Mediterráneo desencadenado

Amanece el domingo calmo y tranquilo en la playa de La Chucha. Tórtolas, chorlitejos y patinegros se desperezan mientras nos dan los buenos días, revoloteando entre las ramas de los pinos, aguacates e higueras. El viento de Poniente se ha calmado, pero el mar sigue rugiendo, todavía alborotado tras el temporal del sábado.

Segundo fin de semana de septiembre, previo a la vuelta al cole de los niños. Último fin de semana del posverano, por tanto.

 

El sábado salí a caminar temprano, al borde del mar. Empezaba a soplar el Poniente, pero el Mediterráneo parecía un plato liso, azul entreverado con el dorado del primer sol de la mañana. En unos minutos, empezó a picarse, con los borreguillos blancos acariciando la superficie del agua, cada vez más encrespada.

 

Cuando salí de desayunar del cámping Don Cactus, ya se había liado: el viento me empujaba a la contra mientras caminaba el último kilómetro de vuelta a La Chucha, y las olas se habían apoderado del mar, agitándolo y revolviéndolo desde lo más profundo.

 

Entonces empezó lo bueno.

Ni me acuerdo de cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de un buen temporal de Poniente en nuestra costa. ¡Qué sensación, volver a sentir la fuerza desatada del mar haciendo lo que quiere con tu cuerpo, tratándolo como a un pelele desmadedajo, sacudiéndolo y agitándolo, tirando de él hacia dentro… antes de escupirlo, rendido, a la orilla de la playa!

 

A mi hermano Jose, a Eduardo, a Daniel, a Sergio y a mí nos gustan las olas. Nos flipan. Nos hemos criado en esta playa y la conocemos bien. Sabemos que, en cuanto la corriente nos lleva hasta las banderas del quiosco de Lidia, hay que salir del agua: más allá, los reflujos son peligrosos y te chupan hacia dentro.

 

Es un buen ejercicio, salir del agua, caminar unos minutos contra el viento por la orilla del mar, con el agua entorpeciendo el paso, para lanzarte a las olas y disfrutar de apenas cien escasos segundos de su vaivén y su trajín, de su energía y su fuerza desencadenadas.

 

Después, cansado y con una deliciosa sensación de vértigo, sales del mar, te secas con la toalla y te sientas a ver un rato a los surferos que, en la parte del gran rompeolas, cabalgan las olas con sus tablas, erigiéndose en demidioses capaces de caminar sobre las aguas. Un espectáculo, verles en sus arremetidas y galopadas, domando la fiereza del mar.

 

La mente, ahíta de emociones, empieza a llevarte por otros derroteros. Con la adrenalina aún corriendo por tu cuerpo, te acuerdas de los huracanes que, a estas mismas horas, azotan el continente americano. Y ya no es tan divertido, pensar en la fuerza de la naturaleza desbocada.

Y te acuerdas, inevitablemente, de las miles de personas que se dejan su vida en el Mediterráneo, ahogadas, en mitad de una travesía a vida o muerte que, huyendo del hambre, la guerra y la miseria; nada tiene de divertido.

 

Jesús Lens

PAISAJES

El pasado sábado me desperté temprano. Desayuné y antes de las nueve de la mañana estaba en la playa. Hacía sol y corría una suave brisa. Me senté en mi silla, pegado a la orilla y, cuando me disponía a abrir un libro y ponerme a leer, me quedé absorto, mirando al mar.

 

Y eso que estaba tranquilo y que las olas apenas se dejaban sentir.

 

Me puedo pasar horas y horas sentado frente al mar, sin hacer nada. Sólo mirándolo. Como me puedo pasar horas sentado en un risco de la montaña, viendo las altas cumbres de la Sierra, cuajadas de nieve.

 

También me gusta el verde de los valles, por ejemplo. Pero prefiero el mar, sobre todo si está bravío y tempestuoso. Y también me hipnotizan las altas cumbres nevadas.

 

Hay paisajes que tienen un extraño poder de seducción. Tienen la virtud de dejarte la mente en blanco y de imantarte al tronco de un árbol o a la arena de la playa, permitiéndote pasar un buen puñado de horas solitarias contigo mismo.

 

Y entonces me acordé de un delicioso artículo de Julio Llamazares en el que escribía lo siguiente: «Y es que ya lo dijo Josep Plà, el gran divulgador del paisaje ampurdanés, en el que nació y vivió: lo que diferencia al hombre del resto de los animales, aparte de la capacidad de pensar, es la de disfrutar del paisaje; es decir, de mirar el paisaje con mirada inteligente».

 

Yo no sé si lo miraba con mirada inteligente o embrutecida, el pasado sábado, al mar. Pero mientras estuve solo y el único sonido que se escuchaba era el del rumor de las olas, me sentí en un estado muy próximo al de la felicidad.

 

Jesús Lens, contemplativo.