forma desordenada. En la calle, las horas se hacen muy largas. Sobre todo algunas. Y el periódico es buena compañía. Menos las páginas de Economía. Esas, a mí, plim.

Poco a poco, la vista se me había ido nublando. Cada vez tenía que ponerme las hojas más cerca de los ojos para conseguir ver algo. Se habla del precio de la luz y de pobreza energética. ¿Dejar de ver será también una forma de pobreza? Ya les digo yo que sí…

Un día, una chavala de la Cruz Roja me preguntó por la vista. Son buena gente. No te juzgan y te dan café caliente cuando más lo necesitas. Unos días después, la chica me acompañó a una óptica. Me graduaron la vista y, al poco tiempo, vino con unas gafas de regalo. Vuelvo a ver. Y a leer. El mundo no está para irse de fiesta, precisamente. Pero al menos, lo veo más claro. 

* Estas semanas, Cruz Roja y Vipsual han puesto en marcha una campaña para llevar gafas gratis a las personas más necesitadas. Ponerse en los ojos de quien menos tiene nos hace mirar de otra manera.

¡Feliz Navidad!

Me gusta la tradición del Cuento de Navidad. Mucho. Aquí van algunas de las cosillas que he ido publicado cada año en fecha tan señalada. 2020. 2019. 2018. 2017. 2016. 2013. 2011. 2010. 2009. 2008. 2007.

Jesús Lens

¡Dad vida feliz!

Desde hace la intemerata de tiempo, este 24 de diciembre me gusta celebrarlo con el tradicional cuento de Navidad o relato de invierno. La costumbre me viene de los tiempos de Paul Auster y aquel maravilloso ‘Cuento de Navidad de Auggie Wren’, pieza insuperable cargada de emoción y sensibilidad.

Este año, sin embargo, he sido incapaz de escribirlo. No les voy a ocultar que la realidad es tan absorbente que cualquier ficción palidece a su lado. Tenía una idea, creo que buena. Gracias a Amanda, la auténtica y genuina Homeroteca de IDEAL, había encontrado una noticia publicada el 31 de mayo de 1932: el novelista HG Wells se encuentra de visita en Granada. “Admirado de nuestra ciudad, aunque no pensaba quedarse más de un día, ha prolongado su estancia para tres o cuatro”. ¿Qué hizo el fantástico novelista durante aquellos días?

“Hemos visitado al ilustre escritor para saludarle y ofrecernos durante su estancia en ésta, negándose de momento a hacer ninguna clase de manifestaciones a la prensa”, escribía el plumilla de entonces.

Había pensado alojar a Wells en el Alhambra Palace y llevarle a la tertulia del Rinconcillo o al Ateneo, que está documentado que participó en alguna de aquellas reuniones. Quería juntarle con Lorca y sus coetáneos, a los que enseñaría cómo fabricar su prodigiosa máquina del tiempo, a sabiendas de lo que pasaría apenas cuatro años después. El plan de fuga iba a ser un sencillo homenaje a esa serie tan maravillosa, ‘El Ministerio del Tiempo’, una de las mejores cosas que nos han pasado durante este año aciago. Lo vinculaba a esta columna sobre El Ministerio del Tiempo a la granaína.

Pero, como les digo, no lo he logrado. Empezaba a escribir y era incapaz de concentrarme. En este presente tan complejo, extraño y amenazador, me resulta imposible encapsularme en un universo de pura ficción, aunque sea durante unas horas. Seguiré perseverando en el intento, no obstante. A continuación tenéis el Cuento de Navidad de 2019, 2018  y 2017. En esa página están enlazados los de años anteriores.

Celebramos la Nochebuena y la Navidad. A estas alturas, ponernos en plan admonitorio tampoco tiene mucho sentido. Ya sabemos qué hacer y, sobre todo, qué debemos evitar estos días, tratando de ser cerebrales y no dejarnos llevar por las emociones, las que surgen de forma natural y espontánea y las que son producto de una copilla de más.

Hace unos días vi un cartelito que me gustó mucho: ‘feliz naVIDAd’. Con esa idea me quiero quedar. Este año, démosle la vuelta a la Navidad y hagamos todo lo posible por proteger la vida. Este año… ¡Dad Vida Feliz!

Jesús Lens

Cuento de Navidad

—No entiendo por qué tenemos que abrir hoy, Maca. ¿Todavía no has asumido que nos han echado, que a fin de año nos largan? Si al menos hiciéramos una buena caja…

—¡Ni caja, ni cajo, carajo! Hoy vamos a abrir porque en eso hemos quedado, porque así lo hemos hecho en los últimos trece años y porque nos necesitan. Porque se lo merecen, también. Así que, arreando, que es gerundio y ya vamos tarde.

