En una casa morisca

El pasado domingo estuvimos en la Casa del Chapiz. ¿La conocen? No sé si les pasa, pero en Granada hay decenas de monumentos que, opacados por la exuberancia de la Alhambra, corren el riesgo de pasar inadvertidos. Como esta casa morisca situada justo a la entrada del Camino del Sacromonte. 

En un lugar esplendoroso, y no solo por las extraordinarias vistas a la Alhambra. Que también. Nos encontramos en una auténtica casa de vecinos con siglos y siglos de historia que ha sido exquisitamente rehabilitada.

Están sus jardines, que podrían aparecer en las mismísimas ‘Mil y una noches’, si me permiten el topicazo. Tan esplendorosos que dan ganas de aprender botánica para conocer la historia de cada árbol, planta y flor. 

Como el domingo no teníamos intención de visitarla , que la Casa del Chapiz nos saliera al encuentro fue una sorpresa muy agradable. Al no tener prisa, nos detuvimos en cada detalle. Por ejemplo, en el patio, austero y despojado, pero con esos zócalos y artesonados de madera labrada tan bellos. Y la decoración de ‘pechos palomo’, tan simpática. 

O el estanque que refleja la fachada de la casa, cubierto con nenúfares. Cuando estás allí dentro no escuchas los autobuses que giran por la cuesta o las motillos que entran o salen del camino del Sacromonte. Estamos encapsulados en un entorno fuera del tiempo y del espacio. 

Si quieren contextualizar, miren en Internet algunos de los grabados históricos, con figuras populares. O las fotos antiguas de la casa en estado ruinoso, antes de la rehabilitación. Que también tiene sus leyendas, claro. ¿No iba a haber presencias espectrales en una casa como esta? Faltaría más. 

Ni que decir tiene, el domingo no había un alma en la Casa del Chapiz. Estuvimos solos casi todo el tiempo y nos pudimos explayar a la hora de hacer fotos, tanto serias como chorras. Selfis y postureos varios. Y gratis. Que los domingos, los edificios que forman parte de la Dobla de Oro son de acceso gratuito, como les contaba el otro día.

Por cierto que la Dobla de Oro es un pedazo de invento que sirve para dar visibilidad a esos monumentazos granadinos igualmente esenciales, pero menos conocidos y visitados que Alhambra, Catedral y Capilla Real. Uno de esos recursos turísticos que, bien difundidos y comercializados, ofrecen una excusa perfecta a los viajeros y turistas para quedarse una noche más en Granada. Las codiciadas pernoctaciones. 

Además, localizar los lugares que forman parte la Dobla permite hacer una ruta albaycinera de lo más sugerente, buscando cómo llegar a los diferentes enclaves. Tiene un algo de Ruta del Tesoro muy divertida. Aunque a mí, para callejear y perderme por el Albaycín, no me hacen faltan excusas. Lo único, no tener bulla. Ni nadie que te la meta.

No me canso de insistir en ello: ser turista en tu propia ciudad es algo que debemos cultivar. Ponerse las gafas de viajero romántico y salir a caminar, ver y descubrir lo que hay al doblar la esquina.

Jesús Lens

Las espaldas de la Alhambra

Viviendo en Granada, uno no puede empezar una serie veraniega soslayando la Alhambra, por lo que el domingo pasado desafiamos a la ola de calor y nos fuimos a sorprenderla por la espalda y bien temprano, aunque no a traición. 

La idea era madrugar y, antes de que la chicharra diera demasiado el cante, subir por el Realejo, llegar al Llano de la Perdiz, volver por Valparaíso y, ya sí, asomarnos a la Alhambra desde la Silla del Moro, antes de regresar al Zaidín. Ni que decir tiene que todo nos salió (más o menos) mal.

Lo de madrugar, por ejemplo. Uno se acuesta tarde el sábado después de ver una película y, aunque deje la ventana abierta de par en par, temprano lo que es temprano, no se levanta. Y como en esta vida se puede perdonar cualquier cosa menos el moroso desayuno del domingo, ya íbamos tarde cuando nos metimos entre los pinares de junto al Cementerio de San José. 

Calor, hacía. Agua, no llevábamos. ¿Total para qué, si apenas iba a ser un paseíto periurbano de un par de horas? La chicharra cantaba cara al sol con la misma energía que Rosalía al pollo teriyaki. Llegamos al Llano y rápidamente localicé el sendero que debía llevarnos camino del Darro. Solo que no era ese sendero. 

Tras media hora larga tratando de disimular que sabía dónde estábamos, oímos las campanas de la Abadía del Sacromonte, pero no sabía dónde. Y como no quería que doblaran por mí —ya sentía la asesina mirada del tigre clavada en mi espalda— reculamos para deshacer el camino y subir a la Silla del Moro por dónde se sube a la Silla del Moro, sin mayores complicaciones. 

Me encanta la vista de la Alhambra desde aquel entorno, cargado de magia. Se la contempla por la espalda y desde arriba, por lo que ofrece una perspectiva diferente y original. Es como mirar una maqueta, pero a tamaño natural. 

La Silla del Moro es una inmejorable atalaya para, además de la Alhambra, deleitarse con el valle del Darro, la Abadía del Sacromonte… y los restos calcinados del incendio de San Miguel Alto. En lontananza, la vega de Granada, el torreón de Albolote y hasta Moclín. Al menos, eso dice un cartel, que la solana impedía fijar la vista tan lejos. 

