Terror y muerte en Jma el Fnaa

Dedicado, con especial cariño, a mis amigos marroquíes.

Mounia, Malika, Nasha, Said…

Estamos con vosotros.

Una bomba ha matado a dieciocho personas en un café de la plaza Jmaa el Fna de Marrakech.

Un atentado terrorista.

Rabia, impotencia, horror… ganas de llorar.

En la plaza Jma el Fnaa me enamoré de Marruecos. Y del sur. Para mí, la plaza Jmaa el Fna es el sur donde empiezan todos los sures. He estado en ella diez, quince, veinte veces… Viendo a los encantadores de serpientes, a los aguadores, a los Cuentacuentos, entrando y saliendo del zoco…

Y tomando cafés.

Y viendo, por detrás de la Kutubia, una de las puestas de sol más maravillosas del mundo.

La plaza Jmaa el Fna es Patrimonio Oral de la Humanidad. Es uno de los lugares más rebosantes de vida que jamás he conocido. Y allí, el terrorismo salvaje, hoy, ha sembrado la muerte y la destrucción.

Hoy, para quiénes amamos la vida torrencial y a borbotones, estamos de luto.

Jesús Lens

PRUDENCIA

«La prudencia es una virtud que se acrecienta con los años».

 

De repente recibes esta frase en tu ordenador, sin filiación conocida (por lo que podemos atribuírsela a la ancestral y milenaria sabiduría de los chinos, por ejemplo) e, inevitablemente, te paras a pensar.

 

Prudencia.

 

Para Epicteto, «la prudencia es el más excelso de todos los bienes». Vale. Es difícil, a priori, no estar de acuerdo en considerar a la prudencia como una virtud. En una sociedad como la nuestra todos somos enormemente prudentes, empezando por Papá Estado, que vela por nosotros con un incansable denuedo. Desde que comenzamos a vacunar a nuestros pequeñuelos, nada más nacer, ya no paramos de ser prudentes.

 

Hacemos lo posible, lo imposible y más aún por blindarnos, en un intento de que nada ni nadie perturbe, nunca, nuestra tranquilidad. Cargamos nuestra vida de rutinas y la forramos de cuantas medidas de seguridad consideramos pertinentes, en un intento de ser felices, siempre y a toda costa. Al menos, moderadamente.

 

Para ello, por lo general, tendemos a convertir los caminos por los que solemos transitar en raíles ferroviarios que, para no descarrilar, tan seguros y fiables, no nos dejan salirnos de la senda trazada. Y cuando algo nos invita, obliga o exige salirnos de ese camino predeterminado, aplicamos el proverbio que reza «Nadie prueba la profundidad del río con ambos pies».

 Esos gatos desconfiados...

O sea que eso de lanzarnos al vacío lo dejamos para los héroes novelescos y cinematográficos, mayormente.

 

Y es verdad que, como los gatos escaldados en agua hirviendo, a medida que crecemos nos hacemos más y más cautos y prudentes. En realidad pienso que, más que por el hecho de envejecer, lo somos por la acumulación de experiencias. Las que nos salen bien, nos gustan y satisfacen, las encauzamos e intentamos incorporarlas a nuestras rutinas. De las que nos salen mal, aprendemos a rehuirlas y rechazarlas. A toda costa.

 

¿Y las que están por probar? Aconsejaba Tito Livio que «no des la felicidad de muchos años por el riesgo de una hora».

 

¿Qué os parece? ¿Estáis de acuerdo?

 

Riesgo.

 

Cuando somos jóvenes, tendemos a correr riesgos. Será por la insaciable curiosidad del ser humano trufada de la irreflexiva locura de la juventud, pero sí, asumimos riesgos que, más adelante, jamás osaríamos repetir. Cruzamos líneas que, después, nunca seríamos capaces de traspasar.

 

¿O no?

 

La lógica nos dice que, a medida que adquirimos conocimientos y experiencias, deberíamos ser capaces de asumir mayores riesgos, sabiéndonos más fuertes, más inteligentes, mejor formados, más preparados. Porque, lo que a los veinte años es un riesgo de proporciones homéricas, a los treinta no tendría porque dejar secuelas, en caso de salir mal. Al menos, no secuelas inasumibles.

