INDURAIN: UNA RETIRADA A TIEMPO

Retomamos el Proyecto Florens hablando de campeones, retiradas y victorias.

Se rompió el idilio. Fue en el Tour de 1996. El Tour de la derrota. O, más exactamente, una vez finalizado el mismo, cuando los responsables de Banesto forzaron al campeón navarro Miguel Indurain a que corriera una Vuelta Ciclista a España que no podía ganar. En Banesto quisieron sacar tanto jugo de su estrella que terminaron estrellándose, propiciando la retirada ¿prematura? del mejor ciclista español de todos los tiempos.


¿Hizo bien Miguel en retirarse aquel año, sin volver una temporada más a las carreteras francesas, a intentar recuperar los laureles del triunfo, conquistando el sexto Tour que le habría hecho pasar, definitivamente, al Olimpo de los Dioses, tras superar a los Hinault, Anquetil, etcétera? ¿Debió fichar por otro equipo? ¿Reconducir su situación en Banesto?

Hagamos, muy brevemente, un poco de historia.


Indurain comenzó su andadura profesional en el mítico Reynolds, en 1984. Los ochenta fueron años duros en que los españoles asaltaban feudos deportivos que, hasta entonces, les habían estado vetados. Eran años en que las portadas de los periódicos veraniegos nos traían las fotos de Perico Delgado y Ángel Arroyo, volando por los grandes puertos franceses. Nombres como Alpe D´Huez, Tourmalet, Luz Ardiden o Mont Ventoux empezaban a hacerse populares entre los aficionados españoles más jóvenes.

Por aquellos años, Indurain era gregario del equipo, una de esas locomotoras que hacían buenas contrarrelojs (fue líder de una Vuelta a España durante cuatro días por esa razón) y que se encargaban de arropar al líder en las etapas llanas, de tirar a la caza de algún escapado incómodo y de marcar ritmos en las primeras estribaciones de los puertos.

Sin embargo, Indurain estaba llamado a ser mucho más que un gregario de lujo o un buen contrarrelojista. Ayudó a Delgado a la consecución del Tour de Francia de 1988 y, a partir del año siguiente, empezó a asomarse a lo más alto de las clasificaciones. Ganó la París-Niza en 1989 y otra vez en 1990, año en que presentó sus credenciales en la célebre y exigente etapa pirenaica de Luz Ardiden, donde ganó con una rotundidad impensable para quien, se suponía, era un contrarrelojista.

Con el transcurrir del tiempo, José Miguel Echevarri, el que fuera director deportivo tanto de Delgado como de Indurain, manifestaría que la carrera de Miguelón estuvo planificada al milímetro desde esos años 80 en que conoció a la auténtica Joya de la Corona de la escuadra navarra. Sin embargo, todos los que vimos la llegada del ciclista a la meta de Luz Ardiden, con el brazo en alto, entendimos que aquel año, la apuesta de Banesto fue equivocada y que, en vez de por Perico, deberían haber apostado por Indurain como caballo ganador.

Lo que pasó entre 1991 y 1995 ya está en la leyenda y en los anales de la historia deportiva. Uno tras otro, fueron cayendo los Tours de Francia. Los adjetivos calificativos se quedaban pequeños para definir a un ciclista frío y cerebral como un robot en la planificación y ejecución de las estrategias de la carrera, pero generoso con los rivales y amigo de sus compañeros. Un ciclista humilde que siempre hablaba en plural mayestático cuando se refería a sus victorias, haciéndonos a todos partícipes de las mismas.


En estos años de victorias ininterrumpidas, sólo hubo dos momentos delicados en la carrera de Miguel I de Navarra. El primero, cuando perdió un Giro de Italia contra un ruso, hasta entonces desconocido: Eugeni Berzin. Recuerdo a un amigo que, simplificando las cosas hasta el extremo, cerró una discusión con la siguiente frase: “Ha aparecido un ciclista que es mejor que él. No hay que darle más vueltas.”

