¿Estás dispuesto a morir?

¡Garçon!

No es que Michael supiera francés, que apenas lo chapurreaba, es que le encantaba hacerse notar.

¡Garçon, s’il vous plaît! Una biére para mí y otra para mi compañero. Y un par de chupitos de whiskey, para acompañarlas. Uno bueno, ¿eh? Que a un irlandés no se la dan con queso.

Tampoco es que fuera irlandés, que había nacido en Kansas, pero le encantaba hacerse pasar por quien no era. Michael se volvió hacia su interlocutor y acercó su rostro hacia él, por encima de la mesa. Por un momento, James pensó que iba a besarle en la boca, pero no.

—Los camareros más soberbios del mundo son los parisinos. Desprecian a los clientes con la irritable dignidad de los príncipes destronados. Hay que saber tratarlos. Tú, fíjate en mí.

Michael susurró esas palabras como si estuviera contándole un secreto trascendental. James, por una vez, callaba. Y observaba. Y sonreía, con esa mueca apenas perceptible que, sin embargo, resultaba enigmática y seductora, mostrándose a través de la tupida barba en la que escondía su rostro.

Brindaron, apuraron los chupitos de un trago y se bebieron la mitad de las cervezas, de un sorbo.

Entonces fue James quien se aproximó a su interlocutor. Esta vez era él quién parecía poseer un secreto de estado llamado a cambiar el rumbo de la política internacional.

—¿Podremos probarla?

—¿Esta misma noche?

—Hoy no. Quiero que Pam nos acompañe y aún anda tocada. Mañana o pasado.

—¡Claro que sí, hombre! ¿Por quién me tomas? Una promesa es una promesa.

II

—¡Hey Mac! Dile a Pam cómo se llamaba el garito ése en que estuvimos la otra noche…

—Joder, James, tienes unas cosas… Cuando el jodido Hemingway no tenía nada que escribir, se sentaba en La Closerie des Lilas a esperar la llegada de las musas. O de las putas, que para Papá eran más o menos lo mismo. Y cuando a Henry Miller se le bajaba la libido, allí iba a mirarles las tetas a las camareras, entre el trópico de cáncer y el de capricornio.

—Sí, pero éste es mejor. Mucho mejor.

Pamela, Michael y James estaban en el “Le Vieux Molière, uno de los bares con más solera de París desde que abriera sus puertas, a mitad del siglo XIX. Un local pequeño y oscuro, en que apenas entraba la luz del exterior. Un bar discreto, al que se accedía a través de la recóndita puerta de una calle secundaria de Les Halles. Dentro del reservado apenas se escuchaba el ruido de las obras del colosal Centro Beaubourg que el presidente de la república francesa se había empeñado en levantar en aquel barrio, después de echar abajo el antiguo mercado de abastos para construir nada menos que el edificio de a Bolsa.

—Todo cambia. Nada es.

A Michael le gustaba ponerse filosófico mientras ejecutaba la maniobra, a salvo de miradas indiscretas.

—Por cierto, James, ¿qué te pareció su separación?

Acababa de poner el terrón de azúcar sobre la cuchara, agujereada, y se disponía a verter el agua, casi congelada, sobre la bebida que reposaba en el fondo del vaso. Un líquido misterioso, inquietantemente verde.

—Aquí cayó como un bombazo. ¿Y en casa? ¿Cómo lo vivisteis en casa? —insistió Michael.

—Una conmoción, sin duda. Pero, ¿qué quieres que diga yo? Llega un momento en que la convivencia se hace imposible y resulta empobrecedora. Cuando se alcanza ese punto, ¡puerta! Cada uno por su lado. Es lo mejor.

—Sí. Pero no deja de resultar triste que…

En ese momento se abrió la puerta del reservado y un hombrecillo mayor, con el pelo canoso y blandiendo airadamente un bastón, interrumpió a los tres amigos, sorprendidos por la súbita aparición.

—¿Qué demonios se cree usted que está haciendo, Michael? ¿No le gusta a usted definirse como hijo del salvaje oeste? Pues vaya mariconada que se trae entre manos, si me permiten la licencia. ¡Quite, quite y déjeme a mí!

Admirados por la enérgica disposición de aquel aparentemente frágil anciano, Michael, Pam y James se echaron instintivamente hacia atrás, dejándole hacer.

—¡Françoise, trae lo que tú y yo sabemos que falta en esta mesa! —gritó el recién llegado mientras se acomodaba junto a la mesa.— Me llamo Jesús. Jesús García. Al juntaletras de Michael lo conozco desde hace tiempo y usted es el famoso Jim, pero usted…

—Pamela

—Encantado, Pamela.

