Armenia, el país que casi no es

Que Armenia exista como nación independiente es uno de esos extraños misterios de la historia que, sin embargo, tiene su explicación. Tras un par de semanas recorriendo el montañoso y atractivo país asiático he conseguido entender cómo es posible que, tras quinientos años de ocupación, ora persa, ora turca, y después de formar parte de la URSS; Armenia haya conseguido volver a ser lo que históricamente fue: un estado independiente, actualmente conformado por tres millones y medio de personas tan libres como orgullosas.

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Armenia, un país hermoso y arrebatador, contumazmente zarandeado por la historia… y por la naturaleza. Armenia, una de las culturas más antiguas de la civilización y cuyo nombre ya figuraba en los mapas y en los documentos más primitivos de los que la humanidad guarda memoria. Armenia, un país que suspira por el monte Ararat que, todavía hoy, pertenece a Turquía, provocando la melancolía de los habitantes de Yereván, la capital del país, que lo pueden ver desde cualquier calle, plaza o avenida de la ciudad.

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Armenia, una nación marcada por el horror del genocidio de 1915, inspirado por el régimen de los Jóvenes Turcos y aún no reconocido por decenas de países, España entre ellos. Más de un millón y medio de armenios fueron asesinados en uno de los episodios más tétricos y oscuros del siglo XX. Armenia, marcada también por el terremoto de 1988, que provocó un número de víctimas nunca aclarado, pero que pudo sobrepasar las 50.000, siempre oficiosamente.

Armenia, un país que ha sobrevivido a una historia tempestuosa gracias a su cultura, a su idioma, a su alfabeto, a sus sabios filósofos, a sus manuscritos y, por supuesto, a su religión cristiana apostólica. Los Monasterios armenios son algo más que recintos dedicados al culto o meras reliquias del tiempo. Porque son centros de resistencia de toda una cultura que se yerguen, orgullosos, a todo lo ancho y lo largo de una geografía muy complicada, repleta de montañas, gargantas, picos y valles.

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Armenia, un país cuyos jóvenes tratan de mirar al futuro de forma que, una vez conmemorado el centenario del Genocidio, quieren pasar página y trabajar por la consecución de un estado de derecho moderno que deje de tener como referente los mapas, los anhelos y los sueños de un pasado remoto que nunca podrá volver a ser.

Jesús Lens

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Cambiar de aires

Es lo que toca. Cambiar de aires. Cambiar de idioma, paisaje, vistas y percepciones. Cambiar el paso, también. Ir más despacio y disfrutar de la vida contemplativa. Activa, que voy a patear montes, coronar algunos picos y circunnavegar lagos; pero vida serena, reflexiva y meditabunda, en general. Y sobre ello hablo en esta columna de IDEAL, antes de tomarme un respiro, en las próximas semanas.

Hombre-Que-Piensa-En-Irse

Yo no soy de resetear, expresión que robotiza a las personas y transmite la sensación de que se han quedado colgadas. Tampoco me gusta lo de stand by, tiempo muerto o paréntesis. A mí me gusta la vida acelerada que imponen las circunstancias, la tensión y el contacto con la realidad de una actualidad que, por momentos, parece avasallarnos.

Pero también sé que, para disfrutar de todo ello, en ocasiones es necesario cambiar de aires. Tomar distancia para ganar perspectiva. Alterar las rutinas. Sacudirse la modorra propia de estas fechas. Irse. Largarse. Perderse.

Tampoco me gusta lo de desconectar. Y, sin embargo, lo considero necesario. Porque la actualidad informativa es voraz y no da tregua. Hace falta alejarse de las polémicas locales y de los conflictos municipales, encontrarse con gente cuyas circunstancias nada tengan que ver con nuestras cosas de casa.

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Cuando pasamos demasiado tiempo anclados en un mismo lugar, empezamos a estrechar las miras y corremos el riesgo de dar una importancia desmedida a cuestiones que, quizá, no se merecen tanta atención. Para eso sirve, también, viajar.

Alejarse de la Plaza del Carmen, de la alianza PP-Cs y de la indecisión de Rajoy, tiene extraordinarios beneficios para la salud.

Durante unos días, cambio el Zaidín, el Sacromonte y la Costa Tropical por los templos de Geghard y Haghpat. Del Corral del Carbón me voy a otro caravanserai, Selim y de Laguna Larga paso al Lago Sevan. Que aquello de Toronto era un recurso estilístico.

Me montaré en el telecabina más largo del mundo y me asomaré a las cuevas de Khndzoresk, a las que se accede a través de un puente colgante que me obligará a vencer mi inveterado vértigo paralizante. Y tendré a la vista del monte Ararat, tras haber degustado una selección de vinos armenios. Que no serán como los de La Contraviesa, pero que ahí está la gracia. En conocer, descubrir y aprender. En mirar, ver, escuchar, oler, probar y tocar.

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Y, por supuesto, la gracia está en contarlo. A la vuelta. En apenas un par de semanas. ¡Disfruten!

Jesús Lens

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