INVICTUS

Hace unas semanas planteábamos, a modo de broma, la posibilidad de ser entrenadores tan guays como Guardiola, de los que ponen películas y vídeos a sus jugadores para motivarles ante los retos más complicados de la temporada. Y la pregunta era acerca de la película que elegirías para motivar a los jugadores del Real Madrid, en el ya imposible caso de que jugaran la final de la Champions League en su propio estadio, el Santiago Bernabeu.

Hubo respuestas de lo más ingenioso y variopinto. Personalmente y si tuviera que elegir alguna, después de haberla visto -más vale tarde que nunca- me decantaría, por supuesto, por «Invictus», la última y sorprendente película de un prolífico e hiperactivo Clint Eastwood.

En «Invictus» se cuenta cómo Mandela apostó por el rugby, un deporte tradicionalmente jugado por los blancos en Sudáfrica y odiado por los negros, para unir a las dos comunidades. Con motivo de la celebración del Mundial en el país, recién salido del Apartheid, Mandela se jugó el todo por el todo de su credibilidad apoyando la simbología de los popularmente conocidos como Springbox, incluyendo los colores tradicionales de sus polos de rugby, que a los negros les recordaban a la época de la dictadura blanca.

Jugar en casa hacía que el reto para los Sprinbox fuera especialmente complicado: estaban en horas bajas y los partidos de preparación para el Mundial se saldaron con dolorosas e inapelables derrotas. Nadie apostaba porque pasaran siquiera de cuartos de final. Pero ahí entró el talento de Mandela: convocó al capitán de los Springbox a su despacho y, con su trato cercano y cálido, le ganó para su causa, convenciéndole de que el Mundial era más, mucho más que un torneo deportivo.

Y ahí radican los mejores momentos, con diferencia, de «Invictus». Con las lecciones de Mandela a la hora de propiciar la reconciliación. Y con el personaje interpretado por Matt Damon (la nariz postiza es demasiado postiza) llevándose al huerto a sus jugadores, muy reacios a cualquier tipo de cambio, desde el himno a la forma de entrenar.

Y, sin embargo, no es una película redonda. Eastwood ha apostado por los dos personajes principales, a los que confiere el noventa por ciento de la importancia de la película. Y ahí sale triunfante, con un Morgan Freeman absolutamente descomunal y un Matt Damon tan musculado como contenido. Sin embargo, toda la parte puramente deportiva carece de la épica que los buenos aficionados requerimos de un espectáculo de masas como es una fase final de un Mundial de rugby. Mucho botepronto, algún pase a la mano, mucho empujar en las melés y algún salto en las touches o saques de banda. Pero nada más. Si no es porque la cámara se fija continuamente en el marcador, toda la parte de la final no tendría sentido alguno.

Me decía Jorge, cuando comentábamos la película, que Eastwood salía airoso en las secuencias intimistas, pero que naufragaba en las espectaculares. Y es cierto. La música, estando muy bien conseguida, abusa de la cancioncilla compuesta para el emocionante poema de Mandela. Es decir, que estando muy bien en términos generales, «Invictus» no termina de ser redonda. Y, sin embargo, me sentí emocionado durante muchos momentos de la película. Siempre los más sencillos. Como cuando los jugadores visitan un barrio de chabolas para conseguir que el rugby se hiciera popular entre la chavalería de color. Cuando le regalan una entrada para la final a la criada.

En fin. Que estamos antes una película para aprender mucho acerca del liderazgo, del compromiso y de la capacidad de superación. Una de esas películas que, no siendo perfectas y aún con momentos demasiado previsibles y manipuladores, da gusto ver.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

CUALQUIER OTRO DÍA

No, queridos amigos, no. De ninguna manera. Perdónenme, pero discúlpenme: ¡NO!

 

Ni de broma voy a empezar hoy a leer la última novela de Dennis Lehane. ¿Estamos locos? No. Hoy no. Quizá sea cualquier otro día cuando comience a leer «Cualquier otro día», la última novela del autor de Boston, recién publicada por RBA Serie Negra.

 

Dennis Lehane. ¿Quién es ese tipo?

 

Pues ese tipo es el autor de la novela «Mystic River», a partir de la que Clint Eastwood rodó una de sus más recientes obras maestras. Y de «Adiós, pequeña, adiós», igualmente trasladada al cine en una modélica adaptación del imprevisible y sorprendente Ben Affleck.

 

Pero, además, en cuanto escriba las próximas dos palabras, entenderéis perfectamente por qué no pienso meterle mano a «Cualquier otro día».

 

Bueno, en vez de escribirlas, veámoslas:

 

Sí. «Shutter island». ¿Os acordáis? La que se montó hace un puñado de años, a costa de esta novela. De hecho, muchos de vosotros tenéis vuestro ejemplar, firmado por el autor, a su paso por «Negra y Criminal».

 

Entonces, si os acordáis de los efectos que provocaba «Shutter island», ¿por qué os extrañáis de que hoy NO vaya a empezar a leer «Cualquier otro día»? ¿Qué queréis? ¿Verme aún más ojeroso que ahora? ¿Que me recluya en casa, a leer? ¿Que deje de escribir, bloguear y salir a tomar cañas? ¿Que no vaya al cine hasta que termine de leer sus setecientas y pico de páginas?

 

No, amigos. Tras la adicción del 2009 a Lisbeth Salander, no me pidan que me enganche, nada más empezar el 2010, a otro autor narcotizante. Al menos, no hoy. Si os parece, lo dejamos para cualquier otro día… Y si no creéis en mi palabra, leed a Enric González, AQUÍ. O a Rosa Mora, AQUÍ.