Mientras hacían las presentaciones, el dueño del local había dejado sobre la mesa un frasco de cristal transparente que, sin etiquetas o marcas de ningún tipo, contenía un líquido traslúcido. Jesús lo tomó en sus manos y vertió el líquido sobre el azúcar. A continuación sacó una caja de cerillas de su chaqueta y prendió fuego a la bebida. Apenas se apagaron las llamas, se llevó el vaso a los labios y tragó el contenido, de un trago.

—A esta forma de beber la absenta se la conoce como el método gitano. La otra, la parisina, es la forma clásica de tomarla, pero creo que a ninguno de los que nos sentamos en esta mesa nos gusta el clasicismo, precisamente. ¿O me equivoco?

Jesús se expresaba en un inglés más que correcto, lo que tranquilizó a un James que, de otra forma, no habría sabido cómo tratar con aquel tipo, una auténtica leyenda que no hacía sino crecer con el paso del tiempo. No era habitual que James se pusiera nervioso. Pero llevaba mucho tiempo esperando aquel encuentro. Y, por fin, allí estaban.

—Pero, discúlpenme, que entré como elefante en cacharrería, que decimos en España, y les interrumpí su conversación. ¿De qué hablaban?

—De la separación.

—¡Claro! La separación… ¡cómo no! Yo, la verdad, siempre he preferido a los Rolling. Igual que usted, ¿verdad, Jim? ¿O me equivoco?

Y todos prorrumpieron en estruendosas carcajadas, brindando una vez más con una absenta preparada al modo gitano.

III

¡Qué razón tenías, Jesús! Esa Alhambra es algo increíble. El monumento… ¡y la cerveza! No sé la de litros que habremos bebido. Y la gente de La Zíngara, encantadora. ¡Nos hicieron sentir como en casa y apenas nos dieron el coñazo! Pam y yo conseguimos pasar varios días en Granada, esencialmente, recorriendo los palacios árabes. Y en las cuevas del Sacromonte. Con los gitanos. Aunque esos gitanos tuyos no saben nada de quemar la absenta.

—¿Y Marruecos?

—También. Allí empecé a escribir, otra vez. ¡Buena lana, buena marihuana y agua fresca!

Y los cuatro amigos volvieron a reír, retomando la conversación justo donde la habían dejado unas semanas atrás, en el mismo reservado del Viejo Moliére, bebiendo la prohibida absenta verdosa que había conducido a Pam y a James a París. La mítica absenta, los poetas simbolistas franceses, el empeño de Michael… y huir del maremágnum en que se había convertido su vida en los Estados Unidos.

Jesús siguió preguntando:

—Entonces, ¿estás dispuesto a hacerlo? Ten en cuenta que es algo duro, muy duro. Lo digo por experiencia. No solo dejarás atrás tu país y tu vida como la has conocido hasta ahora, sino también a tu familia y a tus amigos más cercanos. Una vez que des el paso, será algo irreversible. Como se dice en las novelas de espías, una vez que cruces la línea, no habrá vuelta atrás.

—¿Por qué lo hiciste tú?

—Porque, de no haberlo hecho, me habrían matado.

—¿No podías haber escapado, como hicieron tantos otros republicanos? A Francia, a México o a los propios Estados Unidos…

—Podría. De hecho, en tu país estaba destinado como diplomático un buen amigo de entonces, Fernando de los Ríos. Y yo ya había estado antes en Nueva York. Me hubiera resultado relativamente sencillo, pero nadie hubiera entendido esa huída. Me habrían masacrado, literaria y moralmente hablando, si me hubiera marchado de aquella España en guerra.

—Pero luego, todo se olvida. Mira ese director vuestro, el surrealista. Buñuel. ¡Ahí lo tienes de vuelta en España! Se le llenó la boca proclamando que jamás volvería mientras hubiera una dictadura, pero no ha dudado en irse a filmar su última película a Toledo ¡Y con todos los permisos y bendiciones del régimen!

—¡Ay, ese Luisito! Si yo te contara… La fama es algo duro de sobrellevar. El hombre famoso tiene la amargura de llevar el pecho frío, traspasado por linternas sordas que los demás dirigen sobre ellos. Pero la fama también es adictiva. Ese sentimiento de poder que conlleva, la sensación de sentirte invulnerable…

—Es cierto. Lo queremos todo y lo queremos ahora. Lo peor de todo es que lo tuvimos. Todo. Y de golpe. Pero, ¿a qué precio?

