Crimen sin castigo

Ni de coña. Es que ni de coña te puedes  hacer una idea de la ilusión que me hace publicar en la colección Nube Negra que dirijo en la editorial Palabaristas esta salvaje colección de cuentos de una autora a la que adoro y de una mujer a la que adoro más aún: Rebeca Murga. Aunque ahí va la información que he preparado para la web de Palabaristas, debes pinchar AQUÍ y descargarte su libro ya. Vale 1 euro. Tú me entiendes, ¿verdad?

 Crimen sin castigo

“Mi memoria está hecha de cristales rotos y cuellos cortados, de historia aprendida de los libros de texto y olvidada en las calles del centro de la ciudad, de negros y negras, de perros que no muerden y asesinos, y de una tercera guerra mundial nacida en nuestras manos”.

Así comienza la “Triste parábola de la alegría” el primero de los cuentos que conforman “Crimen sin castigo”, una singular, brutal, desoladora y adictiva antología de relatos de la autora cubana Rebeca Murga, el nuevo título que la editorial Palabaristas publica en su colección Nube Negra.

“El beso de la mujer…”, “Puñaladas”, “In crescendo” y “Atenuantes” agrupan una selección de relatos muy distintos entre sí, pero todos ellos suturados por la letal prosa de Rebeca, una escritora singular, única en su especie. Una autora cuyos relatos duelen, por lo que nos vemos obligados a hacer una advertencia al lector, al estilo de las que solían anteceder a la proyección de ciertas películas: “La lectura de estos cuentos puede herir la sensibilidad del lector”. Y no porque estén impregnados de sangre, vísceras y otros humores del cuerpo, que lo están; sino porque después de su lectura, ni la lejía más abrasiva puede eliminar la indeleble huella que dejan en manos, ojos… y psique.

En estos tiempos de una corrección política a ultranza y de una literatura insoportablemente light que trata de contentar a todos los públicos, Rebeca Murga emerge como una inquietante y desasosegante titán que, en su obra, pone toda su pasión, miedos, anhelos y decepciones. Una obra visceral y salvaje, que no puede dejar indiferente al lector.

Otra recomendación: lee estos cuentos poco a poco. Muy poco a poco. Paladeándolos y dejándote impregnar por su atmósfera, disfrutando de la sonoridad de cada palabra, contaminándote por la ponzoña de cada párrafo, por la tristeza y la pesadumbre de los personajes, por la violencia que les rodea y por la angustia que les ahoga.

 Nube Negra

Los cuentos de Rebeca Murga son droga dura y conviene ser muy cuidadosos en la administración de las justas dosis de lectura. Pero si eres de carácter ansioso y adictivo y devoras este libro en dos o tres sentadas, tampoco pasa nada: ya volverás, más adelante, a retomar cada uno de los cuentos de una forma más tranquila y sosegada.

Ten en cuenta que hay microrrelatos tan cortos y contundentes como este demoledor “Gratitud antisocial”, que reza así: “Tomó la pluma y comenzó a escribir sus cuentos infantiles. Solo así le creerían las cosas horribles que hacía su madrastra”.

¡Rebeca en estado puro!

Pero no pienses que la autora, con sus cuentos, mata. No. No es eso. Rebeca nos recuerda a esos médicos de raza que, a veces clandestinamente, salvan la vida de las personas de la mala vida que, heridas a navajazos, balaceadas o apaleadas; no pueden acudir a un hospital. Porque la realidad es dura, cruel y sangrienta. Y el crimen no siempre paga. Pero, en cualquier caso, necesitamos notarios de la realidad como Rebeca Murga, para bucear en lo peor que hay en nosotros mismos. Porque solo así podemos superar nuestros miedos y seguir adelante.

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Es difícil resumir el contenido de todos estos cuentos en un puñado de líneas. Sobre todo, porque lo más importante es la densidad, la turbiedad del ambiente que describen. La contradicción de ser maestra de unos alumnos que están pendientes de cualquier cosa, menos de aprender. El absurdo de ser un soldado que no hace más que limpiar las letrinas en las que cagan otros soldados como él. O la precariedad de los hospitales, en los que falta casi de todo. Menos veneno. Y drogas.

Y, siempre, los personajes al margen. Personajes que exceden los límites de lo convencional. Que sienten, piensan y viven de forma distinta a los demás. Personajes de los que apenas conoceremos unas pinceladas, pero que, gracias a la maestría de Rebeca Murga, ya nos acompañarán por siempre jamás.

Jesús Lens

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CUBA LINDA

Lo bueno de conocer gente nueva es que te permite hablar con ella de cosas que, con otros, ya puedes tratar, a pique de que llamen cansino, pesado, repetido, aburrido y pelma sin remedio.

