El vagón de los torpes del tren de los espías

Igual que no todos los superhéroes llevan capa, no todos los espías al servicio de Su Majestad visten de smoking. Si Jackson Lamb leyera el comienzo de este artículo, le asaltaría una arcada. Y diría algo así como “el ingenio de este plumilla está tan atascado como el váter de la Casa de la Ciénaga, pero huele aún peor”. Y es que, convendrán conmigo, la frasecita de marras apesta a rollito cursi de autoayuda rancia. Pero vende. Y a mí me venía bien para situar este texto. 

De Lamb y sus ‘caballos lentos’ ya les he hablado otras veces. La serie de novelas de espías escrita por Mick Herron y publicada por la Salamandra Editorial está entre lo mejor del género en el siglo XXI con su combinación de servicios secretos y humor ácido, corrosivo y vitriólico. Que rezuma mala leche a espuertas, vamos. 

Los ‘caballos lentos’ son los miembros del servicio secreto británico que, por alguna razón, han caído en desgracia. Cosas como dejarse olvidada la carpeta con la información de una operación secreta en la barra de un pub después de haber estado empinando el codo en horario de servicio. O tener algún que otro problema con la cocaína, el control de la agresividad o las relaciones personales básicas. O ser un narcisista de tal calibre que, al no dejar de mirarse en el espejo, no se fija en un vehículo que trata de atropellarle. Cosillas así. 

Estas sujetas y sujetos trabajan, o algo parecido, en la mencionada Casa de la Ciénaga, una pocilga que sufrió un atentado terrorista en la penúltima entrega de la serie. Y ‘Las reglas de Londres’, la más reciente de las novelas de Herron publicadas en España, comienza después de aquella explosión de violencia, saldada con varios muertos. Y lo hace con un nuevo y salvaje atentado, esta vez en un pueblecito que no sabemos ni en qué continente se sitúa: un grupo de asesinos irrumpe en una furgoneta y comienza a disparar sin ton ni son, matando a todo el que pasaba por allí. 

El efecto mariposa hace que ese atentado afecte a alguno de los ‘caballos lentos’. Y cuando tocan a uno, tocan a todos. De ahí que Lamb hable con un superior con este respeto y admiración de su gente: “si crees que nuestro pequeño grupo de mongolos va a pasar por alto la oportunidad de montar su propia operación privada será porque ya ni te acuerdas de cómo huele la testosterona”. 

Jefes así cuesta encontrarlos. Y eso que no es fácil trabajar con un equipo tan variopinto. De ahí que Lamb recurra habitualmente a la técnica del “palo o la zanahoria”. 

“—Al palo y la zanahoria, querrás decir.

—Bueno, cualquier cosa que pueda meterles por el culo suele funcionar, la verdad. No vayas a pensar que estoy hablando metafóricamente. No estamos en un puto recital de poesía”. 

Gary Oldman es Lamb en la versión televisiva

Tengo tantas citas por el estilo que podría llenar cuatro páginas con diálogos igual de sutiles. Y más, incluso. Pero prefiero dejarle a usted el placer del descubrimiento. A ver, por cierto, qué opina la gente del Club de lectura y cine de Granada Noir. Hoy tenemos nuestra primera reunión del año en la librería Picasso. ¿Cómo iremos de humor? Negro. Humor negro, siempre. 

¿Y de la adaptación a la televisión, con Gary Oldman como protagonista? Pues no les puedo decir nada, que mi tele es tan vieja que no reconoce la App de Apple TV. Pero si nuestro compañero José Enrique Cabrero dice que mola, es que mola. Más que la Carmen ésa, incluso. 

Jesús Lens

Caballos lentos y leones muertos

Hace unos meses, dando un curso sobre narrativa de viajes, defendía a capa y espada una tesis que trato de aplicar a mis reportajes nómadas: la clave reside en el humor. Porque hoy en día, el mito del viajero que arriesga su vida y vive mil y una situaciones peligrosas y comprometidas apenas se sostiene. O le ponemos un poco de ironía y distanciamiento al tema o nos hartamos de leer adjetivos superlativos sin mayor recorrido.

No soy tan proclive al humor en el género negro, sin embargo. Una cosa son los diálogos cáusticos y las réplicas rápidas e ingeniosas y otra un humor que, por lo general, termina derivando en parodia, mejor o peor intencionada. Sin entrar en la cuestión del humor negro, tema que nos reservamos para otra ocasión.