A la vuelta del tiempo, da risa recordar aquella aseveración, vista la efímera carrera del impetuoso y rubio ruso volador. Indurain siguió ganando Tours de Francia, batiendo el récord de la hora y ganando medallas en los Mundiales de Ciclismo, aunque en Duitama, Colombia, se viera obligado a dejar ganar al supuestamente llamado a sucederle, un Abraham Olano que tuvo su mejor aliado en el percherón navarro.

Y así llegamos al año 1996, el de la consagración definitiva de Indurain, como campeón y como persona. Hasta entonces había enterrado las ilusiones de decenas de ciclistas de dos generaciones, ganando a sus competidores en todos los terrenos, de la montaña a la contrarreloj, en los abanicos contra el viento, en los descensos más suicidas o en aquella célebre subida en que, sin levantarse del sillín, fue descolgando a todos sus rivales hasta llegar solo a meta. Y por todo ello, empezó a parecer que Miguel ganaba sin esforzarse, por inercia, porque estaba en el guión de la carrera. Como si una genética y unas condiciones físicas privilegiadas le condenasen a ganar esas carreras.

Por eso, la derrota en el que hubiera sido su sexto Tour de Francia consecutivo fue tan importante: nos sirvió para valorar en su justa medida la enormidad que suponía la consecución de los cinco Tours anteriores. Una derrota que escoció especialmente porque, cruzando los Pirineos y el célebre puerto de Larrau, llegaba hasta Pamplona, en lo que debía ser un homenaje al campeón. Que lo fue, por supuesto, pero teñido por la tristeza y la melancolía de la derrota.

Lo que nadie pensó que podía ocurrir, ocurrió: Indurain dejó de ser un extraterrestre para convertirse en un hombre, en un ciclista. En un ser infinitamente humano. Ríos de tinta se escribieron entonces. Y más cuando se obligó al mito a “ganarse” el sueldo corriendo la Vuelta a España, después de hacerse con la medalla olímpica de Atlanta, sin estar preparado ni mentalizado para ello.

Había comenzado el principio del fin.

Rota la confianza con la gente de Banesto, la ONCE hizo una oferta mareante a Indurain. Y es que sus jefes de filas nunca eran españoles por lo que, cuando ponían en jaque el dominio del navarro, la Asociación Nacional de Ciegos sufría en sus carnes una virulenta ola de antipublicidad. Incluso se habló de que el combativo Kelme podría estar en la puja por los servicios de Miguel.

Pero el hecho es que, en una multitudinaria rueda de prensa, el día 2 de enero de 1997, Indurain anunció su adiós, rotundo y definitivo, al ciclismo profesional. Sin rencores, sin una mala palabra, sin buscar culpables; Miguel se bajaba de la bicicleta sin intentar reconquistar los laureles del triunfo, aunque existía un convencimiento generalizado de que su derrota ante Bjarne Riis en el Tour no había sido más que un accidente y que seguía siendo, de largo, el mejor ciclista del pelotón.

De hecho, a Riis le desposeyeron de su título después de confesar que corrió dopado, Ullrich terminó quedándose en un permanente quiero y no puedo y la historia del siguiente ganador de la ronda gala, Marco Pantani, es de todos conocida. Hasta que llegó el dominio de Armstrong en el Tour, un dominio tan abrumador y tan brutal que consiguió domeñar a una prueba centenaria que siempre había devorado a sus hijos. El texano ganó siete Tours antes de retirarse y, con ello, dejó herida de muerte a la prueba estrella del ciclismo mundial, acabando con buena parte de su mística. Una herida en que el dopaje ha venido a cebarse y que, por tanto, tiene como último gran héroe mítico, grande en sus victorias y aún más grande en sus derrotas, a un Miguel Indurain que supo cuándo retirarse de un deporte que estaba a punto de iniciar una imparable y trágica espiral descendente que, de momento, no parece encontrar fin.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.