La Bella Durmiente

Y cuando despertó, el AVE seguía sin estar allí.

 

¿Qué fue, entonces, lo que la había despertado? Porque ella, Granada, la Bella Durmiente, se había echado a descansar a la espera de que llegara él. El AVE llamado a conducirla, por fin, al siglo XXI.

Cansada y ojerosa, tuvo tentaciones de darse la vuelta y seguir durmiendo, maldiciendo al galán que había osado despertarla, sacándola de un sueño, entre mortecino y mortuorio, que la mantenía cómodamente postrada, luciendo su proverbial e incuestionable belleza.

 

Pero fue imposible. Una vez sacudida por el impulso del galán de la negra barba, las gafas oscuras y el Yeah en la boca, la Bella Durmiente fue consciente de que le iba costar, y mucho, volver a conciliar el sueño. Sobre todo porque buena parte de las personas que pasaron años y años cantándole nanas para arrullarla, diciéndole lo guapa que era, se habían alineado con el incansable y lenguaraz médico de urgencias que llevaba varios meses pinchándola y espoleándola. Hasta que consiguió que abriera los ojos.

 

Granada, la Bella Durmiente, había despertado. Y menos mal que lo hizo porque, una vez estirada y abandonado el sopor posterior a los célebres “cinco minutitos más”, se descubrió canina y muerta de hambre. Se ve que a los encargados de alimentarla mientras ella descansaba para mantener incólume su belleza, se les había ido el santo al cielo. De hecho, se le empezaban a marcar las costillas debajo del vestido.

Un vestido que, ahora que lo miraba con atención, estaba todo apolillado y pasado de moda. ¿Y el peinado? No había champú, acondicionador, mascarillas ni laca suficientes para darle consistencia a aquellas greñas.

 

La Bella Durmiente perdió el equilibrio al tratar de ponerse en pie. Demasiado tiempo postrada. Le faltaba práctica. Consiguió asomarse a la ventana. Y lo que vio… no terminó de gustarle. No es que el panorama fuera desolador, pero estaba claro que había mucho trabajo por hacer.

Al oírla despertar, los viejos guardianes de las esencias acudieron al dormitorio, raudos y prestos, aconsejándole que volviera a tenderse, no fuera a fatigarse y a darle un vahído. Con lo que no contaban, los Venerables, era con que la Bella Durmiente se hubiera hecho con un smartphone y que, a esas horas, ya hubiera leído la prensa digital y lo mucho que se exigía de ella en las redes sociales.

 

Jesús Lens

Antes exiliado que ganivetiano

En su discurso de despedida como alcalde en funciones de Granada, Juan García Montero recurrió a un pasaje de “Granada la bella”, de Ganivet, que habla de los cambios y de los riesgos inherentes a las batallas en torno a lo nuevo y de lo viejo.

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Bonito título, ¿verdad? Granada la bella. Y, sin embargo, no debemos dejarnos engañar. Porque la Granada a la que aspiraba Ganivet era una Granada rancia, retrógrada, clasista, iletrada y pueblerina.

Cuando estaba vivo el debate sobre si introducir luz eléctrica en Granada o mantener los velones y las lámparas de aceite como sistemas de iluminación, el visionario de Ganivet apuesta por los métodos tradicionales, faltaría más. ¿Y la obsesión que parecía haberse desatado en la ciudad por recoger la basura y controlar la suciedad? Según Ganivet, tampoco era para tanto, que “a veces la suciedad y el abandono de las calles sirven para hacer resaltar más vivamente la pulcritud de los ciudadanos”. ¡Con un par!

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Peor aún y más nauseabundo todavía es el clasismo ganivetiano, que se muestra conforme con el hecho de que la mitad de los españoles fueran ágrafos e iletrados. Así, hablando de las invasiones napoleónicas, elogia la incultura hispana resaltando que “los que salvaron a España fueron los ignorantes, los que no sabían leer ni escribir”.

¿Y el agua corriente? Pues tampoco la consideraba importante Don Ángel, que en vez de la instalación de tuberías para el abastecimiento ciudadano defendía el papel de los aguadores que bajaban el agua potable desde los manantiales, a pie o en burro, ofreciendo una preciosa y típica estampa…

¿Y quién necesita calles rectas y anchas en una ciudad, pudiendo tenerlas irregulares y estrechas, para que nos den sombra? La calle Larios, de Málaga, por ejemplo, la consideraba de una vulgaridad insultante. Y me reservo otras cuestiones, como la del comercio, para un futuro artículo…

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No sé si esta “Granada la bella” ha sido libro de cabecera de García Montero durante sus trece años como concejal de cultura. Desde luego, explicaría bastantes cosas…

¡Como le agradezco a Antonio que me alertara contra el ser ganivetiano, cuando publiqué mi artículo de hace unas semanas, preguntando si nos considerábamos como tales, tras la consulta evacuada por el Centro Artístico a la RAE sobre el uso del adjetivo!

Ahora lo tengo claro: ¡antes exiliado que ganivetiano!

Jesús Lens

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