Melancolía

Hoy vuelvo melancólico a casa. Estuve con mi asesor fiscal, repasando el IRPF del año pasado, la facturación de enero hasta aquí y la previsión para los próximos meses.

Un poema. Y no de amor, precisamente.

Caminando por las calles semivacías, pensaba en que cada factura del año pasado se corresponde a un trabajo bonito y, creo, bien hecho. A un trabajo que me apetecía hacer y que disfruté haciéndolo.

Las perspectivas para estos próximos meses, como les decía, son atroces. Me duele por la parte económica, por supuesto. Pero también por todas las actividades y trabajos que no podré hacer este año y que tanto disfruté en 2018 y 2019: presentaciones de libros, mesas redondas, artículos y reportajes, entrevistas, charlas y conferencias, organización de actividades culturales…

Hace ahora dos años y dos meses que tomé una de esas decisiones profesionales que te marcan la vida. Pedí la cuenta en la entidad financiera donde trabajé buena parte de mi vida laboral y me hice autónomo.

Era un salto arriesgado, pero con red.

Me salió bien. Poco a poco, en plan homiguita, había ido construyendo un presente profesional apasionante: hacía muchas cosas para mucha gente que me gustaba. Y que me gustaban.

En este tiempo, dos proyectos importantes salieron rana. No pasa nada. Prueba y error. A aprender la lección y a seguir mirando hacia delante.

Ahora, de golpe y porrazo, aquella estructura que paciente y laboriosamente había ido conformando se ha venido estrepitosamente abajo, esfumándose buena parte de mi día a día profesional.

Es duro y complicado. ¡Cuántos ¡ays! estas semanas! Quejarse y lamentarse, sin embargo, no sirve de nada. ¿Y buscar culpables? Tampoco. ¿Tienen Pedro Sánchez o Juanma Moreno la culpa de todo esto? ¿La tiene el alcalde o el presidente de la Diputación? A ellos y a sus equipos les ha tocado lidiar con una caótica situación inimaginable y, con sus aciertos y sus errores, ahí siguen, bregando.

Y si ellos no tienen la culpa, mucho menos aún la tienen las empresas, colectivos, personas e instituciones con las que vengo trabajando estos años. ¡A todos nos está zarandeando de lo lindo esta crisis! Que levante la mano a quien no le esté sacudiendo la badana…

No. Para mi futuro profesional no me sirve de nada quejarme, protestar y, ni mucho menos, aporrear cacerolas. Ni para mi futuro profesional ni para ahogar las penas del presente o mitigar la rabia por este caos.

Lo primero y más importante es cuidar la salud, la propia y la ajena. Salir lo más indemnes posibles de esta pandemia.

Mientras, toca volver a reinventarse. Una vez más. Y en eso ando. Dándole vueltas a qué hacer. A cómo hacerlo. A cómo plantearlo. A cómo desarrollarlo.

Cuesta trabajo, en mitad de este tiempo suspendido, hacer planes de futuro. En estos días de incertidumbre, dudas y zozobras es complicado diseñar, planificar y organizar cualquier cosa que vaya más allá de salir a hacer la compra con mascarilla y, al volver a casa, lavarse bien las manos.

Y, sin embargo, no queda otra. Con ánimo y entereza.

¡Seguimos!

Jesús Lens

Los pajaritos y la radial

Sí. A mí también me gusta despertarme escuchando a los pajaritos. O me gustaba. Les confieso que sus diálogos matutinos cada vez me interesan menos.

Será porque echo de menos las conversaciones de los estudiantes de la academia de debajo de casa cuando salían a tomar un poquito de sol o echar un pitillo entre clases.

O la cháchara de los abuelillos que se sentaban en el banco de enfrente, cuando hacía buen tiempo, a hablar de sus cosas. No estoy tan desesperado, eso sí, como para añorar la cháchara de los mangurrinos que, de madrugada, okupaban el banco para escuchar reguetón y decir gilipolleces.

Me gusta el gorjeo de los pájaros. Su arrullo constante. Escucharles tan felices y contentos. O me gustaba. Ahora me gustaría volver a oír las órdenes de los entrenadores que enseñan a sus pupilos en el campo de fútbol de la Federación y los silbatos de los árbitros durante los partidos de fin de semana.

Añoro el jaleo de las actividades de la Feria de Muestra y, en sábados y domingos alternos, el bullicio del público que llenaba Los Cármenes para ver los partidos del Granada C.F.

Empiezo a sentir el pío pío de los pajaritos como la banda sonora de esta cuarentena. Sé que los pobres no tienen culpa de nada, amimalicos. Pero es que empiezo a echar de menos hasta la radial del taller de ahí al lado, cortando chapa y metal.

Jesús Lens

 

La jarra de leche

No sé si os pasa a vosotros también, pero hay determinados objetos que, con el transcurrir de los días, se han convertido en el reflejo mejor acabado del confinamiento.

Objetos que, cada vez que los ves, los tocas o los usas te hacen cobrar conciencia de esta suspensión de la realidad que estamos viviendo.

En mi caso se trata de una sencilla jarrita blanca en la que nunca reparé y que ahora, todas las mañanas, me recuerda este inaudito, sorprendente y estupefaciente día a día.

Prácticamente siempre solía desayunar fuera de casa. Es el rito que con mayor frecuencia y fidelidad he practicado a lo largo de mi vida: bajar a la calle, comprar el periódico y buscar una cafetería donde desayunar.

Como hace años que no tomo café después de comer, en mi casa nunca hay leche. Trato de compensar los lácteos con yogures, queso fresco y así. Pero ¿leche? ¡Quita, quita!

Cuando comenzó el confinamiento, empecé a preparar el café en una Nesspreso (¡gracias, gracias por existir!) y le añadía la leche directamente del cartón, fría. A veces tomaba así mi café con leche y, otras, le daba una pasada por el microondas.

Hasta que apareció la jarrita de leche. Blanca, elegante y sencilla. Tan cuqui. Ahora, todas las mañanas cojo la jarrita y caliento en ella la leche para el café. Y todas las mañanas, al lavarla, secarla y devolverla a su sitio pienso: ¿hasta cuándo?

Jesús Lens