De máscaras, caretas y anonimato

Estuve viendo ‘The Batman’ el fin de semana de su estreno y qué alegría, oigan, volver a una sala de cine llena. Con la excusa de las palomitas, hay espectadores que no se pusieron la mascarilla en las tres horas que dura la película, pero como ya se avanza que su uso va a desaparecer en interiores, ¿qué sentido tiene quejarse? Yo, para contrarrestar, no me quité la mía un instante. 

Es curioso llevar una mascarilla que te tapa nariz y boca mientras ves una película en la que el protagonista se cubre justo la otra parte de la cara. El villano se cubre por completo, eso sí, mientras que los diseñadores de producción han hecho encaje de bolillos para que Selina luzca lo más posible su felino rostro… incluso cuando luce enmascarado. 

El estreno de ‘The Batman’ ha llegado en las cercanías del Carnaval, una festividad que le da todo el sentido al uso pagano y liberador de la máscara, un símbolo fascinante con cantidad de connotaciones. Me acuerdo ahora de la fascinante exposición que el barcelonés CCCB le dedica: ‘La máscara nunca miente’. Ya desde el irónico enunciado propositivo, la muestra juega con las muchas posibilidades de un elemento bajo el que se han ocultado tanto los racistas del Ku Klux Klan como los héroes de la lucha libre mexicana o los miembros de Anonymous, luciendo la careta de Guy Fawkes popularizada por David Lloyd es su mítico cómic ‘V de Vendetta’, que nos visitó el pasado Salón del Cómic de Granada.

Bajo la máscara perdemos nuestra identidad, pero a la vez, nos sentimos más libres. Yo, por ejemplo, me había acostumbrado a mascullar bajo la mascarilla cuando caminaba por la calle, hablando solo, diciendo paridas, cantando chorradas… Ahora que voy sin, me tengo que cortar. 

Bajo una máscara dejamos de ser nosotros mismos. A cambio, podemos elegir ser cualquier otro personaje. De ahí que los disfraces de Halloween resulten tan divertidos… como amenazantes o aterradores, según las circunstancias. Precisamente así arranca la estupenda nueva vuelta de tuerca al hombre-murciélago de Matt Reeves, en clave noir. 

Una persona enmascarada lo mismo es un héroe justiciero, como El Zorro, que una mente criminal de alto voltaje, como Fantômas. En este mundo cada vez más invadido por cámaras de vigilancia, la máscara es a la vez una oportunidad de liberación que una amenaza para el sistema. Como nuestros perfiles en las redes sociales, pura fachada, una completa mascarada. De ahí que, a veces, cuando nos quitamos la careta antes de irnos a dormir, nos cueste trabajo reconocer a la persona que nos mira desde el otro lado del espejo del baño. 

Jesús Lens

El Museo del Espionaje de Berlín

Decía Woody Allen que hay nombres de ciudades cuya mera enunciación provoca sensaciones incuestionables e inspira historias clásicas. Por ejemplo, el idilio entre la capital francesa y el amor desembocó en ‘Medianoche en París’, una de sus obras maestras más recientes. A la espera de saber qué le ha sugerido San Sebastián, donde se encuentra filmando su última película —¿serán los pintxos y la gastronomía los grandes protagonistas?— recordamos que, cuando le preguntaron por la historia que rodaría en Berlín, no tuvo atisbo de duda: una película de espías.

Me acordaba de Woody Allen cuando, de visita en la capital germana, me vi en el tesitura de elegir entre el Pergamon y el Museo Alemán de los Espías. Fiel a mi compromiso con esta sección, decidí postergar una nueva visita a la babilónica Puerta de Ishtar, al Altar del Pérgamo, a la Puerta del Mercado de Mileto o a la mismísima Nefertiti y descubrir la colección de artefactos y memorabilia dedicada a los servicios secretos alemanes.