Estos días hablamos de Cuba, de mis queridos Lorenzo y Rebeca, estos Príncipes de Santa Clara.

Y de Lola y el Mejunje, por supuesto.

Hablamos del Barrio, de Pechoemulo, de “Que en vez de infierno encuentres gloria”. Hablamos de Santa Clara.

Hablamos, claro, de Cuba Linda.

Y cuando hablamos e Cuba Linda, hay que escuchar el piano de Bebo. Y al Cigala. Que a los niños, antes de darles leche, hay que darles cariño.

Cuba Linda, de mi vida,

Cuba Linda, siempre te recordaré.

Y el «Chan chan», por favor. ¡¡¡¡El «Chan chan»!!!!!

Brindemos. Por los amigos de siempre. Y por las nuevas amistades.

Y así pasan los días, y yo desesperando, y tú,,,, tu contestando Quizás, quizás, quizás 😉

¡Salud!

Jesús Cubanísimo Lens.

CON CARIÑO, REBECA

Hoy recibimos un regalo muy especial de nuestra querida amiga cubana Rebeca Murga: una décima que hizo su padre, recientemente fallecido, en una canturía, con el pie forzado “y se la llevó del mar”.

Nos dice Rebeca: «Es así, él improvisando, como lo recuerdo». Y como es un precioso homenaje, queremos compartirlo a la vez que le mandamos un besazo transoceánico a Rebeca:

Mi ilusión de navegante

quiso pescar una estrella,

pasó la noche tras ella

y se le acercó bastante.

Soltó la pita gigante

de la mirada a pescar

y cuando pudo atrapar

la estrella que más quería,

llegó el anzuelo del día

y se la llevó del mar.

LA LOLA

Se llama Lola y tiene historia, 

aunque más que historia sea un poema. 

Su vida entera pasó buscando 

noches de gloria como alma en pena.

 

Café Quijano.

La Lola (*) 

 

 

Ella fue la primera (y única) cubana que consiguió que bailase. Indirectamente. Porque yo, créanme, tengo un gran problema con el tema del baile. No puedo con él. Ni nos entendemos ni nos llevamos bien. Además, mi médico me lo tiene prohibido. Que no me hace ningún bien, dice.

 

Como mi entrenador personal. Mi coach particular, cuando me vio una noche intentar dar unos pasos de baile, animado por tres rones de más:

 

  • En serio. Bastante tienes con arrastrarte por los caminos, cuando sales a correr. Y con mancillar la memoria de los grandes jugadores de la historia que tanto reverencias, cuando juegas al baloncesto… De verdad. Lo del baile, olvídalo. Tú, en la barra. Todo el mundo lo agradecerá. Además, a ti que te gusta la novela negra, recuerda el gran clásico de Norman Mailer, «Los tipos duros no bailan».

 

Y, sin embargo, ella lo logró. Con una simple mirada… me arrastró a la pista. Ella. Lola. La única, la especialísima, inolvidable y singular Lola.

 

Pero antes de contarles cómo lo consiguió, permítanme que les hable de El Mejunje, el garito, el antro con más personalidad que he conocido en mi vida.

 

El Mejunje. Entramos antes de que abriera, Panchy, Rebeca, Alvaro, Lorenzo, Pepe y yo, al terminar nuestro paseo por el Barrio, a echar un vistazo. Estaban preparando las cosas para una velada que se prometía de alto voltaje, con actuaciones en directo de buena parte de los artistas habituales del lugar. Lo primero que nos llamó la atención: las pintadas en las paredes. Buenísimas. Descojonantes. Algunas, hasta hirientes.

 

Por ejemplo, el letrero para el WC: «Si es virgen, no pase». «Hoy no se respetan las canas. Se tiñen». «un chisme es como una avispa. Si no puedes matarla al primer golpe, mejor no te metas con ella». «El amol no se compra. Se alquila». «Clínica estética: entre siendo una mujer vieja y salga siendo un hombre nuevo». «Lo que sentí fue como un gallo en mi interior. Fdo. La Gallina».  «El dinero no hace la felicidad. La compra». Y otras perlas por el estilo.

 

Prometía la noche.

 

Y nos fuimos a cenar. Al Amanecer. Donde nos dimos una mano imperial de puerco, pescado y otras delicias. Tanto y tan bien comimos que, cuando volvimos al Mejunje no cabía un alfiler y buena parte de las actuaciones ya habían terminado, aunque tuvimos ocasión de disfrutar del espectáculo de un genial transformista antes de que arrancara el grupo encargado de tocar para cerrar la noche, algunos de cuyos miembros habían tocado con Celia Cruz.