—Pamela empezó a ponerse nerviosa. Jim y ella habían podido disfrutar de unas cuantas semanas de relativa paz y sosiego, aunque hubieran estado bebiendo duro y fumando hachís y marihuana. Pero, escuchando hablar a Jim, podía sentir que el viejo Jimbo y los fantasmas del pasado amagaban con reaparecer. El maldito Jimbo divagante y pendenciero al que creían haber dejado en Los Ángeles… ¿les habría acompañado hasta París?

Pamela trató de rebajar la tensión rescatando un verso que le había escuchado declamar al bueno de McClure  y que le había gustado especialmente:

—Venga chicos. Vamos a relajarnos. Oye, Mac, ¿cómo decía ese verso que tanto te gusta repetir? ¿La frase de aquel poeta del alcohol? ¿Ponchon se llamaba?

—Sí. Raoul Ponchon. «Cuando mi vaso está vacío, lo lleno; cuando mi vaso está lleno, lo vacío». Venga, va. Brindemos. Como decimos los irlandeses: ¡Slainte!

No es que Pamela fuera una frívola. Es que no quería que Jim desviara su atención de lo realmente importante y empezara a divagar. Por eso redirigió la conversación:

—Entonces, Jesús, ¿cómo piensas que lo podemos hacer?

—Matándolo. Es la única manera.

—¿Hacerlo desaparecer no sería suficiente?

—Créeme. Además, por la vida que ha llevado y la fama que arrastra, seguro que tiene detrás al FBI y no me extrañaría que hasta a la CIA. Que se desvanezca no sería suficiente. Hay que matarlo. Y bien muerto. Con certificado médico, ataúd y entierro.

En ese momento, Jesús miró fijamente a los ojos de James:

—Te lo voy a preguntar una sola vez: ¿estás dispuesto a morir?

—«Como no me he preocupado de nacer, no me preocupo de morir». ¿Te suena esa frase…, Federico?

IV

Hacía calor aquella mañana de julio. Los tres hombres esperaban a que Pamela apareciera por la puerta del bar. Estaban acodados en la barra y cada vez que alguien entraba en el local, se giraban a la vez, esperando ver su rubia melena. Era temprano, pero la hora no era impedimento para que ya estuvieran tomando unas cervezas.

Entonces, llegó.

—Está hecho.

James, Jesús y Michael apuraron sus cervezas y pidieron una botella de vino de Borgoña.

—En mi tierra decimos que el que va a un entierro y no bebe un vaso de vino es porque el suyo viene de camino. ¡Salud!

Bebieron el silencio, pero antes de que un halo de luto pesimista se instalara entre los presentes, fue Michael quien les sacó del mutismo.

—Junto a Oscar Wilde. No podrás quejarte…

—Y cerquita de Édith Piaf. No. No es mal sitio para descansar, por los siglos de los siglos —apostilló James.—Bueno, compañeros. Acabamos de despedir a un amigo. A una estrella. Hoy hemos enterrado a una leyenda del rock: Jim Morrison, el líder de The Doors, ha muerto. Descanse en paz. Pero hoy, también, celebramos un nacimiento. Hoy ha nacido Douglas Clarke, poeta.

Volvieron a alzar las copas y bebieron. Y Michael volvió a la carga:

—¿No es un poco arriesgado usar la parte menos conocida de tu nombre, pero nombre oficial, al fin y al cabo, para tu nueva identidad?

—Al contrario. Así será más fácil tramitar el nuevo pasaporte. James Douglas Morrison Clarke lo mismo puede ser Jim Morrison que Douglas Clarke. Más o menos fue lo mismo que tú hiciste, ¿no, Jesús?

—Sí. Es verdad. Es más sencillo. A mí me bautizaron como Federico del Sagrado Corazón de Jesús, aunque todo el mundo me conocía como Federico. Así que fue fácil empezar a usar mi segundo nombre, Jesús, seguido de mi primer apellido, García. Y dejando el segundo, Lorca, para la historia de la literatura. Y ahora, apurad el vino que tenemos una cita con el editor. Está ardiendo por conocer a esa nueva y desconocida voz de la poesía americana, recién instalada en París.

Jesús Lens, en el día del 50 aniversario de la (supuesta) muerte de Jim Morrison. ¡Salud!

 

 

Este relato está dedicado a Fernando Marías.

