LA LOLA

Se llama Lola y tiene historia, 

aunque más que historia sea un poema. 

Su vida entera pasó buscando 

noches de gloria como alma en pena.

 

Café Quijano.

La Lola (*) 

 

 

Ella fue la primera (y única) cubana que consiguió que bailase. Indirectamente. Porque yo, créanme, tengo un gran problema con el tema del baile. No puedo con él. Ni nos entendemos ni nos llevamos bien. Además, mi médico me lo tiene prohibido. Que no me hace ningún bien, dice.

 

Como mi entrenador personal. Mi coach particular, cuando me vio una noche intentar dar unos pasos de baile, animado por tres rones de más:

 

  • En serio. Bastante tienes con arrastrarte por los caminos, cuando sales a correr. Y con mancillar la memoria de los grandes jugadores de la historia que tanto reverencias, cuando juegas al baloncesto… De verdad. Lo del baile, olvídalo. Tú, en la barra. Todo el mundo lo agradecerá. Además, a ti que te gusta la novela negra, recuerda el gran clásico de Norman Mailer, «Los tipos duros no bailan».

 

Y, sin embargo, ella lo logró. Con una simple mirada… me arrastró a la pista. Ella. Lola. La única, la especialísima, inolvidable y singular Lola.

 

Pero antes de contarles cómo lo consiguió, permítanme que les hable de El Mejunje, el garito, el antro con más personalidad que he conocido en mi vida.

 

El Mejunje. Entramos antes de que abriera, Panchy, Rebeca, Alvaro, Lorenzo, Pepe y yo, al terminar nuestro paseo por el Barrio, a echar un vistazo. Estaban preparando las cosas para una velada que se prometía de alto voltaje, con actuaciones en directo de buena parte de los artistas habituales del lugar. Lo primero que nos llamó la atención: las pintadas en las paredes. Buenísimas. Descojonantes. Algunas, hasta hirientes.

 

Por ejemplo, el letrero para el WC: «Si es virgen, no pase». «Hoy no se respetan las canas. Se tiñen». «un chisme es como una avispa. Si no puedes matarla al primer golpe, mejor no te metas con ella». «El amol no se compra. Se alquila». «Clínica estética: entre siendo una mujer vieja y salga siendo un hombre nuevo». «Lo que sentí fue como un gallo en mi interior. Fdo. La Gallina».  «El dinero no hace la felicidad. La compra». Y otras perlas por el estilo.

 

Prometía la noche.

 

Y nos fuimos a cenar. Al Amanecer. Donde nos dimos una mano imperial de puerco, pescado y otras delicias. Tanto y tan bien comimos que, cuando volvimos al Mejunje no cabía un alfiler y buena parte de las actuaciones ya habían terminado, aunque tuvimos ocasión de disfrutar del espectáculo de un genial transformista antes de que arrancara el grupo encargado de tocar para cerrar la noche, algunos de cuyos miembros habían tocado con Celia Cruz.

 

El público, de lo más variado. Gente joven y menos joven, pero toda tirando a moderna. Y es que, tal y como nos explicarían Lorenzo y Rebeca, el Mejunje pasó de ser un local proscrito, paraíso de transformistas, transexuales y homosexuales, al único espacio de libertad artística y resistencia cultural de Santa Clara, rendida mayoritariamente a la tiranía del Regetón más irritante.

 

Un espacio al que acudimos debidamente pertrechados de una botella de Havana Club, que bebíamos a buchitos, solo, ya que el Mejunje sólo dispensaban calambuco casero y no estaba Lorenzo muy convencido de que nuestros aburguesados estómagos europeos fueran capaces de soportarlo.

 

Bueno. Ya están ustedes ubicados, amigos lectores. Como nosotros, en medio del maremágnum que era El Mejunje, pasada la medianoche, cuerpos contoneándose al son de la música de Los Caifanes y tomando el ron a pequeños tragos.

 

Y, entonces, apareció ella. Lola.

 

Poderosa melena al viento, sosteniendo un pitillo con formas sofisticadas, maquillaje abundante y, sobre todo, una altura que la acercaba a los dos metros y una musculatura tan poderosa que decía que sí. Que, efectivamente, Lola era un gran hombre.

 

Tanto, que su mirada se elevaba por encima de los demás mortales que se movían por El Mejunje y se clavaba directamente en mí, otro tipo de altura. Y no era una mirada cualquiera. Era una mirada desafiante, aviesa, retadora. Y uno, que de natural es osado y valiente, esta vez escondió el rabo entre las piernas y, soltando el vaso de ron, se abrió paso entre sus amigos para, tan cortés como firmemente, pedirle a Panchy que le hiciera el honor de bailar conmigo.

