Topografías del Terror

Caminar por las calles de Berlín es adentrarse en lo más profundo de la historia de la Vieja Europa. Los grandes edificios de acero y cristal superan ampliamente en número a los antiguos edificios de piedra, destrozado durante los bombardeos de la II Guerra Mundial.  Lo nuevo y lo viejo, dándose la mano entre recuerdos del Muro, el Checkpoint Charlie, el Reichstag y los puentes sobre el Spree.

En Berlín hay dos lugares especialmente estremecedores: el Memorial en recuerdo del genocidio de los judíos y el llamado ‘Topographie des Terrors’, funcional y adusto edificio erigido en un inmenso solar flanqueado por restos del Muro y donde se encontraban situados los cuarteles generales de la Gestapo, las SS y otros de los organismos básicos para el funcionamiento del régimen nazi.

Se trata de un lugar en el que, con profusión de fotografías, reproducciones de documentos, periódicos, revistas, documentales y noticieros; se explica con todo lujo de detalles cómo funcionaba la siniestra e implacable maquinaria de la muerte implantada por los nazis. Las humillaciones públicas, las deportaciones, las ejecuciones y, por fin, los campos de exterminio.

Lo visitamos el domingo cerca del mediodía y coincidimos con cientos de personas, la mayoría jóvenes estudiantes que leían, veían y escuchaban con atención y respeto. En silencio.

Hace un par de semanas, un atentado de corte antisemita sacudió a Alemania. Estos días, en Hamburgo, se juzga a un individuo de noventa años que fue vigilante del centro de exterminio de Stutthof, en Polonia, donde murieron 65.000 personas.

Es un tópico que, sin embargo, no debemos olvidar: los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla. El fascismo, el nacionalismo, la homofobia y la xenofobia vuelven a campar a sus anchas por Europa, cada vez más blanqueados. Es algo intolerable, muy peligroso y aterrador.

A veces es necesario hacer un alto en el camino y mirar hacia atrás. Recordar de dónde venimos para tener claro hacia dónde queremos ir y, sobre todo, qué senda no deberíamos retomar jamás. Conocer y repasar nuestra historia para no volver a cometer los errores del pasado.

Jesús Lens

LA CINTA BLANCA

Hace unos días creé uno de esos grupos tan de moda en Facebook, para hablar de nuestro libro, «Hasta donde el cine nos lleve», y poder recibir comentarios, sugerencias e impresiones. En una de las charlas que tenía con los Amigos del grupo comentaba que había ido, por fin, a ver «La cinta blanca», cuyo demorado estreno en Granada provocó que escribiera esta encendida declaración y esta otra no menos ardiente columna en el periódico IDEAL.

 

Curiosamente, dos buenos aficionados al cine me comentaron lo mismo: «La cinta blanca» es un películón, pero no precisamente para verla un viernes o un sábado, pensando en salir de fiesta con los amigos. Es una película para verla entre semana, a ser posible, en una sesión temprana que te permita disponer de un buen puñado de horas por delante para dejar que la misma te cale y te penetre bien, una vez finalizada la impactante proyección.

 

Porque, efectivamente, «La cinta blanca» impacta. Y lo hace como deben impactar las buenas películas: sin abusar de efectismos fáciles y gratuitos, sin apabullar al espectador con truculencias, gritos o estridencias. Porque Michael Haneke, el más interesante de los cineastas europeos contemporáneos, es un auténtico maestro de la sugerencia y de la insinuación.

 

Haber llegado a la maestría de Haneke para contar al espectador lo que pasa detrás de una puerta cerrada no es fácil, ni mucho menos. Un portento, el alemán, cuando gira la cámara y deja fuera de plano lo que el espectador supone, se imagina, piensa y sabe que está pasando. De esa forma, cada espectador se lo puede representar en su cabeza de forma que el horror es siempre extremo. Porque la imaginación, siempre, supera a la más cruel de las realidades.

 

En «La cinta blanca» nos encontramos en la Alemania previa a la Primera Guerra Mundial. En uno de esos pueblecitos de postal que, gracias a la impresionante fotografía en riguroso y majestuoso blanco y negro de la película, luce con todo su esplendor. Un pueblecito habitado por hermosos niños rubicundos y serios hombres temerosos de Dios en los que, de repente, empiezan a pasar pequeñas cosas que sacan de sus casillas a los residentes en el pueblo, como el profesor de la escuela nos contará en una inolvidable y descriptiva voz en off que acompaña al espectador muchas horas después de que la película haya terminado.

 

Un día, el médico tiene un accidente cuando montaba a caballo. Un accidente no fortuito, desde luego, ya que el équido tropezó con un cable metálico, estratégicamente situado en un lugar por el que el médico siempre cruzaba en sus paseos hípicos. A partir de ahí, la vida se enturbia en el pueblo. Hay accidentes, pequeñas venganzas, recelos, violencia soterrada y, por fin, violencia explícita.

 

No son grandes barbaridades, grandes dramas o grandes crueldades, los que se desarrollan frente al espectador. Pero, a medida que pasa el metraje, van subiendo de intensidad. Y, lo peor, es la reacción de los habitantes del pueblo, unos mirando a otro lado, otros quitándose de en medio, otros encubriendo los despropósitos de algunos infames descerebrados…

 

Y está el pastor. De almas. Rígido, duro y exigente. Y sus hijos. Y está el médico. Que vuelve a casa. Y su amante. Y los hijos de ésta. Y está el noble, casi seños feudal de la localidad. Y sus hijos. Y los trabajadores. Y sus hijos.

 

Y estamos en una Alemania que, tras perder la Primera Guerra Mundial, empezó inmediatamente a prepararse para la II. Y tenemos en pantalla a los niños que, de mayores, protagonizarían una de las mayores infamias de la historia de la humanidad. No por casualidad, como Haneke se encarga de demostrar con esta, otra más, brutal Obra Maestra.

 

Lo mejor: que todo lo que escribimos antes de «La cinta blanca» está más que justificado ante este pedazo de joya.

 

Lo peor: que el Oscar se lo dispute a otra joya como es «El secreto de sus ojos».

 

Valoración: 10.     

    

MALDITOS BASTARDOS. ENTRADA 1

Azares diversos me impidieron ver la última película de Tarantino en las idóneas y deseables condiciones que me hubiera gustado por lo que el pasado sábado entré en la sala de cine cargado de reticencias y malos presagios.

 

Y es que, como ocurre con todas las actividades importantes de la vida, el ánimo con que las afrontamos resulta trascendente. Y, sin embargo, fue arrancar el Capítulo 1 de «Malditos bastardos», en esa Francia ocupada por los nazis, en 1941, y las nubes se disiparon de inmediato, hasta el punto de que, veinte minutos después, tras haber disfrutado como un hipopótamo en un lodazal con el interrogatorio a un lugareño francés, llevado a cabo por Hans Landa, posiblemente el mejor nazi de la historia del cine; mande a mi querida Burkina uno de esos SMS que te salen de lo más hondo de las entrañas: «Capítulo 1 portentoso. ¡Qué diálogos! Brutal. Hay que escribir. ¡Hay que escribir más!» Y es que hay momentos que, si no se comparten, no son lo mismo. ¡Ni modo, parecido! ¿Verdad?

 

El caso es que una película como «Malditos bastardos», para quiénes nos gusta escribir (casi) por encima de cualquier otra cosa, es una auténtica revelación. No me extraña que Tarantino diga, en sus entrevistas, que con escribir guiones como éste se siente más que satisfecho y que, después, cuando empieza el rodaje, su mayor temor es ensuciarlo, mancharlo o degradarlo, temiendo no ser capaz de estar a la altura de las circunstancias.

 

El Capítulo 2, con Brad Pitt como protagonista, sería el más tarantiniano de los cinco que conforman esta película, si por tal entendemos esa propensión a la violencia más grand-guiñolesca, socarrona y bienhumorada de la historia del cine, protagonizada por un comando de judíos americanos que disfrutan cortando cabelleras o bateando enemigos, con saña y delectación.

 

Pero el gran protagonista de la película es esa criatura mágica y maravillosa, inquietante, malvada, cruel, inteligente e hipnótica, Hans Landa, interpretado por un Christoph Waltz en estado de gracia, que le aporta a su personaje la dosis necesaria de ritual cinismo y preclara clarividencia del estratega que siempre va tres pasos por delante de los demás. El manejo de todas las situaciones y el juego que plantea con cada gesto, desde el hitchcockiano vaso de leche a ese strudel sin nata, da buena muestra del impresionante y singular talento de Quentin para crear personajes destinados a perdurar en la memoria del espectador.

 

Un Tarantino al que admiro, sobre todo, por su capacidad de hacer lo que le da la real de las ganas. Todas las noticias que hemos ido recibiendo de sus «Malditos bastardos» ponían el acento en las referencias a los spaghetti westerns o a películas bélicas como «Los doce del patíbulo» o «Los violentos de Kelly». Y, sin embargo, el gran mérito de la misma es su profunda carga literaria y, para mí, lo mejor son los dos capítulos más íntimos y opresivos: el primero, ya comentado, y, por supuesto, el que se desarrolla en esa minúscula taberna llamada La Louisiane, aunque de Tarantino y sus bares ya hablaremos, largo y tendido, en otro momento. Y, espero, en otro formato.

«Me gusta concebir un guión como una novela, con capítulos, para que sean muy diferentes y tengan una atmósfera distinta».

 

Y, por eso, hay que hacerse con el guión de «Malditos bastardos», publicado en España por la editorial Mondadori. Porque es toda una lección de la que tenemos mucho que aprender.

 

¡El guión, el guión!
¡El guión, el guión!

Nos queda mucho por hablar sobre «Malditos bastardos». Sobre todo, de su final. Pero vamos a esperar unos días para que vayáis viendo la peli, de aquí al viernes, cuando abriremos una nueva tertulia virtual sobre una de esas películas que pide a gritos volverse a ver, mejor antes que después.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.       

CUAVERSOS DEL MAL

Esta foto de John Demjanjuk, conocido como Iván el Terrible, me «inspira» los Cuaversos de hoy.

 

Unos Cuaversos inquietantes, cuando menos, llamados a no gustar. Unos Cuaversos visuales que nos muestran el rostro, la mirada del Mal. Con mayúsculas. Y, al final, el poema «Los rostros anónimos de la maldad», de Osvaldo Luis Palladino.

 

 

LOS ROSTROS ANÓNIMOS DE LA MALDAD

 

Los rostros anónimos de la maldad

No tienen rostros propios,

No tienen nombres propios,

Siquiera tendrán alma alguna…

Son los rostros de gente cobarde,

De gente fanática y enferma,

Enferma de locura y de poder,

Que se esconden detrás de una mentira

Llena de palabras huecas y discursos vacuos

Y ejercen el terrorismo de las ideas

Sobre los pueblos inocentes

Colocando bombas arteras,

Desalmadas y criminales,

Sin ninguna pizca de piedad.

Argumentan ser rostros de la venganza,

Dicen ser las voces inflamadas del odio,

Ser el puño de una justicia divina

e invocan a imaginarios Dioses,

Ofrendando su inmolación a una causa.

Palabras vacías y discursos altisonantes

Porque ningún Dios o Santidad

Podría avalar ésta violencia sin sentido.

Ellos simplemente son asesinos

Y no habrá ningún paraíso

Que cobije sus sueños enfermizos.

Sólo habrán logrado ganar

Una condena universal y perpetua

Sobre ellos mismos y sobre su gente,

A quienes en cierta forma

Condenan al atroz sufrimiento

De la vergüenza y del aislamiento.

Los rostros anónimos de la maldad

No tienen bandera, no tienen país,

Siquiera tienen un uniforme,

Tan sólo tienen la cobardía

Que los identifica y los iguala.

Osvaldo Luis Palladino