Los del veneno

En el proceso de recuperación de mi pie lesionado estoy practicando una actividad que he bautizado como Trotandar: alternar tramos caminando y otros al trote cochinero, procurando no asfixiarme en el intento.

Con el Trotandar he recuperado, también, la sana y creativa afición de buscar ideas mientras practico algo parecido al deporte al aire libre. Y con esa intención salí ayer domingo, a eso de la una de la tarde. Acababa de empezar mi recorrido e iba pensando en el gran MagoMigue y su maravillosa GranHada, cuando llegué a un paso de peatones.

 

Paró el coche que venía por el carril más cercano a mi acera, pero otro que venía más lejos, por el carril opuesto; viéndome más que de sobra y con tiempo suficiente para frenar, hizo exactamente lo contrario: acelerar y pasar él primero, pegándome un susto de muerte.

 

Imagino que, con semejante proeza, el tipo quiso demostrar el peso y el volumen de sus testículos. Supongo que será el clásico cerril que practica el espatarramiento y que, en un bar, siempre habla a un volumen lo suficientemente alto como para que toda la clientela se entere de lo que opina sobre cualquier cosa.

 

Lo peor no fue el intercambio de epítetos que nos soltamos. Lo peor de todo fue que, desde el incidente, todas las ideas que se me venían a la cabeza eran malas, negativas y pesarosas: entré en barrena mental y solo me acordaba de putadas recientes, de mala gente y de peores personas. El domingo, de pronto, se nubló.

Y entonces, pensé en él. En ese tipo que, de un tiempo a esta parte, lo envenena todo con cada aparición. Ese individuo que trata de hacer un show permanente para llamar la atención de sus fieles acólitos. Ese sujeto que utiliza los medios más mezquinos para llevar al barro y enmierdar desde su tribuna cualquier tema que toca.

 

No son las formas. No son los gestos para la galería. No son las provocaciones. No son las esposas que lleva al Congreso de los Diputados. Es el envilecimiento, el odio que genera, Gabriel Rufián, espoleando los más bajos instintos de su gente, apelando al yo animal que todos llevamos dentro. Al xenófobo. Al excluyente. Al descerebrado.

Son los Rufianes de la vida, con su odio, su veneno y su ponzoña; quienes nos separan, nos zahieren y nos dividen.

 

Jesús Lens

MARATÓN DE SEVILLA: UNA Y NO MÁS

Poco a poco iré hablando de la Maratón de Sevilla de este domingo 22. Pero mi primer resumen es… «Yes. I am a Marathon Man.» Pero.

 

Primera maratón cumplimentada, en la buchaca… pero también es la última. Y esto enlaza con la entrada de hace unos días: Ardemos por correr, pero tememos quemarnos.

 

Sé que mis amigos de Las Verdes se van a enfadar, pero, y esto lo firmo donde haga falta… nunca más correré una Maratón.

 

Es decir, estoy contento y satisfecho, por supuesto. Pero no siento esa euforia o esa emoción que esperaba. A mí me hubiera gustado titular esta Entrada como «Disfrutar muriendo», en palabras de una amiga. Pero no. No disfruté. Es cierto. Crucé la línea de meta con la satisfacción de haber cumplido un sueño. Pero el sueño, por desgracia, fue pesadillesco durante demasiado tiempo.

 

3.46.05.

 

Tres horas, cuarenta y seis minutos y cinco segundos, aunque el tiempo oficial me dará algo más. Algo más de cinco minutos el kilómetro en un día perfecto, climatológica y físicamente para correr una Maratón.

 

Hasta el kilómetro 25, cuando los isquiotibiales y el femoral de la pierna izquierda empezaron a hacerse añicos. De repente, noté cómo empezaban a resquebrajarse, mientras el grupo de gente en que me había encastrado, corriendo cómodamente a 4.50 minutos el kilómetro,  se alejaba irremediablemente.

 

Entre el 25 y el 33 pensé que no llegaba a meta. No quería parar. Ni me lo planteaba. Se lo debía a R. Y a mis amigos del baloncesto, a los que he dejado tirado varias semanas, por esto de la Maratón. ¿Con qué cara, volver y decir que no, que no fui capaz? Pero, honestamente, estaba convencido de que la pierna no aguantaría. Cada paso suponía sentir los aguijonazos de un enjambre de abejas cabreadas en la pierna.

 

 

Y, sin embargo, el cuerpo humano está hecho para sufrir. Al menos, si vienes a participar en una Maratón.

 

Mi obsesión, llegar al Km. 33, o sea, menos de diez para la meta. Me juramenté a mí mismo: si llegaba al 33, llegaría a meta.

 

Y así fue. Cada kilómetro me costaba la misma vida. Siempre pensaba que ya lo había pasado, sin verlo, cuando aparecía en lontananza, riéndose de mí, desafiándome, retándome a sobrepasarlo.

 

Y, aún así, no me paré. Yo quería correr una maratón, sin andar, sin detenerme… mientras fuera posible.

 

Me dio mucha alegría que me adelantara Javi. Un pinchazo le paró en seco en el 21. No sabía cómo iba. Y, aunque no pude hacer ni amago de seguirle, fui feliz viendo a mi amigo cabalgar hacia la meta. Del resto de Las Verdes… todos por delante.

 

Y sí. Llegué. Por fin. Después de correr los últimos kilómetros, casi arrastrándome, a siete minutos el kilómetro.

 

Y ahora pienso que Nunca Mais.

 

Estas son mis reflexiones, con hielo en la pierna, recién llegado a casa.

 

Lo siento. Es lo que hay.

 

Jesús Lens, roto.

PD.- Lean esta entrada, del lunes… «Donde dije digo… digo: ¡Maratón!»