 

Y allí estaba yo, convertido en un trasunto de Travolta, ignorando los consejos de mi médico y de mi coach particular, bailando como un poseso, provocando el furor de la concurrencia. Tras destrozar los pies de Panchy, la emprendí con la pobre Rebeca, y ya iba a prender a Lorenzo por el talle cuando vi que Lola había entablado animada conversación con Pepe.

 

Fotografía realizada por Álvaro y gentilmente cedida por Pepe,
hombre sin complejos.

Respiré tranquilo. Pepe, como aquel Sonny Crocket de «Miami vice», tiene una innata capacidad para atraer a todo tipo de personas y sabe lidiar con los morlacos más comprometidos. Así, consiguió que Lola, después de brindar con nosotros amistosamente, siguiera su periplo por El Mejunje dado que no éramos sino un grupo de amigos sin ganas de ligar, poseídos únicamente por la sana voluntad de pasarlo bien.

 

A lo largo de la noche, Lola volvió a acercarse por nuestro redil, pero su mirada ya era otra. Más relajada. Menos desasosegante. Fue entonces cuando Panchy intercambió con ella una serie de pareceres acerca de la lozanía de la carne, con Pepe como mudo testigo, en un diálogo ciertamente surrealista que no puedo reproducir de primera mano.

 

Porque, en ese momento, este cronista esta siendo verdaderamente acosado.

 

Resulta que, a mi vera, se había situado un segurata, con gafas de sol, uniforme y hasta porra. El tío estaba ahí de pie, impasible, mirando a uno y otro lado del Mejunje, como un perfecto bodyguard. La gente bailaba, chocábamos unos con otros… pero… ¡coño! ¿cómo es que siempre chocaba el bolsillo lateral izquierdo de mi pantalón con quién fuera? Miré y allí estaba, un discreto mulato, intentando abrir el susodicho bolsillo. En cuanto eché mano al mismo, tanto él como el segurata pusieron pies en polvorosa.

 

  • Hermano-, me dijo pacientemente Lorenzo, ¿tu crees que un garito como El Mejunje puede tener Segurata y, más, uniformado?

 

Y se descojonó de risa.

 

En fin. Que al rato tenía otra vez al segurata a mi lado. Y nuevamente sentí la torpe mano que intentaba abrir el botón del bolsillo… en que llevaba mi Cuaderno de Viajes, que no la cartera.

 

Cuando se lo hice saber al ratero, volvió a salir cagando leches de mi lado. Estaba verdecillo todavía, el pobre.

 

Y así pasamos la noche, entre música, tragos, risas, rateros y transformistas. En El Mejunje, un club en el que, a decir de su Director y Maestro de ceremonias al presentar al grupo musical que cerraba el espectáculo, «esta noche todo está permitido… menos suicidarse. Que limpiar luego los restos es muy pesado.»

 

Está claro, ¿no?

 

Jesús Lens, perdidamente enamorado de El Mejunje.

 

 

(*) Letra íntegra de la canción «La Lola»,

cariñosamente dedicada a esa Reina de la Noche del Mejunje.

 

Se llama Lola y tiene historia, 

aunque más que historia sea un poema. 

Su vida entera pasó buscando 

noches de gloria como alma en pena. 

Detrás de su manto de fría dama 

tenía escondidas tremendas armas, 

para las batallas del cara a cara 

que con ventaja muy bien libraba. 

Le fue muy mal de mano en mano, 

de boca en boca, de cama en cama, 

como una muñeca que se desgasta, 

se queda vieja y la pena arrastra. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola… 

 

Fue mujer serena hasta el instante 

de entregarse presta a todos sus amantes. 

Es tiempo de llanto, es tiempo de duda, 

de nostalgia y de tu locura. 

Tienes el consuelo de saberte llena 

de cariño limpio y amor sincero, 

por que nadie supo robar de tus besos 

eso que hoy te sobra y que nadie añora. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Es el tiempo de la arruga que no perdona, 

es el tiempo de la fruta y de la pintura.

LOS GÍMEZ

«Los Gímez son como el Buena Vista Social Club, como La Vieja Trova Santiaguera de Santa Clara.»

