El imperio

Quiénes me conocéis, lo sabéis: yo empecé a viajar a África por culpa, en parte, de Ryszard Kapuscinski, uno de esos autores referenciales cuyo portentoso libro “Ébano”, no me canso de alabar, recomendar y regalar a todo aquél que quiere conocer un poquito mejor ese continente abigarrado, complejo y contradictorio que es África.

Cuando empecé a documentarme para nuestro viaje a Rusia, la pasada Semana Santa, lo tuve claro: iba a sumergirme en otro de los grandes clásicos del maestro polaco, “El Imperio”.

Un libro difícil, la verdad. Y duro. Y frío. Áspero, incluso. Se trata de una crónica de viajes, de diferentes recorridos realizados en épocas distintas, por los confines de lo que era (y lo que fue) la Unión Soviética.

Desde el Moscú más conocido hasta los confines más alejados de un Imperio imposible, de un coloso con los pies de barro que, cuando terminó por caer, lo hizo con extremado ruido y aparato, como recordamos los que vivimos, en vivo y en directo (aunque por la tele) aquél memorable 1989.

Lugares como Samarcanda estaban dentro del Imperio: “Resulta incomprensible que esta ciudad, que con toda su belleza y perfección de composición dirige el pensamiento del hombre hacia la mística y la contemplación, fuese creada por un cruel satanás, un saqueador y déspota como lo fue el Tamerlán”, escribe Kapuscinski, recordando otras fuentes consultadas por él.

Leer a Ryszard es asomarse a un vasto océano de sabiduría, pero contada con la fuerza, la pasión, la claridad y la transparencia de las mejores novelas.

Y el ojo para los detalles. Y para filosofar, para sacar conclusiones de la observación directa y del estudio: “Al contrario del hombre despojado de ropa, el hombre vestido piensa. La persona desnuda puede cometer cualquier locura. Los que crearon grandes obras siempre fueron vestidos.”

O cuando habla del Zeitgeist, el espíritu de la época, como lo denominan los alemanes y que, hablando del Imperio, señala como “dormitando apático e inerte, cual pájaro aferrado a una rama bajo los chuzos de una lluvia torrencial que de pronto y sin un motivo aparente levanta el vuelo audaz y lleno de júbilo.”

Referencias a libros religiosos, como el Eclesiastés: “Quién reúne saber reúne dolor”, pero que le llevan a conclusiones necesarias: “La civilización que no hace preguntas, que coloca fuera de su marco el mundo de la inquietud, del criticismo y de la búsqueda, es una civilización paralizada, estancada e inerte.”

Y eso era lo que quería el Kremlin, lo que propiciaba: la paz de los muertos.

Un libro frío. No podemos olvidar que Kapuscinski es polaco. Y que Polonia sufrió el yugo soviético como pocos países de su entorno. ¡Y justo después de salir de una II Guerra Mundial en que los nazis cometieron barbaridades sin parangón con los polacos!

Un libro trágico. Porque la historia que cuenta Kapuscinski es la que le afecta a él como polaco, como europeo del Este. Por todo ello, el Imperio le duele. Y me da que la empatía con la Unión Soviética es menor que la que sentiría en sus años africanos.

Una lectura, en cualquier caso, rica, clarividente y enriquecedora. Y apasionante. Y cargada de sabiduría. Una lectura a la altísima altura de su autor: nuestro venerado Ryszard Kapuscinski, maestro eterno.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

Esto se escondía…

… ¿os acordáis? Seguro que sí, que era reciente la pregunta sobre lo que era ESTO.

Pues sí. Tenía que ver con la nieve, como tantas cosas en San Petersburgo: cuando llega el invierno, las esculturas y estatuas callejeras se protegen gracias a estos recipientes de madera. Se rellenan de arena, se tapan y entran en un estado de hibernación semejante al de los osos.

Después, cuando la primavera deshace los hielos, el arte vuelve a ver la luz. Como este Hércules, por ejemplo, que luce en toda su plenitud. ¿A que no está famélico ni parece haber pasado las penurias de las largas noches rusas?

Ya sabéis. Una caja y un buen puñado de arena…

Jesús posthibernante Lens.

The Red Fox

“El que no ama está muerto”

San Juan de la Cruz

Empieza a ser una tradición viajera que Panchi, Pepe, Álvaro y un servidor, por las noches, busquemos clubes de jazz en que relajarnos tras días de paseos, descubrimientos, museos, bares y comidas más o menos típicas, más o menos extrañas. Y si el local lleva el nombre de “zorra”, mejor.

