El discurso del rey

Es imposible ir a ver “El discurso del rey” el mismo día en que la Academia le ha otorgado los Oscar a la mejor película, dirección, guión y actor principal y, en la reseña, sustraerse a ese hecho.

¿Se merece la película de Tom Hooper tanto honor y distinción? Personalmente, “El cisne negro” me pareció más y mejor película. Y, por supuesto, “La red social”. Pero eso no quita para que, viendo al duque de York luchar contra sus demonios, estuviera tenso en la butaca del cine, nervioso, como si pudiera ayudarle yo también a pronunciar un puñado de palabras de una forma razonablemente serena.

Porque, y a estas alturas todo el mundo lo sabe, el duque, padre de la actual Reina Isabel, era tartamudo. Algo que, hoy, podría parecer baladí, pero que en los años treinta tenía una importancia capital. En primer lugar, porque la radio transmitía la voz de los monarcas a las Islas Británicas y al resto del Imperio. Nada menos que un 25% de la población mundial. Su voz era su imagen.

Pero es que, además, los referidos años treinta vieron el ascenso del fascismo y la llegada de la II Guerra Mundial. Y, para Inglaterra y el resto del Imperio Británico, para lo que entonces se llamó el “mundo libre”, las alocuciones radiofónicas de sus líderes tenían una importancia estratégica sin parangón.

Podemos imaginar la situación, por tanto, del duque de York, tartamudo desde su más tierna infancia, cuando se tiene que dirigir a una multitud. Y, después, a la muerte de su padre, cuando los nazis son más que una amenaza para la paz mundial, la cuestión sucesoria que se plantea con su hermano, el legítimo heredero a la corona… empeñado en casarse con una mujer divorciada (sic)

Sin embargo, todo esto no es más que el escenario, el marco referencial. Porque si algo bueno tiene la película es que prácticamente el cien por cien de su metraje transcurre en un plano intimista: el que permite la relación del tartamudo con su logopeda, magistralmente interpretado por un Geoffrey Rush a la altura del multipremiado Colin Firth.

Esa relación es la base de la película. La confianza, los esfuerzos compartidos por superar un problema, los malos humores y los raptos de genio de dos personas que, en cualquier otra circunstancia, jamás habrían cruzado sus caminos.

“El discurso del rey”, por tanto, gustará mucho. A todos. Película universal que se ve con agrado, con las dosis justas de humor, tragedia, risas y lágrimas, cinismo, compromiso, pompa y circunstancia. Irreprochable, como la define Carlos Boyero.

Ahora bien, ¿está llamada a trascender y a figurar entre lo mejor de la década cuando, allá por el 2020, echemos la vista atrás y hagamos balance? Seguramente no. Mientras que, posiblemente, “La red social” y “El cisne negro” sí serán de las que se barajen como títulos imprescindibles y definitorios de una década.

¡Sólo el tiempo lo sabe y dictará sentencia!

Valoración: 8

Lo mejor: el trabajo interpretativo de los protagonistas y, también, de esos maravillosos secundarios que siempre ofrece el cine británico.

Lo peor: que su recuerdo no durará y terminará perdiéndose, como lágrimas entre las gotas de la lluvia…

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

Entre lo raruno y lo demencial

Lo sé. Soy raruno. Y lo asumo. Esta mañana, domingo de puente, paseando por las calles de una Granada desierta en la que, al amanecer, sólo te cruzas con borrachos de retirada o deportistas de salida, lo comentábamos:

– Vale. Uno, a los cuarenta, puede permitirse ser raruno. De hecho, todos tenemos nuestras rarezas, a los cuarenta o a los treinta y pico. Da igual la edad. Pero una cosa es ser raruno y, otra muy distinta, estar chalado.

Veíamos, en el escaparate de una tienda, el cartel de “El cisne negro”, reproduciendo el rostro perfecto de Natalie Portman, una reproducción en porcelana de sus marcados y delicados rasgos de muñeca. Solo que, por un lado, se resquebraja.

No sé qué película habrá ganado el Oscar esta madrugada. Quizá haya sido la película de Aronofski. O quizá haya sido “La Red Social”, en la que se cuenta la historia de otro tipo francamente peculiar, extraño, visionario y ¿genial?

Ha querido la casualidad, además, que esta noche haya visto “Una mente maravillosa”, basada en la vida del Nobel de Economía John Nash, un cerebro prodigioso que se vio asaltado por la esquizofrenia y los consiguientes raptos de paranoia que dicha enfermedad conlleva.

Si se medicaba, se convertía en un zombie, inútil e incapaz. Un leño. Un trozo de madera. Si no lo hacía, su mente galopaba sobre las fórmulas matemáticas como el equilibrista sobre el alambre. Pero, a la vez, su (sin)razón producía monstruos.

La relación entre la locura y la creatividad tiene una larga historia y tradición, así que no vamos a descubrir nada nuevo. Viendo películas como éstas, sin embargo, surgen cuestiones y dudas sobre la esencia del ser humano. Estar cuerdo, ser equilibrado y, en general, comportarse como una persona normal debería ser algo deseable, lógico y sensato. Sin embargo… también puede llegar a ser mortalmente aburrido.

Ser una persona especial, singular, creativa, loca y genial, sin embargo, tiene buena prensa, da juego, alegra la vida, aporta luz, rompe la monotonía… pero tiene que cansar. Tiene que acabar siendo muy duro, por una parte, responder a las exigencias de genialidad, clarividencia, alegría a tocomocho e ingenio a raudales. Y, para las personas cercanas al genio, debe ser un infierno tener que convivir con la alteridad, la extrañeza, lo raro y lo bizarro que, en pequeñas dosis, deslumbra. Pero que, a cucharadas soperas, tiene que astragar.

En fin. Que, con nuestras rarezas y peculiaridades a cuestas, aunque nos guste tener pájaros en la cabeza, hoy que he pasado una tarde infernal de jaqueca, me alegro de, en general, tener la cabeza bastante en su sitio.

Jesús tirando-a-cuerdo Lens