De él he aprendido que lo improbable no tiene que ser necesariamente imposible.

Cuento de Navidad

24 de diciembre. Una de esas tres fechas del año en las que, al día siguiente, no salía el periódico impreso. Laura e Ismael eran los encargados de la edición digital, por lo que se encontraban completamente solos en la redacción. De hecho, no deberían estar allí. Y, sin embargo…

Ismael y Laura estaban de guardia aquella Tardebuena. Una tarde tranquila, informativamente hablando, por lo que decidieron entregarse al ejercicio del tardeo, en conciencia y con empeño. Nadie les esperaba en casa esa noche. Por eso estaban de guardia. Sin padres a los que abrazar, sin hijos a los que ilusionar con Papá Noel y sin cuñados con los que discutir en la cena, vieron las horas pasar, hablando más de lo humano que de lo divino, entre la transparencia del gintónic y la turbiedad del ron Montero, que lo había petado en las redes con su anuncio navideño.

Periodistas de raza, en tres copas pasaron de la melancolía por lo complicada que está la cosa a la euforia por todo lo que significa su profesión. Reivindicaron el papel que la prensa debe desempeñar en la sociedad y brindaron por mantener siempre viva la ilusión que les había llevado a embarcarse en el mejor trabajo del mundo.

La tarde había resultado tan, tan buena, que, sin necesidad de hablar, decidieron que la noche sería mejor. La cosa surgió con una de esas tópicas preguntas que, regadas de alcohol, no sonaban del todo mal: ¿qué noticia sería la que más te gustaría publicar? Y como era 24 de diciembre y llovía afuera, pero más llovía adentro, cuando chaparon el bar pusieron rumbo al periódico.

Con la redacción en semipenumbra y rodeados de un extraño silencio, Laura e Ismael se afanaron con una portada fantástica e imposible para el 25 de diciembre, ese día en que no se publicaba el periódico en papel y en el que, por tanto, todo podía ocurrir.

Terminado su trabajo, emocionados como criaturas e imbuidos por la magia de aquellas horas de soledad y etílica conspiración, empezaron a fantasear con la posibilidad de volcar aquel monumental fake en el universo virtual. A fin de cuentas, ya era Navidad y, bien pensado, ¿quién iba a creerse tanta buena noticia junta?

Jesús Lens

 

Relatos en 70 mm

Los 70 milímetros ya no se llevan. Prácticamente nadie filma en dicho formato y cada vez quedan menos salas que puedan proyectar las contadas películas que algunos directores románticos —Christopher Nolan y Quentin Tarantino, mayormente— se empeñan en rodar a la antigua usanza, de forma artesanal. Esta tarde, sin embargo, vamos a hablar de historias en 70 milímetros. Será en la librería Picasso, a las 19.30 horas, y les animo a pasarse por allí.

‘Relatos en 70 mm’ es una nueva aventura editorial emprendida por José Luis Ordóñez, un tipo incansable, enorme divulgador cinematográfico, crítico radiofónico en Canal Sur y excelente escritor.

Les confieso que me había olvidado del proyecto. Hace ya mucho tiempo que José Luis me preguntó si quería participar en una antología de relatos basados en el universo cinematográfico. Le dije que sí… y tardé bastante en enviarle mi cuento. Acostumbrado a ver películas y a analizarlas con esmero y detalle, no es fácil escribir un relato de ficción basado en el mundo del cine.

Tuve muchas dudas y, al final, escribí una historia en la que la vida real y la ficción se dan la mano a través del rodaje de una escena protagonizada por una actriz que no pasa por su mejor momento.

El libro se ha editado hace unas semanas y se presenta esta tarde, como les digo. Va a ser un gustazo hablar de la interacción entre cine y literatura y escuchar al propio José Luis y a tres de los autores: el profesor Juan Varo, cuya erudición e ironía son uno de los matrimonios mejor avenidos de nuestro entorno; Sandra R. Fernández y Felipe Guindo.

23 cuentos conforman estos ‘Relatos en 70 mm’. Ansioso estoy por leerlos. ¿Cómo habrán afrontado los distintos autores el desafío creativo? ¿Qué temas les habrán interesado más? ¿Habrá mucha nostalgia por los tiempos pasados y abundancia de recuerdos de los espectadores que fuimos o apuntarán al futuro del cine, en caso de que existiera? De todo ello hablaremos esta tarde. Nos vemos entre películas y relatos. ¿Se apuntan?