Así, de nuestro paso por La Habana recordamos con especial cariño aquella noche en “La zorra y el cuervo”, disfrutando de uno de esos conciertos especiales, de los que parecen estar esperándote a ti y sólo a ti.

Estábamos en San Petersburgo, la tarde del día en que, por la noche, tomaríamos un tren que nos llevaría hasta Moscú. Habíamos estado pateando las calles de la monumental ciudad rusa desde primera hora de la mañana, y andábamos cansados. Por un momento nos planteamos intentar conseguir una entrada para el clásico Zenit – CSKA, que casualmente se disputaba ese día, pero horas antes del partido, los aledaños del Zenit Arena ya estaban tomados por decenas de policías antidisturbios. Más que un partido de fútbol, parecía que allí se iba a celebrar una cumbre del terrorismo internacional.

Hicimos un alto en nuestro deambular para tomar una cerveza y Panchi husmeó en su iPad, dando con un club de jazz que no debía estar muy lejos de donde nos encontrábamos: “The Red Fox”.

¡Ahí lo teníamos! Zorras (o zorros) y jazz. Una tentación demasiado irresistible, por más que un par de horas después tuviéramos que es estar en la estación de ferrocarril.

Álvaro, con un mapa en las manos, sería capaz de conducirte a las puertas del mismísimo infierno, si se lo propusiese: sobreponiéndonos a las indicaciones en cirílico, no tardamos en bajar las escaleras que nos llevaron a uno de esos bares con sabor, con atmósfera, con personalidad, con clase.

Mesas arracimadas unas sobre las otras, una barra en forma de U y, enfrente, un pequeño escenario junto al que una chica afinaba la voz mientras un muchacho afinaba la guitarra. Apenas había nadie en el local. Era temprano todavía, incluso para los husos horarios rusos, donde se cena de día, sin el más mínimo rubor. El único pero: una tele de plasma transmitía el primer tiempo del partido de fútbol. Pero sin sonido, eso sí. ¡Menos mal!

Ocupamos una de las mesas más cercanas al escenario, pedimos unas buenas cervezas, encargamos unos platos de carne para cenar y, comentando los avatares de la jornada, nos dispusimos a esperar a que empezara el concierto.

Poco a poco se había ido congregando más gente en “The Red Fox”. Parejas que ocupaban mesas cercanas a la nuestra y, extrañamente, un grupo de jóvenes con pinta de roqueros que, encastrados en la barra, bebían grandes cervezas mientras seguían el fútbol, con sumo interés.

¿Qué tienen los escenarios, que transforman a las personas que se suben a ellos? O fue el escenario o fue la cerveza, pero la chica que apareció sobre el mismo y empezó a cantar antiguos estándares de la historia del jazz, en nada se parecía a esa anodina muchacha que templaba la voz cuando llegamos al club. Venga. Va. Es un topicazo más grande que el mismísimo Hermitage, pero esa chica se había transformado en un ángel pelirrojo, suavemente acariciada por la luz indirecta de un discreto foco azul. Y su voz… su voz era puro terciopelo. ¡Blue velvet!

A mitad de la segunda canción, como si una tormenta se hubiese desencadenado en el bar, entró un sujeto de lo más peculiar: mediana edad… y media más, delgado hasta el extremo, ranciamente atildado, con un bigotillo insostenible sobre el labio y los ojos enfebrecidos, inyectados en sangre. El tipo portaba un ramo de flores amarillas, que entregó a la cantante, menos sorprendida que molesta por la impetuosa actitud del fulano, que parecía uno de esos personajes dostoievskianos, al límite de sí mismos, medio locos, medio idos, medio zumbados.

El tipo se sentó en la mesa que teníamos justo al lado y no hizo siquiera un amago de llevarse a los labios el té que la simpática y pizpireta camarera le había servido. Se mantenía embebido no tanto en el escenario cuanto devorando con la vista a la cantante, mientras intentaba en vano llevar el ritmo de la música con el pie.

A la muchacha se la notaba evidentemente incómoda. Había dejado las flores arrumbadas sobre una silla y trataba de concentrarse en la música, cerrando los ojos y evitando por todos los medios el cruzar la mirada con su rendido admirador.