“Al menos no habrá atasco en la Circunvalación”, pensaba Antonio, todavía con el morro torcido. Acababa de amanecer, era el día de Navidad y Macarena y Antonio subían de Castell, donde habían pasado la Nochebuena con la familia de él. Al despedirse la noche anterior, la misma historia de todos los años: que para qué os vais, que no merece la pena, que menuda chorrada, que por un día de no abráis tampoco pasa nada… ¡Sabrán ellos!

Macarena y Antonio cogieron el bar hacía trece años, un poco antes de la crisis. Un bar corriente y moliente. Un bar de barrio, sin grandes pretensiones. Un bar como los miles de bares que hay por toda España. O que solía haber, antes de la moda de los gastrobares. Un garito con su barra de acero, su grifo de cerveza y su escueto botellero. El IDEAL del día en un extremo de la barra y, al fondo, la cocina. Sencilla, pero limpia.

Un bar cuyo horario se regía por las comandas de sus clientes: cafés y carajillos antes del amanecer, para despegar los ojos. Tostadas para desayunar. Cañas y tapas a mediodía. Gintónics -sin ensaladas ni florituras- y cubatas para la sobremesa; más cafés, algo de bollería… y, a la hora de la cena, en casa.

No se habían hecho ricos con el bar. Tampoco lo pretendían. Les daba para ir tirando: pagaban el alquiler del piso y los estudios de la niña. Podían cerrar un par de semanas en verano y bajarse a la playa… lo normal.

Mientras subían hacia Granada, Macarena recordaba la primera vez que discutieron por lo del día de Navidad.

—¡Pues igual que cerramos domingos! ¿Por qué demonios tenemos que abrir el maldito día de Navidad, cuando no abre nadie?

—¡Pues precisamente por eso! ¡Porque no abre nadie!

—Pero si es que, encima, ¡ni siquiera les quieres cobrar!

—¡Claro que no! No vamos a abrir para pegar el pelotazo. Vamos a abrir para celebrar con ellos la Navidad. Y punto.

Ellos eran Pepe, Miguel, Angustias, Lucas y Benito. Cinco parroquianos habituales. Cinco clientes de toda la vida, de los que parecían formar parte del mobiliario del bar.

—Manda huevos, Maca. Manda huevos que nos tengamos que subir de Castell para celebrar la Navidad precisamente con ellos. Con los pesaos de todos los días.

Lo decía malhumorado, pero sin maldad. Y la clave estaba, precisamente, en ese “todos los días”. Si les veían tan a menudo era porque no tenían un sitio mejor al que ir. Porque apenas podían moverse. Porque no tenían familia. Porque estaban solos. Y no hay un día más duro, un día más jodido para estar solo, que el día de Navidad.

Y eso, quien lo sabía bien, era Maca. Antonio era el alma del local, siempre de buen humor y gastando bromas a los clientes, con su personalidad arrolladora. Sin embargo, a la hora de la verdad, a quien los clientes le contaban sus penas y sus zozobras, era a ella.

Trece años abriendo en Navidad. Trece años teniendo la misma conversación. Pero ya no habría un décimo cuarto. Como si la proverbial mala suerte del 13 les hubiera tocado de lleno, a fin de año tenían que irse: el dueño del local había denunciado el contrato. Su hijo se había casado y tenía un bebé, su nuera no sacaba las oposiciones y habían decidido probar suerte en la hostelería.

—¿Esos? ¡Un mojón se van a comer en un bar como este! Ni un año. No aguantan ni un año. Te lo digo yo— gritó Antonio cuando se enteró de la noticia.

—Deberíais pleitear— les decía uno de los clientes de traje y corbata. —O dejad de pagar el alquiler y que os echen, pero no os vayáis sin presentar pelea.

No. Maca no iba a pasar por ahí. Menudo ejemplo para su hija. Abrirían el día de Navidad, disfrutarían de una sencilla comida con los parroquianos de siempre, brindarían con cava y, los días siguientes, a recoger y limpiar antes de salir por las puertas.

Llegaron, por fin. No tuvieron problema en aparcar junto a la puerta del bar. Aunque se hizo el encontradizo, Benito ya estaba esperándoles. Y no tardaron en aparecer los otros cuatro. Todos trataban de mantener el tipo, pero se notaba que aquella noche, de buena, había tenido poco.

Ocuparon sus asientos habituales en la barra y comentaron lo extraño de no tener el periódico. Y que no hubiera fútbol aquellos días. Y el frío que hacía. Maca puso la radio, Antonio empezó a sacar los primeros cafés y, al poco rato, el bar era -más o menos- el de siempre.

