¿Seremos buenos antepasados?

Ni se me había pasado por la cabeza pensar en mí mismo como antepasado de futuras generaciones. El frenético día a día hace que mi horizonte temporal no vaya más allá del próximo mes. A mí me hablan de la primavera, la Semana Santa o el verano y me suena a utopía futurista. Sin embargo, como ya se acerca Gravite, el festival patrocinado por CaixaBank que conecta el pasado con el futuro, estas semanas me preocupo por temas así. ¿Qué pensarán nuestros nietos sobre nuestra generación? 

La idea no es mía, ojo. La he tomado prestada del filósofo Roman Krznaric, cuyo libro ‘El buen antepasado’, publicado por Capitán Swing, ardo por leer y acabo de encargar a mis suministradores habituales de Librería Picasso. No se trata tan solo de reflexionar sobre el futuro, al estilo de la Agenda 2030 o de las estrategias para 2050. Que también. Es ir más allá y darles voz, representación e incluso personalidad jurídica a las próximas generaciones. Y al mundo natural, que van de la mano.

Aprovecho para recomendarles un libro que llevo rumiando varios meses. ‘El Ministerio del Futuro’, de Kim Stanley Robinson, publicado por Minotauro. Fue una encendida y entusiasta recomendación del gran Javier Ruiz, por cuya Librería Praga hace demasiado tiempo que no paso. Las primeras diez páginas de esta novela con hechuras ensayísticas constituyen el arranque más impactante que he leído en mucho tiempo.

A partir de su trágico punto de partida y ante los efectos cada vez más devastadores del cambio climático, la ONU crea el Ministerio del Futuro en 2025. Y lo dota de funciones ejecutivas. Continuará. 

Jesús Lens

Perderse es todo un arte

Cuando voy con alguien por un lugar desconocido y dudamos hacia dónde tirar, siempre tengo claro cuál es el camino correcto: el que yo no tomaría. O, a sensu contrario, si van conmigo y les digo que es por allí, tengan por seguro que por allí no era y que acabaremos perdidos. O, cuando menos, despistados. Desorientados.

Para mí, perderme es lo normal. Estoy tan acostumbrado que suelo salir con tiempo suficiente para dar unas cuantas vueltas de más antes de llegar a mi destino. Y la cuestión es que no me importa. Casi, casi que lo agradezco, lo busco y lo provoco.

En este mundo hiperconectado en el que todo está señalizado, medido, dirigido y cuantificado, perderse es una acción subversiva. Sobre todo ahora que nuestros móviles tienen GPS. ¡La de gente que anda por ahí mirando a esa pantalla que hace de lazarillo! Para mí, viajar no es ir de un sitio a otro. Es sencillamente ir. Si caminas mirando al móvil para no perderte, te pierdes lo que hay a tu alrededor. ¿Tiene eso algún sentido?

Reflexionaba sobre todo ello mientras leía ‘Una guía sobre el arte de perderse’, un brillante ensayo de Rebecca Solnit publicado por Capitán Swing en el que la autora anima al lector a dejarse sorprender por lo desconocido. Habla de arte, literatura, historia y filosofía mientras desgrana vivencias propias y cuenta cosas que le han ido pasando por esa pulsión a salirse del camino trazado y avanzar por senderos ignotos.

Perderse —y no digamos ya perder— tiene mil y un significados diferentes. Para empezar, no es lo mismo perderse que estar perdido. Media un abismo entre ambas situaciones. Como tampoco es, ni parecido, perderse que ser un perdedor. ¡La de gente que, para ganar, tuvo que empezar perdiendo… y perdiéndose! “Estás muy perdido” es una de esas expresiones que, cuando te la dicen en según qué contextos, sientes ganas de responder: “Gracias”.

El verano es tiempo propicio para perderse y desaparecer. Para cambiar de aires y de horizontes. De recorridos y entornos. De rutinas. Para dejarse llevar, y no por el GPS precisamente. Las llamadas perdidas, en agosto, son otra cosa. Como los objetos perdidos y rara vez encontrados. Tiempo para perder el juicio y la vergüenza —moderadamente— y para perderse, también, de las redes. Al menos, para darles otro uso más recreativo y disfrutón. Eso sí: en beneficio de todos, tratemos de no perder la salud.

Jesús Lens

Hay que ver ‘Nomadland’

Es una de las películas del 2021 que más ansiosamente esperaba y ha querido la buena fortuna que su estreno coincidiera con la reapertura de los cines en Granada, más allá de la modélica y numantina resistencia del Madrigal. Así las cosas, volver a la pantalla grande para ver ‘Nomadland’ ha tenido un regusto especial.