Ya de vuelta y como apenas pasaba de la una de la tarde, nos acercamos a Jardines Alberto por si nos dejaban tomar una cerveza, que teníamos sed sahariana nivel Lawrence de Arabia. “Una y nos vamos”, prometimos mientras poníamos cara de cervatillo desvalido de película de Disney.

¡Qué placer, ese primer trago de cerveza cuando estás muerto de sed! Cumplimos nuestra promesa, bajamos por el bosque de la Alhambra y a eso de las dos de la tarde, con 16 kilómetros en las piernas, pudimos decir aquello de “Hogar, dulce hogar”. Y de inmediato, una idea, un propósito: el próximo domingo madrugamos, pero madrugamos de verdad, y vamos a…

Jesús Lens

Masas de turismo

Recuerdo que hablamos de ello antes de la pandemia. Ojito con el ‘bonitiquismo’. Cuidadín con etiquetas como ‘El pueblo más bonito’, ‘La puesta de sol más bonita’ o lo que quiera que se les ocurra susceptible de ser bonito, desde una playa a una plaza o un callejón. Es una etiqueta cargada por el diablo.

Ando estos días por Asturias, dejándome traer y llevar por paisanos de la tierra. De otras visitas, además de los espacios de Semana Negra de Gijón, conocía los parajes más montañosos: Lagos de Covadonga, Picos de Europa, el Sella, la ruta del Cares, Arenas de Cabrales, Cangas de Onís y alrededores.

En esta ocasión, con base en Salinas, a orillas del Cantábrico, estamos recorriendo los fascinantes y agrestes paisajes marinos de la llamada Costa Verde, donde los prados y los bosques desembocan en las azules aguas del mar. Todo un espectáculo, sus playas de arenas negras o las de arenas blancas, interminablemente largas, como la de la propia Salinas.

Habíamos quedado para comer en Luarca. El consenso fue, antes, pasar por Cudillero, uno de esos pueblos turísticos que hay que ver, sí o también, no en vano forma parte destacada de una lista que, para mí, cada vez es más peligrosa, insisto: la de los pueblos más bonitos de España.

Fuimos el viernes y tardamos más de media hora en aparcar. Y eso que todo estaba perfectamente organizado y acondicionado. Pero era tal la riada de transeúntes y vehículos que la cosa se demoró lo suyo.

Daba igual tratar de pasear por las calles más grandes o por los callejones más estrechos, recónditos y serpenteantes. La marea humana lo llenaba todo. De hecho, para asomarse a la atalaya más famosa o, sencillamente, para hacerse una foto entre las letras del pueblo, había que guardar cola. Una larga cola. Estuvimos un rato de nada en Cudillero y nos marchamos. El runrún de sus comerciantes y hosteleros es, precisamente, que la gente va, hace las fotos de rigor y sale escopeteada. El de la gente, que los precios para tomar siquiera una birra están disparados.

¿Es bonito el pueblo? Objetivamente sí. Subjetivamente, no recomendaría la visita. Al menos, no en temporada alta. Una mera cuestión de percepción. Más y mejor disfruté de la visita a Luarca.

No será tan espectacular, aunque también es preciosa, pero culebrear por sus calles y disfrutar de las vistas desde la Ermita de San Roque es un gustazo.

Jesús Lens

Un día en Sylvania

No se enfaden mis amigos lojeños, pero me hacía ilusión viajar a un destino exótico esta Semana Santa y el reino de Sylvania me parece una opción inmejorable. Sylvania, ya lo saben ustedes, es el país que se enfrenta a Libertonia en ‘Sopa de ganso’, la obra maestra de humor surrealista de los Hermanos Marx.

¿Conocen la historia? Tras el primer número musical de la película, una imagen fija muestra la panorámica de Sylvania. Y por haces del destino, resultó ser Loja.

Cómo acabó Loja en una película de los célebres cómicos estadounidenses es uno de esos misterios por resolver que ha dado lugar a diferentes elucubraciones.

La más sensata y factible, aplicando el principio de la navaja de Ockham, sería la del cineasta granadino Val del Omar, hijo de padre lojeño y que hizo fotos de diversas zonas de Andalucía para la Paramount. Cuando algún meritorio del estudio vio la foto desde la que se contemplan la Alcazaba y la iglesia de la Encarnación, tuvo claro que aquello era Sylvania.

Nos hicimos fotos en el Mirador, claro. Y recorrimos la parte medieval de la maravillosa ciudad de Loja, que no todo iban a ser películas. Turistas como nosotros, escasos. Lo que son las cosas: tanto quejarnos por no poder salir de la provincia y apenas un alma disfrutando de la arquitectura y la historia lojeñas.

El museo de la ciudad, en plena alcazaba, alberga piezas interesantes, pero lo mejor es su emplazamiento, que tanta historia ha visto pasar. Me gustaron mucho las placas que jalonan diversas calles, plazas y edificios de la ciudad con frases del poeta y filósofo Ibn al-Jatib. Por ejemplo: «Consigue la riqueza lícitamente y sé consciente de que gracias a ella se alcanzan lejanas metas». ¿No les parece de lo más actual?

Y ahora que estamos en Pascua, una reflexión que no debería caer en saco roto: «Las flechas de la muerte no se desvían ni yerran, lo que el tiempo te pone en la mano te lo arrebata… Ante la llegada de la muerte  todos somos iguales  lo mismo el que porta la espada que la que luce pendientes».

Jesús Lens