Jesús Lens

Cuento de Navidad

—No entiendo por qué tenemos que abrir hoy, Maca. ¿Todavía no has asumido que nos han echado, que a fin de año nos largan? Si al menos hiciéramos una buena caja…

—¡Ni caja, ni cajo, carajo! Hoy vamos a abrir porque en eso hemos quedado, porque así lo hemos hecho en los últimos trece años y porque nos necesitan. Porque se lo merecen, también. Así que, arreando, que es gerundio y ya vamos tarde.

“Al menos no habrá atasco en la Circunvalación”, pensaba Antonio, todavía con el morro torcido. Acababa de amanecer, era el día de Navidad y Macarena y Antonio subían de Castell, donde habían pasado la Nochebuena con la familia de él. Al despedirse la noche anterior, la misma historia de todos los años: que para qué os vais, que no merece la pena, que menuda chorrada, que por un día de no abráis tampoco pasa nada… ¡Sabrán ellos!

Macarena y Antonio cogieron el bar hacía trece años, un poco antes de la crisis. Un bar corriente y moliente. Un bar de barrio, sin grandes pretensiones. Un bar como los miles de bares que hay por toda España. O que solía haber, antes de la moda de los gastrobares. Un garito con su barra de acero, su grifo de cerveza y su escueto botellero. El IDEAL del día en un extremo de la barra y, al fondo, la cocina. Sencilla, pero limpia.

Un bar cuyo horario se regía por las comandas de sus clientes: cafés y carajillos antes del amanecer, para despegar los ojos. Tostadas para desayunar. Cañas y tapas a mediodía. Gintónics -sin ensaladas ni florituras- y cubatas para la sobremesa; más cafés, algo de bollería… y, a la hora de la cena, en casa.

No se habían hecho ricos con el bar. Tampoco lo pretendían. Les daba para ir tirando: pagaban el alquiler del piso y los estudios de la niña. Podían cerrar un par de semanas en verano y bajarse a la playa… lo normal.

Mientras subían hacia Granada, Macarena recordaba la primera vez que discutieron por lo del día de Navidad.

—¡Pues igual que cerramos domingos! ¿Por qué demonios tenemos que abrir el maldito día de Navidad, cuando no abre nadie?

—¡Pues precisamente por eso! ¡Porque no abre nadie!

—Pero si es que, encima, ¡ni siquiera les quieres cobrar!

—¡Claro que no! No vamos a abrir para pegar el pelotazo. Vamos a abrir para celebrar con ellos la Navidad. Y punto.

Ellos eran Pepe, Miguel, Angustias, Lucas y Benito. Cinco parroquianos habituales. Cinco clientes de toda la vida, de los que parecían formar parte del mobiliario del bar.

—Manda huevos, Maca. Manda huevos que nos tengamos que subir de Castell para celebrar la Navidad precisamente con ellos. Con los pesaos de todos los días.

Lo decía malhumorado, pero sin maldad. Y la clave estaba, precisamente, en ese “todos los días”. Si les veían tan a menudo era porque no tenían un sitio mejor al que ir. Porque apenas podían moverse. Porque no tenían familia. Porque estaban solos. Y no hay un día más duro, un día más jodido para estar solo, que el día de Navidad.

Y eso, quien lo sabía bien, era Maca. Antonio era el alma del local, siempre de buen humor y gastando bromas a los clientes, con su personalidad arrolladora. Sin embargo, a la hora de la verdad, a quien los clientes le contaban sus penas y sus zozobras, era a ella.

Trece años abriendo en Navidad. Trece años teniendo la misma conversación. Pero ya no habría un décimo cuarto. Como si la proverbial mala suerte del 13 les hubiera tocado de lleno, a fin de año tenían que irse: el dueño del local había denunciado el contrato. Su hijo se había casado y tenía un bebé, su nuera no sacaba las oposiciones y habían decidido probar suerte en la hostelería.

—¿Esos? ¡Un mojón se van a comer en un bar como este! Ni un año. No aguantan ni un año. Te lo digo yo— gritó Antonio cuando se enteró de la noticia.

—Deberíais pleitear— les decía uno de los clientes de traje y corbata. —O dejad de pagar el alquiler y que os echen, pero no os vayáis sin presentar pelea.

No. Maca no iba a pasar por ahí. Menudo ejemplo para su hija. Abrirían el día de Navidad, disfrutarían de una sencilla comida con los parroquianos de siempre, brindarían con cava y, los días siguientes, a recoger y limpiar antes de salir por las puertas.

