Conversacioncita

Estoy sentado, trabajando, en la mesa de mi despacho. De repente, al otro lado de la puerta, empiezo a oír el runrún de una conversación telefónica. A los cinco minutos, estoy más pendiente de lo que dice el sujeto a su interlocutor que de mi propio trabajo.

En un momento dado, le escucho hacer una aseveración un tanto aventurada, por lo que decido salir del despacho para hacerle ver que estoy aquí, pegado, justo al otro lado de un sencillo panel de madera.

Le importa un cojón.

El tipo sigue hablando, en alta voz y sin pudor alguno. No le conozco. No es un compañero de mi empresa. Pero ahí está, en el pasillo, hablando sin parar.

 el móvil

Pasa media hora. Todavía no ha callado. Maldiciendo los avances hechos por la telefonía móvil en materia de duración de batería, decido que es hora de mear, aprovechando que aún es gratis.

Me pongo la chaqueta, abro violentamente la puerta del despacho y, al salir, lo miro fijamente. Él desvía la mirada hacia el suelo y sigue dándole al pico. “El dinerito… la barrita… la consecuencia… el trabajito…”. Se trata de uno de esos individuos que infestan su conversación con diminutivos, a diestro y siniestro.

Vuelvo hacia mi despacho caminando despacio, muy despacio. Trato de cruzar mi mirada con la suya. Imposible. Parece uno de esos camareros que, aun con el bar completamente vacío, te ignoran soberanamente, como si fueras transparente. E invisible.

Al entrar en mi cubículo, pego tal portazo que tiembla el misterio. Se la suda. De hecho, creo que ahora habla incluso más alto. Y ahí sigue. Como un conejito al que le hubieran puesto una versión mejorada de pilas Duracell.

Y que, además, se hubiera tomado tres anfetas.

Pincho a Erik Truffaz y le meto volumen.

Y pienso en lo que alguna gente podría -y debería- hacer con el telefonito. Y su culito. Insistiendo con los diminutivos.

 Móvil

Jesús Lens asqueado.

En Twitter: @Jesus_Lens