 

El público, de lo más variado. Gente joven y menos joven, pero toda tirando a moderna. Y es que, tal y como nos explicarían Lorenzo y Rebeca, el Mejunje pasó de ser un local proscrito, paraíso de transformistas, transexuales y homosexuales, al único espacio de libertad artística y resistencia cultural de Santa Clara, rendida mayoritariamente a la tiranía del Regetón más irritante.

 

Un espacio al que acudimos debidamente pertrechados de una botella de Havana Club, que bebíamos a buchitos, solo, ya que el Mejunje sólo dispensaban calambuco casero y no estaba Lorenzo muy convencido de que nuestros aburguesados estómagos europeos fueran capaces de soportarlo.

 

Bueno. Ya están ustedes ubicados, amigos lectores. Como nosotros, en medio del maremágnum que era El Mejunje, pasada la medianoche, cuerpos contoneándose al son de la música de Los Caifanes y tomando el ron a pequeños tragos.

 

Y, entonces, apareció ella. Lola.

 

Poderosa melena al viento, sosteniendo un pitillo con formas sofisticadas, maquillaje abundante y, sobre todo, una altura que la acercaba a los dos metros y una musculatura tan poderosa que decía que sí. Que, efectivamente, Lola era un gran hombre.

 

Tanto, que su mirada se elevaba por encima de los demás mortales que se movían por El Mejunje y se clavaba directamente en mí, otro tipo de altura. Y no era una mirada cualquiera. Era una mirada desafiante, aviesa, retadora. Y uno, que de natural es osado y valiente, esta vez escondió el rabo entre las piernas y, soltando el vaso de ron, se abrió paso entre sus amigos para, tan cortés como firmemente, pedirle a Panchy que le hiciera el honor de bailar conmigo.

 

Y allí estaba yo, convertido en un trasunto de Travolta, ignorando los consejos de mi médico y de mi coach particular, bailando como un poseso, provocando el furor de la concurrencia. Tras destrozar los pies de Panchy, la emprendí con la pobre Rebeca, y ya iba a prender a Lorenzo por el talle cuando vi que Lola había entablado animada conversación con Pepe.

 

Fotografía realizada por Álvaro y gentilmente cedida por Pepe,
hombre sin complejos.

Respiré tranquilo. Pepe, como aquel Sonny Crocket de «Miami vice», tiene una innata capacidad para atraer a todo tipo de personas y sabe lidiar con los morlacos más comprometidos. Así, consiguió que Lola, después de brindar con nosotros amistosamente, siguiera su periplo por El Mejunje dado que no éramos sino un grupo de amigos sin ganas de ligar, poseídos únicamente por la sana voluntad de pasarlo bien.

 

A lo largo de la noche, Lola volvió a acercarse por nuestro redil, pero su mirada ya era otra. Más relajada. Menos desasosegante. Fue entonces cuando Panchy intercambió con ella una serie de pareceres acerca de la lozanía de la carne, con Pepe como mudo testigo, en un diálogo ciertamente surrealista que no puedo reproducir de primera mano.

 

Porque, en ese momento, este cronista esta siendo verdaderamente acosado.

 

Resulta que, a mi vera, se había situado un segurata, con gafas de sol, uniforme y hasta porra. El tío estaba ahí de pie, impasible, mirando a uno y otro lado del Mejunje, como un perfecto bodyguard. La gente bailaba, chocábamos unos con otros… pero… ¡coño! ¿cómo es que siempre chocaba el bolsillo lateral izquierdo de mi pantalón con quién fuera? Miré y allí estaba, un discreto mulato, intentando abrir el susodicho bolsillo. En cuanto eché mano al mismo, tanto él como el segurata pusieron pies en polvorosa.

 

  • Hermano-, me dijo pacientemente Lorenzo, ¿tu crees que un garito como El Mejunje puede tener Segurata y, más, uniformado?

 

Y se descojonó de risa.

 

En fin. Que al rato tenía otra vez al segurata a mi lado. Y nuevamente sentí la torpe mano que intentaba abrir el botón del bolsillo… en que llevaba mi Cuaderno de Viajes, que no la cartera.

 

Cuando se lo hice saber al ratero, volvió a salir cagando leches de mi lado. Estaba verdecillo todavía, el pobre.

 

Y así pasamos la noche, entre música, tragos, risas, rateros y transformistas. En El Mejunje, un club en el que, a decir de su Director y Maestro de ceremonias al presentar al grupo musical que cerraba el espectáculo, «esta noche todo está permitido… menos suicidarse. Que limpiar luego los restos es muy pesado.»

 

Está claro, ¿no?

 

Jesús Lens, perdidamente enamorado de El Mejunje.