En enero les recomendaba leer el libro de no ficción ‘País nómada. Supervivientes del siglo XXI’, de la periodista Jessica Bruder, publicado por Capitán Swing. (Leer AQUÍ) La película de Chloé Zhao recién estrenada está libremente basada en él, con la propia autora como consultora técnica, y ya se ha alzado con el Globo de Oro a la mejor película dramática y a la mejor dirección. Además, es una de las favoritas para los Oscar, con toda justicia y merecimiento.

Dentro de unos días, ‘Nomadland’ estará disponible en plataformas, pero les aconsejo verla en el cine: en pantalla grande brilla más. Por una parte, los espacios abiertos que muestra la cineasta. Las imágenes de las montañas y los desiertos, de las caravanas en continuo movimiento. No esperen épica, eso sí, en el sentido tradicional del término, que no estamos frente a un wéstern o una película de aventuras, aunque de todo ello hay en la historia de estos nómadas del siglo XXI.

Frente al paisaje terráqueo está el paisanaje humano, igualmente retratado de una forma física por Zhao. Los primerísimos planos de Frances McDormand (que no le dieran el Globo de Oro como mejor actriz es un escándalo) se recrean en las arrugas de su rostro, las bolsas bajo los ojos, los pliegues de la carne, el pelo cortado a machete, las comisuras de los labios, la tristeza de su sonrisa. Primeros planos que hablan de dignidad y orgullo. De la ética de la resistencia.

Lo mismo ocurre con el resto de personajes, Linda May, Swankie y Bob Wells; auténticos nómadas que viven en la carretera y se interpretan a sí mismos en una película de rezuma realismo poético por los cuatro costados. Más dramatizada que el libro original, atención a la música, impecable y emocionante.

‘Nomadland’ habla más de la soledad, la pérdida y el desarraigo, de la solidaridad, el espíritu comunitario y el apoyo mutuo; que de las infames condiciones de trabajo de las personas de la tercera edad de los Estados Unidos, clave del libro de Bruder. Un mismo material para contar dos historias complementarias, diferentes y ambas extraordinarias.

Jesús Lens

La sonrisa de Amazon

La megaempresa de Jeff Bezos, el hombre más rico del mundo, tiene como emblema una flecha que, apuntando de izquierda a derecha, representa una sonrisa. Y no puedo evitar imaginarme al megalodón de los negocios, sonriendo, cuando se aprobó la llamada Tasa Google en España.

Amazon ya ha comunicado su respuesta al Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales, aprobado el pasado octubre: subir un 3% la tarifa que cobra a las pymes españolas por vender a través de su plataforma. No parece que se haya quebrado mucho su calva cabeza el bueno de Bezos, ni que haya dedicado grandes esfuerzos a la ingeniería financiera: se limita a repercutir el impuesto a los usuarios.

En la medida de lo posible, trato de no comprar a través de esta empresa. Algunas películas que no encuentro en otro sitio, quizá. Y, durante el primer confinamiento, algún electrodoméstico básico. Poco más. Soy un firme defensor del comercio de cercanía y de barrio, aunque haya veces en que la malafollá de algunos sea como para pensárselo. Pero esa es otra historia.

Más allá de la discusión sobre la procedencia o no de la Tasa Google, les aconsejo que lean uno de los libros más importantes de los publicados en los últimos tiempos: ‘País nómada’, subtitulado como ‘Supervivientes del siglo XXI’. Lo ha escrito la periodista Jessica Bruder y edita Capitán Swing. Se hablará mucho de él, espero, cuando llegue a las salas —si tal llega a ocurrir— su adaptación cinematográfica, firme candidata a los Oscar de este año y triunfadora en el pasado Festival de Venecia.

En Estados Unidos cada vez hay más personas mayores que, incapaces de pagar el alquiler de sus casas con sus exiguas pensiones, se ven obligadas a vivir en caravanas y furgonetas, vagando por todo el país en busca de trabajos de temporada. Amazon, en concreto, es el destino laboral de muchos de estos neonómadas del siglo XXI, sobre todo en sus campañas pre-navideñas.

La empresa sonriente tiene grandes aparcamientos cerca de sus centros logísticos, que funcionan 24/7, para que acampen los llamados workcampers y no pierdan el tiempo en desplazamientos inútiles. Impresiona leer sobre trabajadores sexagenarios convertidos en ‘amazombies’, con acceso ilimitado a antiinflamatorios y analgésicos para soportar las extenuantes jornadas de trabajo.

Échenle un ojo al libro. Es tan doloroso como extraordinario. Después, en beneficio de todos, se animarán a comprar más en la tienda de la esquina.

Jesús Lens