—¿Ves como tampoco ha sido para tanto? Además, este año podremos alargar las “vacaciones” de Navidad…— bromeó Maca con un deje de tristeza, por la noche.

—Me alegro de que te lo tomes tan bien, la verdad. Pero a ver qué narices vamos a hacer ahora con nuestra vida, con lo que nos ha costado levantar ese maldito bar— respondió Antonio, en el momento justo en que entraba un güasap en el móvil.

El grito que pegó todavía resuena en el barrio.

—¡Maca, que no nos vamos! ¡Que no nos tenemos que marchar del bar!

—¡Pero qué dices! ¿Te ha sentado mal el último pacharán?

—¡Que no! ¡La lotería! ¡Ha sido la lotería!

—Pero si no nos ha tocado ni una maldita pedrea…

—A nosotros no, pero al dueño del local sí. Y le va a pagar otro año de academia a la nuera, mientras su hijo cuida del chavea. Así que, ¡nos quedamos!

—Calla, calla, que me recuerdas a Piqué y el selfi con Neymar— se reía Maca a la vez que se sorbía los mocos, llorando como una descosida.

Jesús Lens

Almas solitarias

Por mucho que se empeñara, en realidad, no era una noche como las demás. Y, por más que se quisiera convencer de lo contrario, si estaba allí, era porque se había quedado sin nadie cercano con quien estar en cualquier otro lugar.

Se había blindado por todos los medios posibles para tratar de olvidar que era Nochebuena, incluyendo su selección más dura de heavy metal atronando el coche a todo volumen, pero las calles vacías, a las once de la noche, no dejaban mucho margen a la imaginación. Era eso o el Apocalipsis zombi. Y mejor pensar que se trataba de una festividad, a pesar de todos los pesares.

“No estoy sola”, se consolaba, pensando en los voluntarios que se apuntan a hacer la guardia en hospitales, comisarías o parques de bomberos, en esos viajeros solitarios que aprovechan las fechas señaladas en que todo el mundo está en casa para conseguir billetes baratos de avión o en otros como ella, la gente del taxi, recorriendo las grandes avenidas de la ciudad a la caza y captura de esos jóvenes -y no tan jóvenes- que no perdonan una fiesta para correrse una juerga.

A las cuatro de la mañana, tras varios servicios tan lucrativos como hirientes -aún le dolía esa felicidad ajena, fuera real o impostada- el recuerdo, la pena y la melancolía habían conseguido derrotarla. Decidió volver a casa y encerrarse de una maldita vez hasta que pasaran aquellas condenadas fiestas.

Dudó si recoger a aquel último cliente o enfilar directamente hacia su cochera, pero esos últimos 10 o 15 euros le darían algo más de sentido a aquella noche y, al menos, no era otra parejita feliz camino del catre, para darle sentido carnal a la Nochebuena…

Serio y circunspecto, el hombre hizo el amago de sentarse en el asiento delantero. Sin saber por qué, ella le abrió la puerta, cuando se lo tenía terminantemente prohibido siempre que hacía el turno de noche.

Se quedó mirándole, esperando, pero él tenía la mirada perdida, como si no estuviera allí.

—¿A dónde?—preguntó.

No obtuvo respuesta.

—¿A dónde le llevo, oiga?—insistió en voz más alta, tocándole el hombro.

—Lo más lejos posible.

Horas después, todavía inmovilizados por la tormenta de nieve, seguían conversando en la impersonal cafetería de un área de servicio perdida de Despeñaperros.

FIN

NOTA.- Me encanta la tradición literaria del Cuento de Navidad, sobre todo, porque no soy yo, precisamente, de natural espíritu navideño. Así, escribir mi columna de IDEAL en forma de Cuento de Navidad me anima a cambiar de registro.

Os dejo los últimos que he ido escribiendo. El de 2016 se tituló «La multitud», en 2015 no escribí, en 2014… ¡tampoco! El de 2013 se tituló «Hasta aquí hemos llegado», en 2012 también fallé y es que, a 2011, ya llegué por los pelos: «Esta vez no lo conseguí (pero sirvió para algo)». En 2010, lo titulé «Nieva en La Habana», el de 2009, «Alegría».

En 2008, «Estaré bien», y en 2007… ¿dónde demonios estaría yo, en 2007, que no encuentro nada? Imagino que en otro blog cuyo contenido estará dando vueltas por ahí, por el ciberespacio.

 

Lo dicho: ¡FELIZ NAVIDAD!

Jesús Lens