La entrada al museo dedicado al espionaje no es precisamente discreta. Situado a tiro de piedra de la maravillosa Postdamerplatz y su todavía futurista Sony Center, el color verde neón que lo anuncia no deja indiferente al viajero que pasee por Berlín.

A la entrada, una línea del tiempo con la historia sobre el nacimiento y la evolución de los servicios de inteligencia y la transmisión y descodificación de mensajes cifrados desde los tiempos de los egipcios y los babilonios. Y una frase atribuida a Napoléon: ‘’Un espía en el lugar adecuado vale por 20.000 hombres en el campo de batalla”. De inmediato, la llegada de la I Guerra Mundial y el auge de los servicios de espionaje. Y, por supuesto, la II Guerra Mundial.

Las primeras salas del museo del espionaje alternan los paneles informativos con instalaciones interactivas que invitan a los visitantes a superar diferentes pruebas y ponen a prueba su ingenio y habilidad como hipotéticos agentes secretos. Empecé bien, utilizando un espejo para descifrar un mensaje. Me lié con una especie de cinturones que, debidamente enrollados, escondían mensajes en clave y atiné con unas luces de diferentes potencias para revelar tinta invisible. Sin embargo, reconozco que me rendía demasiado fácilmente en las instalaciones que requerían más paciencia.

Tras un repaso por diversas máquinas desencriptadoras y el merecido homenaje a los indios navajos, utilizados por la inteligencia estadounidense para transmitir mensajes, dado lo intrincado de su idioma, pasamos a la parte más excitante del museo: la dedicada a la Guerra Fría.

Tras la creación del Muro de Berlín surgió el Telón de Acero, referencia a la frontera política, ideológica y física entre los países de la Europa Occidental y capitalista y los de la Europa del Este, de extracción comunista. En la llamada Guerra Fría, el papel desempeñado por los espías y los servicios de inteligencia fue clave, inventándose mil y un gadgets con los que extraer información al enemigo y transmitirla a los amigos.

La parte más interesante del Museo de los Espías está dedicada a todo ello, de maletines con doble fondo para ocultar armas o papeles comprometidos a pipas que escondían pistolas o naipes que enmascaraban planos con información relevante. El más alucinante: el paraguas utilizado por un agente búlgaro para matar a un enemigo, inoculándole veneno a través de su punta metálica. Un prodigioso artefacto que da pavor por la complicada simplicidad de su letal mecanismo.

El museo tiene apartados especiales para el intento de asesinato del Papa Juan Pablo II por el turco Ali Agca, al servicio de los servicios secretos búlgaros, y para el papel de los agentes dobles que, fichados por el MI6 británico, ya trabajaban para los soviéticos, con Kim Philby a la cabeza.

Al llegar a la parte final del museo, nos encontramos con un imprescindible apartado dedicado al cine, la televisión, las novelas y los tebeos, con el agente 007 como invitado estelar de un completo recorrido por el noir protagonizado por espías, con referencias a ‘Homeland’, ‘El puente de los espías’ y al agente secreto por excelencia: el protagonista de ‘Con la muerte en los talones’, de Alfred Hitchcock: el personaje interpretado por Cary Grant era un agente tan, tan secreto que ni él mismo sabía que lo era.

Una sala repleta de láseres verdes pone a prueba la habilidad de los visitantes con ganas de emular al Ethan Hunt de ‘Misión imposible’, obligándoles a hacer contorsiones, agacharse y saltar para esquivar las severas y lumínicas medidas de seguridad.

Y, a la salida, antes de llegar a la imprescindible tienda del museo, repleta de divertidos gadgets y recuerdos, un recordatorio al neoespionaje realizado a través de la web y a las escuchas masivas. A la vigilancia con cámaras de televisión, a las fake news, a Assange y Snowden.

Así las cosas, el Museo Alemán del Espionaje resulta muy interesante, evocador e instructivo, visita obligatoria para todos los amantes del Noir que pasen por Berlín.

Jesús Lens