 

Jesús Lens, que se está quitando.    

AL RESISTIR, GANAN

Los viejos héroes, como los viejos rockeros y los viejos rojos, nunca mueren.

 

Héroes crepusculares, viejos que se resisten a la retirada, veteranos hombres de acción que han de volver a empuñar un arma o ponerse nuevamente en marcha… a todos ellos homenajeamos en una doble página de cine que publica hoy IDEAL.

 

Coinciden estos días en pantalla grande «Watchmen», «El luchador» o «El gran Torino», protagonizadas todas ellas por este tipo de personajes duros, rocosos y peleones, a los que el fantástico equipo de maquetación del periódico permite lucirse en una composición exquisita: sus rostros decoran las bolas de billar que Paul Newman, convertido en el Eddie Felson de «El color del dinero», se apresta a golpear con su taco.

 

Si pueden, compren IDEAL.

 

Si no, pueden leer el reportaje a través de este enlace: «Arrugas de Oscar».

 

A ver qué les parece el reportaje.

 

Y, por cierto, ¿A qué otros veteranos de celuloide tienen ustedes guardados en algún rinconcito de su corazón?  

 

Jesús Lens.   

EL GRAN TORINO

Durante bastantes meses, los foros cinematográficos ardieron con una noticia de lo más sorprendente y extraña: Clint Eastwood retomaba uno de sus personajes más icónicos: Harry el Sucio.

 

¿Sería posible que el director que pasa por ser el Último Gran Clásico del cine americano hubiera transigido con la eterna requisitoria de la Warner para volver a encarnar, una vez más, al justiciero Harry Callahan?

 

La respuesta es «El gran Torino», una nueva, impresionante, maravillosa y angustiosa obra maestra de Clint. Una de esas películas que te encogen el alma, te dejan un nudo en la garganta y te hacen salir del cine como en una nube, impactado y roto, preguntándote cómo es posible que ese octogenario cabrón haya sido capaz de hacerlo una vez más: dejarte absolutamente devastado por dentro con una película que le eleva un peldaño más en el altar de los grandes maestros a los que adorar y rendir pleitesía, desde hoy hasta el día del juicio final.

 

Y no. No es Harry Callahan el protagonista de la última película de Eastwood. Pero como si lo fuera. Porque el viejo, achacoso y malhumorado Walt Kowalski al que presta sus facciones el inimitable Clint bebe de buena parte de esos personajes a los que ha interpretado a lo largo de su carrera, del inefable y cínico Harry al oscarizado y violento William Munny, pasando por aquel ángel vengador que fue «El jinete pálido» y, cómo no, por sus pistoleros de gatillo rápido y asquerosos escupitajos de tabaco de mascar.

 

De todos ellos hay en un Walt Kowalski que, desde el principio de «El gran Torino», se gana el favor de unos espectadores que asisten, entre atónitos y divertidos, al viejo más políticamente incorrecto que recordarse pueda. Incorrecto e incómodo con sus egoístas hijos y nietos, con su párroco y, sobre todo, con la familia de asiáticos que vive en la casa de al lado.

 

Arisco, violento y racista, por azares del destino, Walt se enfrentará a una banda de matones, ganándose el reconocimiento de la comunidad asiática que se ha ido instalando en el barrio. Y, poco a poco, Kowalski se irá involucrando más y más en la vida cotidiana de unos vecinos a los que empieza a conocer y, por tanto, a respetar. Y, de inmediato, a querer más que a sus propios hijos.

 

Hasta llegar al final.

 

Lo siento, pero no puedo reprimir las ganas de escribir sobre ese final.

 

Así que, querido lector, deja de leer desde ya si no quieres que te reviente uno de los finales más prodigiosos de la historia del cine.

 

¿Vale?

 

¿Está claro? Voy a reventar el final de la peli en los siguientes párrafos así que, si sigues leyendo, será bajo tu responsabilidad.

 

Un final apoteósico, ya lo hemos dicho. Todos esperábamos, por supuesto, una tormenta de sangre y fuego, made in Eastwood, que acabara con los macarras que habían pegado y violado a su joven y encantadora vecina.

 

Pero no.

 

En uno de los finales mejor ideados de la historia del cine, jugando con toda la iconografía anterior que el actor/director lleva colgada a sus espaldas, lo que hace Clint es fumarse un cigarrillo y convertirse en mártir, dejándose asesinar por los malos, para que estos sean detenido y encarcelados, única forma de interrumpir una espiral de violencia que a nada bueno podía terminar de conducir.  

 

Si la idea hubiera sido de cualquier otro director, la habríamos alabado, por supuesto. Pero viniendo de Eastwood, se convierte en el mejor testamento cinematográfico que cualquier director ha filmado en vida.

 

Una inmolación, un suicidio ritual, un ajuste de cuentas con todo un pasado cinematográfico que se convierte en un momento mágico, de una intensidad tan brutal que te hace dar gracias al cielo por haber sido testigo privilegiado de un hito cinematográfico imborrable y memorable por siempre jamás.

 

Lo mejor: lo dicho en el último párrafo y la secuencia de la doble confesión de Clint, con el cura, primero; y con su discípulo, el AtonTao, después.

 

Lo peor: además del doblaje de los chavales asiáticos, infecto; la noticia de que, posiblemente, nunca volvamos a ver a Clint frente a una cámara. Aunque eso es, precisamente, lo que le da todo el sentido a esta maravillosa y memorable «El gran Torino».

 

Valoración: 10.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.