Llegaron, por fin. No tuvieron problema en aparcar junto a la puerta del bar. Aunque se hizo el encontradizo, Benito ya estaba esperándoles. Y no tardaron en aparecer los otros cuatro. Todos trataban de mantener el tipo, pero se notaba que aquella noche, de buena, había tenido poco.

Ocuparon sus asientos habituales en la barra y comentaron lo extraño de no tener el periódico. Y que no hubiera fútbol aquellos días. Y el frío que hacía. Maca puso la radio, Antonio empezó a sacar los primeros cafés y, al poco rato, el bar era -más o menos- el de siempre.

—¿Ves como tampoco ha sido para tanto? Además, este año podremos alargar las “vacaciones” de Navidad…— bromeó Maca con un deje de tristeza, por la noche.

—Me alegro de que te lo tomes tan bien, la verdad. Pero a ver qué narices vamos a hacer ahora con nuestra vida, con lo que nos ha costado levantar ese maldito bar— respondió Antonio, en el momento justo en que entraba un güasap en el móvil.

El grito que pegó todavía resuena en el barrio.

—¡Maca, que no nos vamos! ¡Que no nos tenemos que marchar del bar!

—¡Pero qué dices! ¿Te ha sentado mal el último pacharán?

—¡Que no! ¡La lotería! ¡Ha sido la lotería!

—Pero si no nos ha tocado ni una maldita pedrea…

—A nosotros no, pero al dueño del local sí. Y le va a pagar otro año de academia a la nuera, mientras su hijo cuida del chavea. Así que, ¡nos quedamos!

—Calla, calla, que me recuerdas a Piqué y el selfi con Neymar— se reía Maca a la vez que se sorbía los mocos, llorando como una descosida.

Jesús Lens

¿Por qué la perdí?

(Relato negro y criminal, en primera persona. Autobiográfico, o sea)

Llevaba tiempo perdiéndola, pero no me daba cuenta.

Y no podré decir que no me había ido dando avisos, sobre todo, desde que cumplí los cuarenta.

Fue la crisis, de hecho, lo que usé como excusa para seguir sin prestarle atención a las señales que me mandaba, hasta que un mal día me desperté por la noche y constaté que, definitivamente, se había ido.

La había perdido, total y absolutamente.

Entonces sí reaccioné, poniendo el caso en manos de un especialista, de un profesional.

Tras una primera entrevista, comenzó sus investigaciones.

Su forma de encarar el caso me resultó muy tranquilizadora. Me daba confianza. No me garantizó que pudiéramos recuperarla, pero al menos, me daría pista de su paradero.

No tardó mucho en volver a llamarme.

Tampoco le había costado mucho trabajo encontrarla, la verdad.

Lo peor fue asumir que la muy perra se había escapado de la mano de dos buenos amigos. Bueno, de un amigo y una amiga, para ser rigurosos, que se habían confabulado, a mis espaldas, para apuñalarme de forma aviesa y taimada.

¡Traicionado por ese par de amigos en los que tanto confiaba!

¿Podía ser cierto?

Sí.

Lo era.

Y ahora, me tocaba a mí mover ficha, si quería recuperarla.

Estaba entre la espada y la pared.

Tenía que tomar una decisión.

Elegir.

O ella, o ellos.

Si quería recuperarla, tenía que darles la espalda, de una vez por todas.

Y no era fácil: me han acompañado (casi) desde que tengo uso de razón. Y con esos amigos he pasado algunos de los mejores momentos de mi vida.

Vale.

Me la han jugado y, ambos, terminaron por robármela.

¡Y claro que la quiero recuperar!

Pero, ¿al precio de perderlos?

Esa es la cuestión. Siempre una y la misma, a lo largo de la historia.

¿Ella o ellos?

Jesús Perdedor Lens

Estos últimos tres años, también hemos blogueado, tal día como hoy. Un día, en concreto, cayó la del pulpo, con una columna en IDEAL sobre el PP y sus ramalazos falangistas. ¡Más de sesenta comentarios!

2008

2009

2010

Y, bueno, si has tenido la paciencia de llegar hasta aquí, tienes derecho a conocer a los protagonistas del cuentito negro y criminal, talmente autobiográfico.

La perdida
Gran amiga, pero culpable de perder a la anterior
El otro gran culpable, aliado de la anterior

A fin de cuentas, como siempre he dicho, si hay que perder la salud, que sea bebiendo cerveza y jugando al baloncesto, ¿no?

😉

Espero que la bromilla, manque sea, te haya arrancado una sonrisa.