 

Así definió Lorenzo Lunar a este inmortal grupo de músicos que todas las noches toca su música y desgrana su arte en la terraza de «La Toscana», una afamada pizzería de la ciudad cubana. Llegan temprano, sobre todo, los más veteranos. Les gusta sentarse por allí a tomar una cerveza bien fría y charlar con los amigos, conocidos y clientes, tan accesibles y afables como sólo los cubanos pueden serlo. (Para ambientar esta entrada, les recomiendo repasar el Post dedicado a Lorenzo, Rebeca y el Barrio, o el especiíficamente fotográfico, siguiendo los enlaces.)

 

Cuando viajamos a Cuba, había algunos hitos obligatorios e imprescindibles en nuestro itinerario. Escuchar a los Gimez era uno de ellos. ¡Cuántas veces, tomando copas con Rebeca y Lorenzo, en la terraza del Don Manuel gijonés o en los bares del Sacromonte granadino, nos han alabado el buen hacer de esa banda, los Gimez!

 

Por eso, nuestra primera noche en Santa Clara la pasamos con ellos, tomando cervezas Bucanero y Cristal bien frías. Los Gimez. Nada más ver a Lorenzo, el director musical del grupo, Don Vicente Gimeránez, una de esas personas a las que su apostura natural te invita, con total naturalidad, a usar el «Don» antes de su nombre, se acerca a la mesa y, tras saludarnos a todos, comienza a charlar sobre una rocambolesca historia acaecida tiempo ha y que el grupo ha convertido en canción: el Gogomóvil.

 

A partir de ahí, charla fluida y anécdotas trufadas de risas y bromas hasta la hora de empezar a tocar. Seis músicos en escena. Los más veteranos, con unos instrumentos añejos y llenos de solera. Y comienza la música. Impresionante. Un grupo que, en España, estaría llenando teatros, estaba allí, tocando plácidamente en la terraza de una pizzería, para nuestro deleite y el de otros cuantos afortunados espectadores.

 

Se levantan unos chavales de una mesa próxima y se arrancan a bailar. Uf. Esa forma de menearse no se aprende en academias o cursos. Ese movimiento es tan natural como respirar, comer o dormir. ¡Qué arte!

 

Y, de pronto, uno de los músicos se pone en pie y dice que va a dedicar el siguiente tema a Lorenzo Lunar, el conocido escritor. En España, eso significa que cantan una canción del repertorio mirando, de vez en cuando y con ojitos de cordero degollado, al homenajeado. En Cuba, dedicarle una canción a alguien es improvisarle, sobre la marcha, diez minutos de letra rimada sobre distintas facetas de su vida, su personalidad, su obra y su familia. Ahí. Con un par. Y a pelo.

 

Ni que decir tiene que, impactados, nos rompemos las manos aplaudiendo después de tamaño regalo, hecho a nuestro gran amigo. ¡Qué pena no haberlo grabado! Nos sentimos absolutamente privilegiados por haber disfrutado de uno de esos momentos que se perderán en el tiempo, como lágrimas entre las gotas de lluvia.

 

Al terminar su actuación, felicitamos a los músicos y estrechamos unas manos que llevan décadas haciendo magia. Un honor haber podido disfrutar de un concierto de Los Gimez. ¡Qué razón tenías, hermano! Grandes. Los Gimez.

CUBA: PASEO FOTOGRÁFICO POR EL BARRIO

Volvamos a viajar. Si ayer hablábamos del Tailandia, hoy queremos regresar a Cuba. ¿Recuerdan el paseo qie dimos por el Barrio, de Santa Clara, de la mano de Lorenzo y Rebeca? Lo pueden repasar en este enlace, antes de ver las fotos que tienen aquí debajo, todas de El Barrio. Las leyendas de cada una, situando el cursor sobre la foto. Espero que a todos los lectores de las novelas de Lorenzo les sirvan para contextualizar las historias de Leo Martín. A los demás… que les animen a leerlas.

REBECA Y LORENZO, PRÍNCIPES DE SANTA CLARA

Nada más volver de nuestro viaje, escribí estas notas, de actualidad: Cuba en la encrucijada. Pero había, hay, más, mucho más por escribir. Empezamos.

 

Hay países a los que, una vez visitados, piensas que jamás volverás. A otros, no te importaría regresar. Sin embargo hay algunos, muy pocos, que te atrapan irremisiblemente y a los que sabes que, con total seguridad, acabarás volviendo.

 

Cuba es uno de ellos.

 

Y lo es, sobre todo, por la calidad humana de sus nativos. Por su cariño, su gracia, su arte, su forma de entender la vida y de acoger al extranjero. Personas que se convierten en amigos. Rostros amables y sonrientes, francos, que te hacen sentir como en casa.