 

 

(*) Letra íntegra de la canción «La Lola»,

cariñosamente dedicada a esa Reina de la Noche del Mejunje.

 

Se llama Lola y tiene historia, 

aunque más que historia sea un poema. 

Su vida entera pasó buscando 

noches de gloria como alma en pena. 

Detrás de su manto de fría dama 

tenía escondidas tremendas armas, 

para las batallas del cara a cara 

que con ventaja muy bien libraba. 

Le fue muy mal de mano en mano, 

de boca en boca, de cama en cama, 

como una muñeca que se desgasta, 

se queda vieja y la pena arrastra. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola… 

 

Fue mujer serena hasta el instante 

de entregarse presta a todos sus amantes. 

Es tiempo de llanto, es tiempo de duda, 

de nostalgia y de tu locura. 

Tienes el consuelo de saberte llena 

de cariño limpio y amor sincero, 

por que nadie supo robar de tus besos 

eso que hoy te sobra y que nadie añora. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Pero qué manera de caminar, 

mira qué soberbia en su mirar. 

Óyeme mi Lola, mi tierna Lola, 

tu triste vida es tu triste historia. 

Es el tiempo de la arruga que no perdona, 

es el tiempo de la fruta y de la pintura.

LOS GÍMEZ

«Los Gímez son como el Buena Vista Social Club, como La Vieja Trova Santiaguera de Santa Clara.»

 

Así definió Lorenzo Lunar a este inmortal grupo de músicos que todas las noches toca su música y desgrana su arte en la terraza de «La Toscana», una afamada pizzería de la ciudad cubana. Llegan temprano, sobre todo, los más veteranos. Les gusta sentarse por allí a tomar una cerveza bien fría y charlar con los amigos, conocidos y clientes, tan accesibles y afables como sólo los cubanos pueden serlo. (Para ambientar esta entrada, les recomiendo repasar el Post dedicado a Lorenzo, Rebeca y el Barrio, o el especiíficamente fotográfico, siguiendo los enlaces.)

 

Cuando viajamos a Cuba, había algunos hitos obligatorios e imprescindibles en nuestro itinerario. Escuchar a los Gimez era uno de ellos. ¡Cuántas veces, tomando copas con Rebeca y Lorenzo, en la terraza del Don Manuel gijonés o en los bares del Sacromonte granadino, nos han alabado el buen hacer de esa banda, los Gimez!

 

Por eso, nuestra primera noche en Santa Clara la pasamos con ellos, tomando cervezas Bucanero y Cristal bien frías. Los Gimez. Nada más ver a Lorenzo, el director musical del grupo, Don Vicente Gimeránez, una de esas personas a las que su apostura natural te invita, con total naturalidad, a usar el «Don» antes de su nombre, se acerca a la mesa y, tras saludarnos a todos, comienza a charlar sobre una rocambolesca historia acaecida tiempo ha y que el grupo ha convertido en canción: el Gogomóvil.

 

A partir de ahí, charla fluida y anécdotas trufadas de risas y bromas hasta la hora de empezar a tocar. Seis músicos en escena. Los más veteranos, con unos instrumentos añejos y llenos de solera. Y comienza la música. Impresionante. Un grupo que, en España, estaría llenando teatros, estaba allí, tocando plácidamente en la terraza de una pizzería, para nuestro deleite y el de otros cuantos afortunados espectadores.

 

Se levantan unos chavales de una mesa próxima y se arrancan a bailar. Uf. Esa forma de menearse no se aprende en academias o cursos. Ese movimiento es tan natural como respirar, comer o dormir. ¡Qué arte!

 

Y, de pronto, uno de los músicos se pone en pie y dice que va a dedicar el siguiente tema a Lorenzo Lunar, el conocido escritor. En España, eso significa que cantan una canción del repertorio mirando, de vez en cuando y con ojitos de cordero degollado, al homenajeado. En Cuba, dedicarle una canción a alguien es improvisarle, sobre la marcha, diez minutos de letra rimada sobre distintas facetas de su vida, su personalidad, su obra y su familia. Ahí. Con un par. Y a pelo.

 

Ni que decir tiene que, impactados, nos rompemos las manos aplaudiendo después de tamaño regalo, hecho a nuestro gran amigo. ¡Qué pena no haberlo grabado! Nos sentimos absolutamente privilegiados por haber disfrutado de uno de esos momentos que se perderán en el tiempo, como lágrimas entre las gotas de lluvia.

 

Al terminar su actuación, felicitamos a los músicos y estrechamos unas manos que llevan décadas haciendo magia. Un honor haber podido disfrutar de un concierto de Los Gimez. ¡Qué razón tenías, hermano! Grandes. Los Gimez.