EL HUMO EN LA BOTELLA

“La mayoría de la gente se pregunta qué sería de su vida si no hubiera tomado ciertas decisiones equivocadas; si él anulaba todos los errores que había cometido, no le quedaría vida que cambiar.”

Pocas veces una frase puede describir tan bien, y de una forma sólo aparentemente sencilla, la existencia al límite de un loco, un chiflado. Porque los protagonistas de “El humo en la botella”, la última novela de Juan Ramón Biedma, recién publicada por la siempre atenta editorial Salto de Página, son todos unos dementes. Unos dementes de libro. Clínicamente certificados, o sea. (Más de Biedma, AQUÍ)

Locos de atar, como diría alguien que no conociera el fascinante, denso, abigarrado, oscuro y barroco universo literario de Juan Ramón Biedma. Como una cabra. Porque Juan Ramón nutre las páginas de su inquietante bibliografía con esos locos que, en un mundo como el que nos ha tocado vivir, quizá sean los más cuerdos. Los más clarividentes. Los más iluminados.

Sevilla, convertida en territorio mítico de un Biedma absolutamente desatado, presenta un aspecto tan desolado como desolador, oscura por los continuos apagones, miserable por cuanto a las casas en ruina, los desmontes, los solares abandonados, los edificios carcomidos, las calles desiertas en unas madrugadas que, por fortuna, nada tienen que ver con las famosas y angustiosas Madugrás…

Y en ese espacio, los Anube, Mengele, Peña, Boris o Eme se conducen en una aventura tan imposible como su futuro. Todos ellos son deshechos de una sociedad no apta para hipersensibles, hiperactivos, superdotados, esquizofrénicos y paranoicos. Porque los manicomios han cerrado y, ahora, los locos están en las calles. Pero ¿quiénes son los locos? Y, sobre todo, ¿por qué?

¿Y si es cierto que lo que genéricamente conocemos como “enfermedades mentales” no son sino los efectos colaterales de los superpoderes de unos cuantos elegidos por el destino para cambiar el curso de la historia? Y, de existir esos Todopoderosos, ¿qué institución querría captarlos para que hicieran proselitismo de su inmemorial ideología? ¿Qué institución se ha encargado, históricamente, del cuidado de los más desfavorecidos de entre los desfavorecidos de la sociedad?

En todo este maremágnum, al abogado Set Santiago le encargan la búsqueda de Eme, uno de los loquitos, fugado de una “casa de reposo” de lujo tras recibir un ejemplar de una novela misteriosa: “La orden de la buhonería” e iniciar la búsqueda de su misterioso autor. Peña, por su parte, anda preparando el secuestro del hermano de Eme. Con la ayuda de Mengele. Y de Anube. Al que le proponen participar en el atraco de un banco ilegal de dinero negro proveniente de la economía sumergida. Y más. Mucho más.

Pero si la acción, la trama y el argumento pintan tan bien, lo mejor es la prosa de Biedma. Como balazos en la frente. Pinceladas brutales para definir a cada personaje. Sus historias, sus orígenes. Sus motivaciones. Párrafos de una intensidad sin parangón en la moderna narrativa escrita en castellano, hasta el punto de que, si al libro le quitaras las pastas y cualquier otro elemento identificativo… daría igual: el lector siempre sabría que estaría leyendo una novela de Biedma. Todo un clásico.

¡Qué me alegro de que Juan Ramón haya vuelto a publicar! Otro novelón. Como nos viene acostumbrando.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LOS RENGLONES TORCIDOS DE DIOS

Para la última edición de los Liblogs se decidió que la lectura compartida fuera «Los renglones torcidos de Dios», una novela antigua de Torcuato Luca de Tena, clásico entre los clásicos, reeditado en bolsillo por Booket.

 

Como no llegué a la cita de los Liblogs, me limité a poner un par de citas sobre la locura, auténtica protagonista de la novela.

 

La primera no podía ser sino la clásica cita de Eurípides: «Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero le vuelven loco». Y puse esta cita porque estaba al principio (o al final) de un peliculón de ese maestro tan minusvalorado: Samuel Fuller. Efectivamente, «Corredor sin retorno» (Shock corridor. 1963) cuenta la historia de un periodista que, con el fin de hacerse con el Pulitzer, no duda en ingresar en un psiquiátrico en que se ha producido un asesinato y del que los únicos testigos son los propios pacientes del hospital. Una película terrible, durísima, con uno de esos finales que te dejan mudo, rascándote el cogote, absolutamente impactado.

 

Y claro, al saber que el autor de «Los renglones torcidos de Dios» estuvo visitando hospitales psiquiátricos para documentarse para su novela, no pude evitar la evocación, aunque una cosa es dejarse caer por los manicomios y otra muy distinta, hacer como el periodista de la película de Fuller o la propia protagonista de la novela, Alice Gould: ingresar como un paciente cualquiera en el infierno, voluntariamente, sin cinturón de seguridad alguno. Un salto al vacío, sin red.

 

Así, toda la primera parte de la novela de Luca de Tena me parece muy interesante. A través de la descripción de los enfermos que la protagonista se encuentra al ingresar en el manicomio, el autor hace un repaso por distintas patologías mentales de las que tanto hemos oído, pero de las que tan poco sabemos: fobias, esquizofrenias, paranoias, etcétera, tratando a los dementes con sumo cariño y respeto.

 

Pero después la novela se desliza por una pendiente, para mi gusto, mucho menos interesante: ¿está loca o no lo está la protagonista? ¿Es, efectivamente, víctima de una conspiración o padece realmente de una afección mental?

 

Y es que, como aficionado a la novela negra y criminal, ya he dicho en innumerables ocasiones que lo importante no es el famoso quién-lo-hizo, el who-do-it de la novela-enigma; sino el porqué, el trasfondo, las razones, el marco… el concepto, que diría Manquiña.

 

A mí, la locura, me da pánico. No es que piense que estoy muy bien de la azotea, pero más o menos, controlo. Y, sin embargo, cuando leo novelas como ésta, o como la célebre «Alguien voló sobre el nido del cuco», de Ken Kesey; o la propia «Tokio blues» de Haruki Murakami; me dejan muy tocados. Porque ¿quién nos puede asegurar que estamos libres del peligro de ese clic que se rompe dentro de la cabeza y desemboca en cualquier manifestación de locura, de la paranoia a la depresión?

 

Y por eso, el jueves pasado dejé otra cita, a modo de provocación, sin que nadie recogiera el guante: «La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca.»

 

Y es que, curiosamente, la locura tiene buena prensa. La singularidad del loco, su radical independencia, su renuncia a los convencionalismos, su individualidad a ultranza; están muy bien considerados… desde la normalidad burguesa de una vida tranquila, sana y cómoda claro.

 

Si buscamos por la Red citas sobre la locura, encontramos un buen puñado de ellas que aluden a unos aspectos creativos, ingeniosos y positivos con los que me resulta muy difícil congeniar.

 

De Goethe: «La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma»

A Nietzsche: «En el amor siempre hay algo de locura, mas en la locura siempre hay algo de razón»,

pasando por Ambrose Bierce: «Todos son locos, pero el que analiza su locura, es llamado filósofo» o

Samuel Beckett: «Todos nacemos locos. Algunos continúan así siempre».

 

A mí, sin embargo y a qué engañarnos, la locura me da miedo. Mucho miedo. Pavor. Terror, incluso.

 

Y vosotros, ¿cómo lo veis?

 

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

Razonablemente cuerdo, creo.