 

Por eso, cuando pensaba en cómo escribir sobre mi viaje a Cuba, lo tuve claro: había que contar a la gente. En otras crónicas viajeras he puesto el acento en los monumentos, en los paisajes, en las maravillas naturales… en Cuba, la clave es el factor humano. Las personas.

 

Y hablando del factor humano de Cuba, en la cabeza de una relación de las personas con que se cruzaron nuestros caminos en nuestra estancia en la Perla del Caribe, en lo más alto de un imposible Top Ten de personas chévere de la Isla estarían, por supuesto, Rebeca Murga y Lorenzo Lunar, los Príncipes de Santa Clara.

 

Estábamos sentados en la terraza de un bar del Bulevar, Panchy, Pepe, Álvaro y yo, los inmejorables compañeros de este viaje, tomando unas cervezas con Lorenzo y Rebeca. O unas deliciosas y heladas aguas con gas Ciego Montero, ya no me acuerdo. El camarero nos preguntó si sabíamos con quién compartíamos mesa. Y le comentó a Lorenzo que le había gustado mucho su libro:

 

–         Y lo que más me gusta es que todo lo que cuenta es sincero. Es real.

 

Que a un autor cubano de novela negra le digan eso (el camarero se refería a «Que en vez de infierno encuentres gloria», la primera novela de la saga del policía Leo Martín) tiene, necesariamente, que llenarle de orgullo.

 

Relato ese encuentro como podría relatar otros muchos, decenas, de los que Rebeca y Lorenzo tuvieron a lo largo de los tres días que compartimos con ellos en Santa Clara. No sólo es que sean conocidos y reconocidos. Y respetados. Y admirados. Es que, por encima de todo, son queridos.

 

Son queridos, por supuesto, por los camareros y los clientes de los muchos bares, restaurantes, garitos, posadas, casas de comidas, terrazas y hasta antros que frecuentan, que los escritores de novela negra han de estar en contacto con la realidad, pero también por sus vecinos, sus compañeros de trabajo, los alumnos de sus talleres, los tenderos y la mitad de los transeúntes de la ciudad.

 

Y por los residentes del Barrio.

 

El Barrio. Ese Barrio que es un monstruo. El Barrio que nos viene roncando los cojones desde hace tantos años. Vosotros sabéis a qué me refiero, ¿verdad?

 

Pasear con Rebeca y Lorenzo por el Barrio, darle forma visual a algunos de los paisajes de sus novelas, reconocer la terminal de Ómnibus por la que transitara Leo o el descampado en que fue enterrada la cabeza de aquel famoso caballo descuartizado, pasear por el puente sobre el río de la ciudad que vio nacer al Cuco Mondongo o ver los totíes del Parque Vidal… todo ello es un privilegio del que hemos sido felices testigos, momentos que, como buenos lectores, nunca podremos olvidar.

 

Como inolvidable resulta conocer la casa natal del propio Lorenzo en el Barrio, a su vecina, tía y segunda madre, que nos invita a un goloso café. Y ver cómo todos los vecinos gritan a su paso un animoso, feliz y orgulloso»¡Hey Loreeenso!», no en vano, como le definiría el Corto, un santero de Santa Clara, Lorenzo es Internacional. ¡Y miembro de la UNIA! Y eso, en el Barrio, pesa mucho. 

 

Había llovido esa tarde. A raudales. Una auténtica tromba de agua. Por eso, buena parte de los vecinos del Barrio estaban encerrados en sus casas, aunque con las puertas y las ventanas abiertas, que hacía calor. Se escuchaban las radios y las teles encendidas, bien altas. A la caída de la tarde, sin embargo, se empiezan a ver algunas mesas en las calles, y a la peña, jugando al dominó mientras bebe ron. O calambuco.

 

Paseando, volvemos al Parque Vidal, y nos tomamos una buena cerveza en la terraza de La Toscana, donde tocarán los Gímez en un rato. Pero esa noche no los escucharemos. Tenemos cita para cenar en el Amanecer de Roger, famoso por preparar los mejores mojitos de Cuba y, por extensión, del mundo entero. Y la noche la remataríamos, cómo no, en El Mejunje.

 

Pero todo ello da para otras historias. Porque si los protagonistas absolutos de nuestro viaje a Cuba han sido Lorenzo y Rebeca, quiénes nos acompañaron desde Cienfuegos, muchos otros han sido los actores secundarios que han contribuido a que, a nuestro regreso, Panchy, Pepe, Álvaro y yo nos mostráramos tristes y apesadumbrados, nostalgiosos y deseosos de volver a una Isla absolutamente mágica e hipnótica.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros