Solo al bar

Ayer sábado caminaba por el barrio, una actividad a la que me he aplicado a fondo y con fruición este comienzo de año, no sea que terminen confinándonos en casa y nos hartemos de pasillo. Pasé junto a una cafetería en cuyo interior había una chica sola, leyendo un libro. Al verla me acordé del inefable Simón, al que le presumo las mejores intenciones, pero que vaya tela con sus análisis sociológicos.

La soledad es menos solitaria en la barra del bar

Simón la ha tomado con la hostelería y, para defender la conveniencia de su cierre, comentó que a los bares no vamos solos. No sé cómo sería su vida social antes de la pandemia, pero hay que ser muy osado, o estar muy fuera del mundo real, para hacer tamaña afirmación. Y no lo digo solo por ser un contumaz y tantas veces solitario visitador de bares y cafeterías.

Me acuerdo ahora de mi amiga Esperanza, una mujer fuerte e independiente. Vivía sola por decisión propia. “A veces es duro, no te creas. Cuando se me cae la casa encima —guiño al terremotaco de ayer— bajo al bar y me tomo una cerveza. Charlo un rato con los camareros y los parroquianos habituales y me vuelvo más animada”, recuerdo que me contaba.

Mucho se habla de la dimensión económica de abrir/cerrar la hostelería, pero le prestamos poca atención a la parte psicológica del invento. Parafraseando a Kennedy, reflexionemos sobre lo mucho que hacen los bares por nosotros; solos, o en compañía de otros.

El bar es una emoción, un estado mental. Piensen en la importancia que tiene en muchos de los hitos más relevantes que nos han ocurrido en la vida: celebraciones, planes, encuentros, conversaciones, descubrimientos… Y el amor, claro. El bar es un refugio contra la tormenta, el lugar que, fuera de casa, es lo más parecido a un hogar que imaginarse pueda. A nada que te descuides, el camarero llega a conocerte mejor que tu pareja.

De otras cosa no, pero bares y películas, algo sé

Todo ello no evita, sin embargo, que no parezca lógico ni oportuno estar dentro de una cafetería, leyendo sin mascarilla, una vez terminado el café. Si no queremos que vuelvan a cerrar, seamos lo más prudentes posibles en nuestros bares. Como La Cosa siga así, la semana que viene volverán a cerrar y tocará lidiar de nuevo con la Nesspreso y el tostador casero. Que la media de aceite con jamón me sale muy buena, pero que no es lo mismo.

Jesús Lens

(Más) Nighthawks

Por supuesto, esta entrada tiene que estar dedicada a mi amiga Irene, que, además de atesorar otra enorme cantidad de virtudes y bondades, es una de esas personas detallosas al máximo.

Siempre me ha fascinado este cuadro. Hasta el punto de que en la génesis y el desarrollo de mi nuevo libro, el ya anunciado (e inminente) “Café-Bar Cinema”, tiene mucho que ver, como ya indicamos aquí.

Noctámbulos

Lilia, una amiga del Facebook, me manda el siguiente vídeo, haciendo cine del cuadro. ¡Y con la banda sonora de Tom Waits, el icono de los nighthawks por excelencia!

Deconstruction – 1 from Shay J. Katz on Vimeo.

A Irene le gusta Hopper. Tanto que aquel cuadro cuyo título tanto de dio que hablar (si no os acordáis, pinchad aquí) era un homenaje al maestro americano.

People in the sun

Está claro que, al final, estamos “condenados” a entendernos, las gentes con afinidades estéticas.

Afortunadamente.

¡Y que viva David Lynch!

Jesús suertudo Lens

LOS BARES

De las mejores cosas que trae El País los sábados, una es la columna de Luis García Montero.

 

Hace unos días, en un bar, comentaba con mis amigas que quería que mi Cuento de Invierno para IDEAL, este año, transcurriera en un bar. Precisamente, en el granadino Bar Alegría, a las espaldas del Teatro Isabel La Católica.

 

Bar Alegría
Bar Alegría
  • ¿Por qué? -me preguntaron.
  • Porque la esencia de la vida se encuentra, sobre todo, en los bares.

