La herencia de Maria Julia

Hace unas semanas me emocioné leyendo el perfil que la periodista de IDEAL Inés Gallastegui hacía de Yolanda Romero, la directora del Centro José Guerrero de Granada.

 Yolanda Romero

Nada más empezar, Yolanda quiso recalcar la influencia que tuvo en su vida una profesora del colegio Sagrado Corazón: Maria Julia Espinosa de los Monteros. Mi madre.

¿Cómo no emocionarme al leer algo tan bonito, sentido y especial? Que una profesional de tan reconocido prestigio y amplia proyección internacional como Yolanda pusiera ese énfasis en destacar la huella que le dejó su profesora de Lengua y Literatura del Bachillerato es algo que, además de conmoverme en lo personal, resulta muy ilustrativo de la personalidad de mi madre, de Maria Julia.

Cuando éramos niños, a mi hermano y a mí no nos gustaba salir de compras con mi madre. No nos gustaba nada. De nada. Es decir, no gustándonos salir de compras; el tener que ir con mi madre hacía aún más insufrible la experiencia dado que, cada cuatro pasos, se encontraba con alguna antigua alumna que la paraba por la calle para charlar un rato.

 Yolanda Romero colegio

¡La de vocaciones que despertó mi madre, a lo largo de sus años docentes! Entre otras la mía, por supuesto. Si ahora estás leyendo esto es gracias a la pasión por la lectura y la escritura que nació en mí desde que era muy niño, pero que fue convenientemente alimentada por esa Maria Julia, toda una institución, que me hacía disfrutar de algo tan aparentemente aburrido como los análisis sintácticos o el uso del diccionario.

Bien cierto es que jamás le hacía caso en sus recomendaciones lectoras. Yo lo achaco a ese poso de rebeldía que todos los adolescentes tenemos que mostrar frente a nuestros progenitores. Dado que, entonces, no se estilaban los tatuajes y los piercings, yo decidí leer siempre lo que me diera la gana y, por supuesto, jamás plegarme a los deseos maternos. Tonterías de la edad, supongo. Pero yo sabía que, cada vez que mi madre me veía leyendo, era feliz.

 Lectura

O cuando veía las cantidades ingentes de dinero que gastaba comprando libros. Proporcionalmente, compraba muchos más libros siendo joven que ahora. ¡Lo más duro de mi última mudanza fue, por supuesto, tener que transportar los miles de libros que conforman mi biblioteca, el más preciado de mis tesoros!

La herencia de Maria Julia es alargada. Una herencia hecha de amor por las palabras, los libros, la literatura, los museos y la cultura. Una herencia, a veces, polémica. Por ejemplo, por algunos artículos de los que publicaba, y con los que ella no comulgaba. Menos mal que, al menos, estaban bien escritos. ¡Qué privilegio, poder llamarla para pedirle que me volviera a recordar cómo era la regla de los Porqués, juntos y separados, acentuados y sin acentuar!

Una herencia divertida, también. Como el día que llegó a casa y, muerta de risa, nos contó que se había encontrado por la calle con una señora que le había preguntado si era la madre de Jesús Lens. Y es que mi hermano y yo hemos sido, desde que nacimos, “los hijos de Maria Julia”. Igual que hay gente con motes o con apodos, nosotros teníamos denominación de origen y título de propiedad. Tan altos, ambos. Y ella tan pequeñita. Pero tan sabia.

 Yolanda Romero actual

Fue leyendo detenidamente el perfil que Inés Gallastegui trazó de Yolanda Romero en IDEAL que caí en la cuenta de quién era ella y de por qué me resultaba tan familiar cada vez que veía una imagen suya en los medios. Vi la luz cuando hablaba de una de sus grandes pasiones: la Sierra.

¡Pues claro!

Yolanda es aquella antigua alumna de mi madre que, sin que nosotros lo supiéramos, nos “vigilaba” cuando éramos enanos y subíamos a esquiar. Porque Yolanda era, de todas, nuestra favorita. A la que mi hermano y yo más queríamos. Yolanda era, ni más ni menos… ¡aquel ángel que nos regalaba cajas con Clicks de Famóbil (hoy Playmóbil)!

 Click

Y juraría que también venía cuando mi madre nos llevó a ver una representación de “Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores”. Y es más que posible que me acuerde de aquella tarde porque, a buen seguro, Yolanda nos regaló la correspondiente figurita sonriente de un cowboy o de un pirata, medio a escondidas, sin que Maria Julia se diera cuenta. Que nos consentía demasiado.

Lo sé. Hablamos de un amor interesado. Pero inolvidable. Porque uno de los rostros que tengo grabados en el subconsciente, desde mi niñez, es el de Yolanda. Y si he tardado tanto en volver a ponerle nombre ha sido porque, entonces, su piel era intensamente morena, curtida por el sol y el viento de la Sierra. Ahora, de acuerdo con las fotografías, su rostro es más pálido. Pero igualmente evocador.

¡Gracias, Yolanda, por ayudarme a recordar cuán importante, profunda e intensa es la herencia de Maria Julia, a la que tú tanto quisiste y que tanto te quiso a ti!