 

Prudencia... ¿o miedo?
Prudencia... ¿o miedo?

Renunciar a los desafíos, a las novedades, al riesgo… ¿no es una pena?

 

Me gusta una frase del poeta latino Quinto Horacio Flaco: «Mezcla a tu prudencia un grano de locura». ¿Qué es la vida sin el aliciente, sin el aderezo de un poquito de improvisación, locura y desmesura? ¿Por qué negarnos a correr algunos riesgos? ¿Por qué dejar pasar oportunidades, tan sólo por el miedo al qué pasará o al y si sale mal? En una palabra, ¿dónde está el límite entre la prudencia y la más total y absoluta cobardía paralizante?

 

No olvidemos las sabias y lúcidas palabras del escritor y poeta italiano Arturo Graf: «hay algunos obsesos de prudencia, que a fuerza de querer evitar todos los pequeños errores, hacen de su vida entera un solo error».

 

Y tú, ¿qué opinas?

 

Jesús Lens, quizá demasiado prudente.

ARRÁSTRAME AL INFIERNO

Hay películas para las que los conceptos «buena» o «mala» no aplican. ¿Es buena o es mala «Arrástrame al infierno»? No lo sé, la verdad. Pero reconozco que lo pasé pipa viéndola, con su desmesurada carga de hemoglobina, vísceras, ungüentos, sustos, repullos y asquerosidades varias.

 

El momento que, posiblemente, mejor define la última gamberrada/katxondada de Sam Raimi es ése en el que un yunque le cae en la cabeza a la vieja gitana, haciendo que los ojos se le salgan de las órbitas y se incrusten en la angelical carita de la protagonista. Asco, repulsión, risas y un cruel buen humor presiden todas esas sevicias que el director impone a los protagonistas de esta demencial historia.

 

Una historia, por cierto, que deberían proyectar en los cursos de formación de las entidades financieras de todo el mundo, sobre todo, cuando se hable de Responsabilidad Social Corporativa y otros conceptos semejantes.

 

Porque en el punto de partida de la historia se encuentra un banco cuyo director, para estimular la competencia entre sus empleados, les invita a tomar decisiones duras y difíciles que, perjudicando a los clientes, redunden en beneficio de la entidad. Como, por ejemplo, no refinanciar el pago de su hipoteca a una dulce, tierna y cariñosa ancianita que se ha retrasado en el pago por mor de una enfermedad.

 

Maldiciones gitanas, brujería, sortilegios, demonios desatados y misas negras serán el resultado final del abuso de un capitalismo voraz y desmedido que, está claro, cuando se le deja campar a sus anchas, termina por arrastrarnos a todos en una espiral destructiva, demencial y homicida.

 

Corta, contundente, directa y a la cabeza, «Arrástrame al infierno» es una de esas películas de lo que antes se llamaba serie B, destinadas a provocar una mezcla de atracción/repulsión en los espectadores. Raimi, como buen profesional y, además, como inmejorable aficionado al cine de terror, maneja a la perfección los ingredientes necesarios para conseguir la justa dosis de risas y de asco en una película modélica.

 

Desde luego, no es apta para estómagos delicados. Por eso, contará con el fervor de los buenos aficionados al cine de terror en su versión más gore y pasada de vueltas y, sin embargo, hará que los espectadores más tranquilos y pacíficos miren a la persona que los ha arrastrado a la sala con cara de pocos amigos, pidiendo explicaciones y mascullando frases del tipo: «¿cómo se te ha ocurrido traerme a ver este montón de basura?»

 

Desde luego, si te gustan las emociones fuertes y el terror más bromistamente desenfadado, pasar una hora y media de este tórrido verano viendo «Arrástrame al infierno» no es de las peores ideas que se puedan tener.

 

Valoración: 6.

 

Lo mejor: Su contundencia y lo claro y diáfano de su apuesta por esa especial mezcla de terror y humor.

 

Lo peor: Lo previsible de todo lo que pasa. Aunque, en realidad… ¿a quién le importa? 

Jesús Lens