 

De ello hablábamos en ESTE enlace, por ejemplo. Pero si alguien lo duda, lean, lean al poeta granadino, a nuestro querido Luis, hablando sobre el otoño y los bares…

 

El mundo se parece mucho a un sueño intranquilo. Por eso sentimos con frecuencia una condena íntima al vacío, al malestar, a la extrañeza, y por eso nos convertimos en ocasiones en monstruos. Después de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis de Kafka, amaneció convertido en un insecto horrible. Transformaciones de ese tipo no suponen un afloramiento de instintos y terrores profundos, sino una consecuencia del vacío. Resulta grato engañarse con una esencia subjetiva, aunque para defenderla debamos aceptar el infierno. Pero la verdad es que no hay esencias buenas o malas, sino historia, el hacerse y el deshacerse de la nada.

 

Es lo que descubrió Antoine de Roquentin, protagonista de La náusea de Sartre, en la galería de retratos del Museo de Bouville. Grandes padres de la patria, forjadores de la ciudad y de la moral, posaban ante la gloria con sus gestos de severo orgullo. Palpitaba en sus ojos brillantes un anhelo de realidad en estado sólido. Pero se trataba de un ejercicio de pura apariencia, de ambición desmentida por la historia. Olivier Blévigne, el diputado más compacto, autor de El deber de castigar, había sido en realidad un piojo, un don nadie que usaba taloneras de caucho para ponerse a la altura de sus discursos.

 

La búsqueda de mundos sólidos suele condenarnos a la ajenidad. Sin embargo, me consta que hay raros momentos de plenitud, momentos de ser y de estar, que nos hacen sentirnos parte de la realidad, fundidos en el ciclo de una existencia natural superior a nuestro desamparo. A veces he tenido la fortuna de vivir también esos momentos, y casi todos se los debo al mundo líquido de la luz y de los bares.

 

Granada es una ciudad definida por el otoño. Cuando la luz del atardecer se destiñe en un violeta alto y profundo, con tímidos restos de claridad dorada y con intuiciones narrativas que mezclan el rojo y el negro, la ciudad se justifica a sí misma. Cae una serena emoción, una tranquilidad lírica, sobre las colinas, los ríos, los edificios nobles y las plazas. Hasta los edificios feos de las calles modernas apuran su oportunidad de belleza, y el paseante se siente convencido por la realidad, forma parte del mundo, un ser legitimado por la luz, una verdad que ocupa su lugar.

 

La misma sensación de vida en su sitio, de realidad bien colocada, la he sentido en algunos bares. Se agradecen, por supuesto, los bares conocidos, esos bares de siempre, en los que las horas pasan como si estuviésemos en un domicilio particular. La alegría del alcohol y de los encuentros, de las rutinas elegidas y los rostros cómplices, es menos importante que una difusa sensación de pertenencia. La ciudad se transforma en una realidad propia. El vacío se aleja de nosotros y se va con las botellas y las copas.

 

Pero se agradecen mucho más las sorpresas de los bares en las ciudades extrañas, porque nos dan amparo igual que la luz del otoño, y la sensación de pertenencia es más amplia, más generosa, hasta convertir en intimidad el mundo extranjero. Descubrir un bar significa querer volver, sentirse parte de una forma de vida, sumergirse en la íntima alegría de las repeticiones.

 

Conservo algunos posavasos de mis bares preferidos, y me gusta encontrármelos por la casa. Surgen entre los libros, en los rincones de las estanterías, como recuerdos de amparo y como incitaciones para el regreso. Un bar puede ser una ciudad. En tardes de lluvia o de frío, en noches de calor y humedad, con el cansancio de los kilómetros y las incertidumbres, con la impaciencia de la piel libre o el pulso del corazón triste, los bares me han regalado a veces un lugar, un sentimiento de pertenencia. Cuando bebo solo en casa, levanto la copa por todos los clientes de mis bares preferidos. Ellos me han ayudado a comprender el mundo.

 

¿Es, o no es para brindar largamente, un artículo como éste?

 

Jesús Lens. Un irredento, pero sano barfly.

 

PD.- Además, hay otra buena razón para que esto de los bares me interesa ahora tanto, pero de eso, ya hablaremos más adelante… 😉