Jesús Lens

Mirando hacia atrás sin ira

Ayer domingo IDEAL publicaba esta columna. Serán el frío y el otoño, pero hay veces en que es necesario mirar hacia atrás, sin ira, y recordar pequeñas anécdotas del pasado que contribuyeron a forjar nuestro carácter y a hacer que veamos las cosas como las vemos, hoy…

Hacía un par de horas que se había hecho público el Nobel de Literatura: Kenzaburō Ōe. Pasé por una librería de la que era cliente habitual y vi que tenían un ejemplar de una de las novelas del premiado. Quería sorprender a mi madre y regalársela antes de que los periódicos y los suplementos culturales se llenaran de referencias biográficas, reseñas y entrevistas. Fui a la caja a pagar, comenté la feliz coincidencia de haber encontrado aquel libro tan especial y me encontré con la sorpresa de que me cobraban un recargo tan inesperado como inexplicable. No recuerdo cuánto fue. Estábamos en 1994 así que imagino que serían doscientas o trescientas pesetas. Una nadería. Una nadería que, sin embargo, jamás olvidaré: mi madre tuvo su regalo (luego resultó que aquella novela era terrible y dolorosa, pero esa es otra historia) y aquel librero perdió un cliente. Un extraordinario cliente, como podrá acreditar cualquier persona que haya visitado mi casa.

 Recuerdos

Otro recuerdo: siendo niños, mi hermano y yo bajábamos por Poeta Manuel de Góngora cuando nos abordó un sujeto y nos preguntó que si queríamos ganar cinco duros. Aficionados como éramos, entonces, a las maquinitas de videojuegos de los bares, se nos pusieron los ojos de bolilla.

El tipo nos hizo entrar en un local cercano y nos dijo que le ayudáramos a cargar unas cajas en uno de esos carrillos altos y estrechos que solían usar los reponedores en las tiendas. Mi hermano apenas podía conducir aquél artefacto y a mí me costaba mucho trabajo levantar las pesadas cajas del suelo, por lo que el hombre tuvo que empezar a cargar él mismo las cajas mientras nosotros empujábamos la carretilla. En un momento dado, aquel sujeto, sudoroso y resoplante, nos miró con cara de pocos amigos y nos echó del local, sin darnos las veinticinco pesetas, argumentando que él necesitaba esforzados cargadores de cajas y no diletantes y comodones conductores de carretilla.

 Recuerdos carrillo

Si el libro de Ōe no hubiera sido un regalo para mi madre, seguramente no me habría sentado tan mal aquel puñado de pesetas chuleadas, no habría tardado en olvidar el incidente y habría vuelto a comprar libros en aquella librería.

Si no hubiera sido por la monumental bronca que me habría ganado por hablar con un extraño, me habría encantado denunciar y delatar a aquel miserable explotador y haberle contado a mi padre lo que había pasado para que hubiera ido a exigirle nuestros cinco duros.

 Recuerdos cinco duros

Aquellas dos lejanas experiencias, que recuerdo como si hubieran sucedido ayer, me hicieron aprender dos lecciones que procuro no olvidar jamás y aplicar en la práctica, en mi día a día: no ser un rácano avaricioso, miserable y cortoplacista; y tratar de no ponerme en situaciones personales incómodas y éticamente dudosas que me impidan denunciar una injusticia o reclamar lo que corresponde.

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens

¿CUÁL ES EL MOMENTO MÁS MEMORABLE DE TU VIDA?

– Jessie, déjame preguntarte una cosa. ¿Cuál es el momento más memorable de tu vida?
– ¿Cómo dice, señor?

 

El Diácono enarcó las cejas.

– ¿No tienes ninguno?
– No sé si acabo de entenderlo, señor.
– El momento más memorable de tu vida -repitió el Diácono… Todos tenemos alguno. Podría ser una experiencia feliz, o triste.

(Jessie cuenta que el momento más memorable de su vida no fue esta con una chica, sino la muerte de su padre, acaecida en trágicas circunstancias.

 

Continúa hablando el Diácono:

– En mi experiencia, el momento más memorable en la vida de un hombre rara vez es agradable. El placer no nos enseña nada salvo que el placer es placentero. ¡Y ya me dirás tú qué lección, eso lo sabe hasta un mono sacudiéndosela! En fin. ¿Sabéis cuál es la esencia del aprendizaje, hermanos míos? El dolor. Pensadlo bien. Por ejemplo, rara vez nos damos cuenta de los felices que somos de niños hasta que nos arrebatan la infancia. Normalmente no reconocemos el amor verdadero hasta que ha quedado atrás. Y entonces, entonces decimos: anda, pero si era eso. Ése era el auténtico… Lo que nos moldea es lo que nos mutila. Un alto precio, estoy de acuerdo. Pero… -extendió los brazos y les dedicó su sonrisa más apoteósica-… la lección que aprendemos de eso no tiene precio.

 

Dennis Lehane.
Cualquier otro día. (Excepcional novela cuya reseña tenéis AQUÍ)
RBA. Serie Negra.

Y tú, ¿qué opinas? ¿Cuál es tu momento más memorable? ¿Es triste o alegre?

 

Yo, por desgracia, le tengo que dar la razón al Diácono. Y al pobre Jessie. (Si no lo quieres contar, el momento, marca si es alegre o triste en la Consulta de Fin de Semana de la Margen Derecha…)

 

Jesús Lens, inquisitivo.