En un momento dado del concierto, los músicos comenzaron a tocar una preciosa versión del “Riders on the storm” de los Doors. Me incliné para comentar algo con mi Cuate Pepe y, de repente, sentí la mirada asesina de nuestro extraño vecino de mesa, clavada en mí. De hecho, un poco antes, mientras intentaba pinchar un trozo de carne, se me había caído el tenedor sobre el plato. Automáticamente, el tipo se giró hacia nuestra mesa y, mascullando, debió mentar a todos mis muertos, por el estrépito provocado.

Pero pronto dejamos de ser el objeto de la ira del fan loco de la cantante de terciopelo. Porque los chicos de la barra, cada vez más bebidos y cabreados por el fútbol, dado que los locales perdían 1 a 0, empezaban a hacer caso omiso del concierto y a comportarse como hooligans, hablando en voz alta, incluso gritando cuando algún lance del partido les resultaba especialmente llamativo o chocante.

En ese punto, la cantante estaba a punto de llorar. Aquello estaba siendo un desastre. La camarera nos había dicho que era un día muy especial para ella ya que entre el público había un par de personajes importantes del mundo de la música en San Petersburgo, así que no era de extrañar que la chica estuviera pasándolo peor que mal.

El árbitro debía haber pitado algo en contra del Zenit, porque los futboleros empezaron a rezongar más alto todavía. Y fue entonces cuando nuestro vecino se levantó y, gritando más fuerte que ellos, debió decirles algo así como que se callaran de una puta vez y tuvieran respeto por la artista. Porque, por primera vez desde que entrara, la cantante le dedicó al hombre una mirada diferente a la de hartazgo o resignación con que le había estado castigando hasta el momento.

El silencio volvió a reinar en la sala. Los músicos empezaron a desgranar las primeras notas del “Cantaloop” y todo pareció volver a la calma. Pero la paz no duró excesivamente y antes de que terminara el clásico estándar de Herbie Hancock, ya estaban los jóvenes alborotadores haciendo de las suyas otra vez.

Fue como un relámpago. El hombre delgado se mostró inesperadamente elástico para la edad que aparentaba y sin dar tiempo a que nadie reaccionara, se plantó frente a los imberbes escandalosos, imprecándoles en sus mismas caras.

El primer bofetón nos dolió como si nos lo hubieran dado a nosotros mismos. Los siguientes los vimos como a cámara lenta.

La cantante cambió su sensual voz de terciopelo por un alarido chillón y la vimos con intención de abalanzarse, ella también, sobre la melé que se había formado junto a la barra.

Panchi a duras penas conseguía sujetarla, mientras Álvaro, Pepe y yo intentamos separar al furibundo fan de los violentos muchachos, que le estaban dando una somanta de hostias bastante importante.

Fue entonces cuando vimos los ojos incendiados de la cantante, convertida en una gata salvaje. Y, a la vez, la estoica sonrisa de su admirador. Aunque tenía un corte en la ceja y un moratón en la mejilla, ¡no dejaba de sonreír!

Y lo tuvimos claro.

Nos volvimos hacia nuestro bigotudo amigo y, efectivamente, decidimos seguir echándole una mano: mientras uno de los futboleros lo sujetaba por un brazo, nos unimos a la golpiza que sus colegas le estaban propinando. Cuantos más palos le caían, más se ampliaba su sonrisa. Y, en la misma medida, más grandes, más brillantes y más intensos lucían los ojos de su entregada admiradora, que ya no era una elegante y sensual cantante de jazz, sino una amante desbocada, presta a matar al que osara tocar a su hombre.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

“El que no inventa, no vive”

Ana María Matute

Salt Lake City. Utah

Era nuestra última noche en la Madre Rusia. Habíamos cenado y, para rematar el viaje, antes de irnos a dormir, nos asomamos al bar del hotel, a brindar con unos vodkas.

Estaban tranquilamente instalados en la larga barra del bar. Una de esas barras que lo mismo se encuentran en Rusia que en España, Australia o Tanzania: los bares de los hoteles internacionales son todos iguales. Esa es su función: que el viajero halle un oasis de calma, un territorio cómodo y conocido aún en el lugar más remoto de la tierra.

No llegamos a saber sus nombres, pero allí estaban, bebiendo sendas pintas de cerveza.

Hablaban en inglés. Nos miraron. A Panchi, Álvaro, Pepe y a mí, que nos reíamos a mandíbula batiente por algún sucedido del viaje o, quizá, nos carcajeábamos al anticipar el intercambio de opiniones que íbamos a tener en Granada, al regresar, con un tipo que, siendo invisible, nos había acompañado durante aquellos días, amenizando las inevitables esperas que todo viaje conlleva.