A pesar de esas reticencias, me está encantando la serie de espías de Mick Herron, de la que Salamandra Black acaba de publicar ‘Leones muertos’, su segunda entrega, traducida al español por Enrique de Hériz. Una serie de espías muy seria y, a la vez, trufada de un humor corrosivo muy, muy británico.

Los protagonistas de esta saga son un equipo de espías llamados ‘caballos lentos’ por sus homólogos del MI5. Que trabajen en la conocida como ‘Casa de la Ciénaga’ ya hará sospechar al lector de qué tipo de espías hablamos, ¿verdad?

Más o menos voluntariosos, pero a tope de torpes, los caballos lentos son espías que la han cagado. Cagado, pero bien. Que todo el mundo puede tener un mal día, pero no dejarse olvidado en un autobús un disco duro cargado de información confidencial que, al día siguiente, abrirá todos los informativos. Espías que han sido condenados al ostracismo por sus superiores y que, si no les despiden, es por cuestión de imagen o de conveniencia. Por evitarse problemas legales, burocráticos o mediáticos. Mejor mandarles a la Casa de la Ciénaga para encomendarles tareas burocráticas y rutinarias que aburrirían a un monje trapense con voto de obediencia. Y todo ello con el propósito de que no estorben… y de que sean ellos mismos quienes, desacreditados, hundidos y desmoralizados, pidan la cuenta y se vayan con viento fresco.

Al mando del tinglado está Jackson Lamb, un sujeto directamente emparentado con el mítico Ignatius Reilly de ‘La conjura de los necios’. Es un bocas de cuidado. Lenguaraz, sucio, cáustico y con un punto repulsivo que termina haciéndolo enternecedor.

En ‘Leones muertos’, los caballos lentos se encuentran con una trama que, en principio y como ellos mismos, no debería ir a ningún sitio: el veterano Dickie Bow, un espía de la vieja escuela, de los tiempos de la Guerra Fría, aparece muerto en un autobús. Un ataque al corazón, pero ¿y si le hubiesen envenenado? De venenos, la antigua KGB sabía un rato. Y la nueva, que no hay más que ver la que tienen liada con el Novichok estos días. Lamb empieza a husmear.

En paralelo, uno de los espías de verdad, de los que trabajan en el Londres noble de los servicios secretos como Dios manda, encarga a dos de los caballos lentos una misión sencilla: acompañar a un oligarca ruso en una reunión de trabajo sobre nuevas fuentes de energía que se celebrará en una rutilante torre-rascacielos recién inaugurada en la capital británica.

400 páginas después, el lector habrá acompañado a los caballos lentos en una vertiginosa cabalgada a caballo entre la investigación clásica de espías, pasada por el túrmix de internet, el reconocimiento facial y las bases de datos y trufada de un humor irreverente y descacharrante.

Por ejemplo cuando a Ho, el genio informático de la pandilla, se la cuela una novia que se ha echado por internet y que resulta tener 54 años. Cabreado, ironiza con la provecta edad de una persona que, para conocer el siglo XX, no tiene que estudiarlo, sino limitarse a recordarlo. ¡Touché!

O cuando el propio Lamb elige sitio para un encuentro clandestino: “Era un lugar tan obvio para un espía que quisiera sentarse a pensar en asuntos de espías que nadie que tuviera un mínimo conocimiento del mundo del espionaje imaginaría que pudiera existir un espía tan estúpido como para usarlo”.

Entre los espías, ojo, también hay cuchilladas, putadillas y celos. Entre los del mismo bando, quiero decir, que hay mucho trepa por ahí suelto, como descubrirán los lectores de ‘Leones muertos’. También aprenderán que hay auditores con más poder que un ministro, capaces de poner contra las cuerdas al mismísimo 007, si se tercia. Y espías de los de antes, convencidos de que un buen archivo en papel vale su peso en oro. Sobre todo, cuando colapsen las redes. Que colapsarán.

Ganadora de varios premios, entre ellos el Gold Dagger Award de la Crime Writers Association y el premio al thriller del año concedido por The Times, ‘Leones muertos’ ya es un clásico del humor noir más deslenguado y divertido.

Jesús Lens