¡Vamos! ¿Por qué no?

Al final de la mítica ‘Grupo salvaje’, los integrantes de la pandilla se aprestan a ajustarle las cuentas al general Mapache y a sus secuaces. Han tomado un baño, se han fumado unos puros, han bebido tequila y, antes de emprender su última y suicida aventura, mantienen uno de esos lacónicos diálogos tan propios del western:

—¡Vamos!

—¿Por qué no?

Así me sentía ayer, como el mismísimo Pike Bishop, cuando me puse mi camiseta de Corto Maltés y me eché a las calles, dispuesto a caminar hasta la librería Praga para recoger un puñado de libros.

En Praga estuve hace dos meses, al comienzo del confinamiento, para escribir una de las entregas de la serie ‘Abierto por coronavirus’. Fue extraño, como de película de David Lynch. Recuerdo las palabras de Javier Ruiz, el librero, cuando le pregunté por la falta de música: “Quiero mantener la librería en silencio. El barrio de la Magdalena está silencioso como jamás lo escuché, transmitiendo una extraña sensación de irrealidad”. (AQUÍ, el resto de aquel reportaje)

Ahora sí hay música. Suena Nirvana. Y el barrio de la Magdalena vuelve a bullir de vida. Y de color. El que le aporta Cósmica Café, por ejemplo. La sensación de irrealidad persiste, sin embargo.

Es el primer día en que resulta obligatorio —más o menos—llevar la mascarilla. Puesta. Y la mayoría de la gente lo cumple. Los más reacios, los fumadores. Me cruzo con una chica con la mayor parte de la cara embozada y una camiseta negra con la palabra ‘FUTURO’ escrita en pedrería fina. ¡Qué imagen tan poderosa! Siento la tentación de pedirle que pose para una foto, pero me da fatiga, la vergüenza de los granaínos. También me cruzo con un tipo vestido de impecable traje planchado y corbata rigurosa. Se me hace tan raro como ver a un caballero medieval cubierto con su armadura.

En un momento dado, siento que me ahogo. Me da pánico pensar que pueda ser ansiedad, tan alejado de la cabaña. Pero no. Es solo que voy caminando demasiado rápido y, con la mascarilla, me asfixio. Bajo el ritmo. Acompaso la zancada. Respiro. Todo va bien. Otra lección. ¡Tanta bulla ni bulla!

En Recogidas, subo por la acera de la izquierda. Una señalización amarilla me indica que voy mal. Cruzo la calle. Ahora sí. Pienso en lo disciplinado que soy. Borrego, me dirían otros.

A demasiadas personas, la señalización les trae al pairo. O no se dan cuenta o, quizá, son librepensadores. ¡A mí me va a decir nadie por dónde puedo o no puedo andar! Regreso al Zaidín. Indemne, aparentemente. Al menos, de una pieza. Como Robert Ryan al final de la película de Peckinpah.

Jesús Lens

Un paseo por el bosque

Aprovechando la tregua que nos dio la lluvia el pasado domingo, los granadinos salimos en masa a pasear por los bosques. Unos se marcharon al Camarate, a su mítico bosque encantado que, en otoño, alcanza el culmen de su belleza. Otros, al igualmente idílico robledal del Guarnón.

Y estamos quienes nos quedamos más cerca y optamos por subir a los bosques de la Alhambra, uno de los privilegios, de los lujos que tenemos en Granada. Inciso: no sé yo hasta qué punto aprovechamos el sinfín de posibilidades que nos ofrece la apabullante belleza de nuestra ciudad, la verdad sea dicha. Es una de las cosas que más me gustan de irme fuera unos días: al volver, el reencuentro con nuestra tierra es feliz, alegre y gozoso.

En los últimos años, la vuelta a la comunión con la naturaleza ocupa cada vez más tiempo y espacio en libros, ensayos, conferencias y festivales. El empacho de realidad virtual, pantallas y digitalización nos empuja de vuelta a un mundo físico, real y natural donde el amarillo de las hojas de los robles se erige en simpar espectáculo, con el rumor del viento como insuperable banda sonora y el olor a tierra mojada como el mejor de los efectos especiales.

En nuestro particular paseo matutino aprovechamos para volver al Carmen de los Mártires y sumergirnos en ‘El bosque’, la inspiradora instalación de Andreu Carulla para la plataforma crear / sin / prisa, impulsada por Cervezas Alhambra. La semana pasada, durante la inauguración, llovía. (Lo contamos aquí) El domingo, en una mañana luminosa, el bosque lucía de otra manera distinta, como ya nos anticipó el diseñador.

Efectivamente, los rayos de sol arrancaban destellos luminosos tanto del barro como de la cerámica vidriada del interior de algunas piezas. El amarillo se hablaba con las hojas de los árboles. El intenso verde, muy de la botella de la popular ‘milnoh’, era puro musgo. Y el azul eléctrico, en fin, bajaba el cielo a la tierra.

Había decenas de personas paseando entre las piezas de cerámica, admiradas por su comunión paisajística con el entorno. Y entre los caminantes, una misma pregunta: ¿por qué no se queda esta maravilla aquí, de forma permanente? O, al menos, algo más de tiempo, para que podamos seguir disfrutándola en las próximas semanas, sin prisas ni urgencias.

Jesús Lens