Pero ésa es otra historia.

Volvamos a la barra del bar.

Ella se giró hacia nosotros y, blandiendo su pinta en alto, hizo el gesto de brindar. Su compañero la imitó.

Cogimos nuestros chupitos y, al unísono, gritamos:

– ¡Nadzarovia!

Nos preguntamos de dónde sería aquella señora de unos cincuenta años, bajita, con el pelo corto y rizado, canoso, de energético aspecto, vestida con vaqueros y una camiseta negra, decorada con el lema “Best Buddies”.

Yo sostuve que era de Arizona. Tenía un cierto aspecto latino… Álvaro pensaba, más bien, que sería británica.

Panchi, nuestra encargada de Relaciones Internacionales con los Nativos Angloparlantes, le preguntó. Y su respuesta, igualmente enérgica y orgullosa fue:

– Salt Lake City. Utah.

¡Ay que ver qué énfasis ponen los yanquis a la hora a proclamar su procedencia!

Y no. No era de origen latino. Era de origen turco.

– ¿Armenia? –le pregunté yo, recordando el inmemorial éxodo de dicho pueblo y su proverbial nomadismo.

– No. Turca.

Se giró y nos volvió la espalda, para seguir charlando con su compañero.

Pensé que se habría podido enfadar, al “cuestionar” su origen turco. Pero en cuanto Panchi volvió a preguntarle algo, la mujer siguió con su cháchara amable y nos volvió a mostrar su enorme sonrisa.

Y, sobre todo, se rió largamente cuando su compañero le susurró algo al oído, mientras nos señalaba.

– ¿Qué ha dicho, que tanta gracia le ha hecho a usted? –le preguntamos.

Que en su pueblo, os insultarían por esa forma de beber los chupitos, a sorbos. Que hay que beberlos de un trago.

Todos estallamos en carcajadas; el muchacho, el primero. Volvimos a gritar “¡Nadzarovia!” y apuramos nuestros vasos. Él, por su parte, se bebió de un trago la cerveza que quedaba en su pinta, sonriendo satisfecho al terminar, quitándose un resto de espuma del labio superior.

Pedimos más bebidas. Y seguimos charlando. De Turquía, de Rusia, de Salt Lake City, de los mormones que tienen hasta cuatro mujeres, lo que gustó especialmente al joven barman que nos atendía. Sostenía que sí. Que él podría con cuatro mujeres. Incluso con alguna más. Seguíamos riendo. Y hablando. De viajes, por ejemplo.

– Nosotros estamos haciendo turismo. Hemos visitado San Petersburgo y Moscú. Mañana por la mañana, muy temprano, volvemos a España.

– Pues nosotros venimos de Estados Unidos. Y pertenecemos a la asociación “Best Buddies”. ¿La conocéis?

– Para nada.

Es una asociación creada por la familia Kennedy, extendida por todo el mundo. Se trata de fomentar la amistad entre personas con discapacidad intelectual y personas que no la tienen. Salir juntos, compartir una copa, ir al cine, jugar una partida de billar o, como en nuestro caso, viajar a conocer otros países y otras culturas.

Apuramos nuevamente nuestros vodkas, después de entrechocar los vasos, con nuestros vecinos de barra, quiénes se retiraron prudencialmente a sus habitaciones, tras desearnos feliz regreso y suerte en nuestra vida.

La Asociación también está en España

No supimos cómo se llamaban. Y, más que probablemente, nunca más nos volveremos a ver. Pero “Salt Lake City. Utah”, como les conocemos desde esa noche a esa pareja de Best Buddies, ya forman parte de ese acervo, de ese caudal viajero, íntimo, personal, necesario, imprescindible y maravilloso.

Porque como nunca me cansaré de decir, los viajes, más allá de los monumentos, los museos, los paisajes, las calles, los clubes… son las personas con las que te cruzas. Los viajes son esos encuentros. Esos descubrimientos. Esos rostros. Esas palabras. Esas sonrisas. Esas conversaciones.

Viajar a Rusia. Encontrar allí a Salt Lake City. Utah. Y el sur de Turquía. Y el cariño, el compromiso, el compañerismo de dos personas que son Best Buddies.

Viajar. Descubrir. Disfrutar.

Viajar. No tiene precio.

Jesús buddie Lens.