Con viento fresco

– ¡Lo que es usted es una fresca!

 

Un ominoso silencio se adueñó de la cafetería.

 

Serían las 9.30 de la mañana del sábado y la mujer que pronunció, a grito pelado, dicha interjección podría pasar por una señora de unos cincuenta y tantos años, correctamente vestida y, hasta ese momento, de prudentes maneras y ademanes.

 

La interpelada, como si quisiera dar vida a los chistes del Facebook, solo decía “Uy, uy, uy, uy”, con la sonrisa congelada en la cara, roja como un bote de ketchup, mirando a todos lados para tratar de no fijar la vista en nadie en concreto.

 

– ¡Si señora! ¡Una fresca! – insistía la primera mujer. – Que nos está viendo que llevamos aquí media hora de pie, esperando, y ahí está usted sin parar de hablar, ocupando la mesa, cuando ya hace rato que han terminado el desayuno.

 

¡Qué tensión! Mi cafetería del Zaidín se había convertido, por momentos, en OK Corral. Menos mal que un buen cliente salió al quite y cedió su mesa a la indignada Dama de las Camelias Frescas, al ver que estaba al borde de una apoplejía.

 

Regresó la normalidad, prosiguieron las conversaciones donde se habían quedado y allá paz y después gloria.

 

La pregunta, sin embargo, sigue siendo pertinente, dejando al margen la impertinencia de la señora, que le quita cualquier razón que pudiera llevar: ¿qué piensas de la gente que ocupa mesa y silla o banqueta en la barra y que, con el local de turno a tope, se pega el rato, de casquera o tonteando con el móvil, sin consumir nada?

 

Ahí lo dejo.

 

Jesús Lens

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Hoy, festividad local

Eran las 9.45 de la mañana de este sábado, festividad de las Soledades, las Angustias y las Dolores y, por tanto, día grande de celebración en Granada, cuando pasé por la puerta de la peluquería, que estaba abierta.

Al peluquero le había pasado como a mí: no se acordó de la magna y sufriente festividad local, por lo que tenía varias reservas confirmadas. Pero en ese momento, estaba solo, así que aproveché para esquilarme.

No llevaba ni cinco minutos sentado en el sillón cuando aparecieron un padre con su hijo adolescente. Unos quince años tendría el mocetón.

El peluquero le dijo que hasta las 10.45 no podría atenderle, pero padre e hijo convinieron en que el muchacho se quedara allí sentado, esperando su turno. El hombre dejó pagado el pelado y se fue. El chico permanecía mudo.

Por el espejo, veía al chavalote. Me extrañó que no sacara una consola para jugar. O que bicheara con el móvil. Tampoco llevaba iPod, MP3 ni cualquier otro rastro de cacharrería postmoderna.

Seguí atento a las evoluciones de ese Entre Niño / Entre Hombre, que no hacía amago de coger o tan siquiera mirar las portadas de los periódicos o revistas que siempre hay a disposición de los clientes en cualquier peluquería, para amenizarles la espera.

Su actitud era desconcertante.

En estos tiempos de sobreexposición a todo tipo de estímulos auditivos y visuales, aquel sujeto se mantenía quieto e inalterable, sin que nada distrajera su atención, la mirada suspendida en el vacío.

Nadie hablaba.

Solo se escuchaban las tijeras del peluquero.

¡Hasta el caer de mis canas al suelo podía oírse!

Y aun quedaba una hora para que, al chaval, le llegara su hora.

Entonces, de pronto, se movió.

En concreto, movió el brazo derecho y condujo su mano hacia el rostro. Metió un dedo en la nariz y, tras hurgar en su interior, devolvió el brazo a su posición natural, sobre la pierna mientras, con dos dedos, comenzaba a amasar una pelotilla, lenta y concienzudamente.

Al momento de irme, seguía sin decir nada.

El muchacho.

Jesús impávido Lens

¿Y el 15 de septiembre de 2008, 2009, 2010 y 2011?

Encuentros

De las pocas cosas buenas que tiene el salir a correr a las cuatro de la tarde de un día cualquiera de mitad de julio es que por el Camino de la Fuente de la Bicha no hay, literalmente, ni Dios.

Salvo cuando llegas a la zona en que el río ensancha y hace pozas, donde sí puedes encontrar a alguien bañándose, lo normal es que sólo la chicharra te acompañe por el camino. Y, de vez en cuando, alguna culebrilla a la que sorprendes tomando el sol en mitad del sendero. Nada más.

Por eso, hoy, me dio alegría ver en lontananza a aquella mujer.

Avanzábamos en la misma dirección, camino de Cenes. Poco a poco, su figura se fue haciendo cada vez más nítida. Muy poco a poco: como tantas veces, más que correr, yo me arrastraba. Y ella llevaba un paso firme y decidido.

Aún así, cuando estaba cerca de ella, apreté el paso para adelantarla lo más rápido posible y no hacerla sentir incómoda, con una presencia extraña de dos metros de altura amenazándola por la espalda, echándole el aliento en el cogote.

Hubo algo en ella, no obstante, que me resultó extraño. Pero no me pude fijar bien. Disimulando, eché la vista atrás. Pero mis gafas de sol, rayadas, no me dejaron distinguir nada. Y pararme para observarla con detenimiento hubiera sido excesivo.

Seguí mi camino, sin darle mayor importancia y casi de inmediato me interné en el bosque a través de esos estrechos senderos que, por la margen derecha del río, te protegen del inclemente sol de mediodía, dando un imprescindible respiro al trotón de fondo, cabeza dura, que procura no cambiar sus rutinas ni en lo más crudo del crudo invierno ni en los largos y cálido veranos andaluces.

Tan cabezón que uno de los caminantes habituales de la famosa Ruta del Colesterol me paró hace unos días y me espetó:

– No estás casado, ¿verdad?

– Pues sí. Un rato cansado.

– No hombre. Casado. Que si tienes mujer, vamos…

– Ah no. Mujer no. ¿Por qué?

– Porque si la tuvieras, anda que te iba a dejar salir a correr a estas horas…

¡Ays! La sabiduría popular… El caso es que iba muy cansado y enflojinado así que, a la altura del primer puente sobre el Genil, me di la vuelta y puse rumbo a casa.

Y fue entonces cuando la volví a ver, de frente esta vez. Casi chocamos a la salida de una de las curvas del sendero. Era guapa. Muy guapa (sé que era lo que muchos estabais esperando saber).

Su cara se iluminó con una de esas sonrisas que son capaces de aplacar los rigores del mismísimo sol de mitad de verano y me saludó con un cálido, afectuoso y ¿prometedor?: – “Buenas tardes”.

Todo lo cuál no habría sido en absoluto reseñable, de no ser por el detalle de que la chica, ojos verdes y figura escultural; camiseta escueta y aún más escueto pantalón de deporte, llevaba ambas manos enfundadas en sendos guantes. De plástico. Guantes de plástico. ¡Con la que estaba cayendo!

Y, más llamativo aún, en la mano izquierda, un cuchillo.

Y, como último e inquietante toque cromático, abundantes manchas rojas rompiendo la uniformidad del quirúrgico y aséptico color blanco de los guantes. De plástico.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

¿Qué publicábamos, otros 13 de julio? Pues ESTO y ESTO.