TODO ES SILENCIO

“La boca no es para hablar. Es para callar”.

Así empieza la última novela de Manuel Rivas. Y convendréis conmigo en que no es un comienzo cualquiera. Se trata de un par de frases que marcan el resto de una narración. Que contextualizan. Que conceptualizan lo que va a pasar en las siguientes 250 páginas de una novela, “Todo es silencio”, muy, muy especial.

He tardado mucho, pero mucho, muchísimo en escribir la reseña, desde que terminé la lectura del libro. Me costaba dar con el tono oportuno y preciso. Es curioso, hoy me criticaban algunas de mis reseñas. Por una parte, porque les meto “personas” reales, hablando de amigos, momentos o circunstancias meramente subjetivas, lo que en realidad no me preocupa ni un ápice. Como le decía a mi interlocutora, necesito divertirme a la hora de escribir y mezclar literatura, cine o música con otras cuestiones personales no sólo me gusta sino que me parece esencial. A fin de cuentas, somos lo que leemos, vemos, escuchamos…

Sin embargo, que me dijera que algunas reseñas o entradas eran “aburridas”… grrrrrrr. Eso sí que me dolió. ¡Aburridas! ¡No, por favor! Si algo intento, a la hora de escribir, es no aburrir.

Pues bien, a la hora de escribir sobre la última novela de Rivas, no me sentía cómodo. Así que lo dejaba para otro momento. Porque no daba con el tono. Y no daba con él porque el tono de la novela es muy especial, muy íntimo y muy personal. Sobre todo tratándose de una novela negra. Muy negra. Negra como el txapapote que el Prestige vomitó sobre la Costa da Morte.

Desde hace muchos años, Rivas es uno de mis escritores favoritos. Pero de no ficción. Me encantaban sus libros sobre Galicia y el ser gallego. Y sus artículos y reportajes en los periódicos. Me encanta cómo mezclaba la realidad y el realismo con la fantasía, la mitología y la imaginación.

Sin embargo, con las novelas me costaba más. No llegué a conectar con “El lápiz del carpintero” y con “La lengua de las mariposas” hice eso tan socorrido de ver la película. Sobre todo, porque era excelente. Pero tenía un resquemor por no leer a uno de los autores más reputados del panorama literario español. Así que, al leer la Carta de la Librera negra y criminal en la que hablaba maravillas de “Todo es silencio” me tiré de cabeza a sus páginas.

¡Bendito momento!

Porque esta novela no sólo cuenta una historia de violencia y narcotráfico, de lealtades y rivalidades, amistades traicionadas y enemistades enquistadas. “Todo es silencio” narra un país en un momento dado. Un estado de ánimo. Una sociedad. Como las grandes obras de la literatura universal, la trama y los personajes sirven para describir y dar a conocer todo un universo que, no por cercano, podría resultarnos menos sorprendente. Porque la Galicia de los años 80 y 90, como bien ha dicho Rivas, pudo convertirse en Sicilia, dado el nivel de permeabilidad que el narcotráfico llegó a tener en la comunidad.

A través de espacios como la Escuela de los Indianos o el Ultramar “posada, bar, tienda y bodega” de Brétena, mostrando las relaciones de Fins, Leda y Brinco con Mariscal y de éste con todos, a través de capítulos tan breves como intensos y de una prosa poética tan evocadora como tierna; tan contundente como dura y descarnada, “Todo es silencio” se convierte en un esbozo, en un trazo impresionista que describe la Galicia del narcotráfico con muchas más fuerza que el retrato más puntilloso y técnicamente perfecto que imaginarse pueda.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LA PLAYA DE LOS AHOGADOS

Vaya por delante que, para mí, Galicia es como una tierra mítica, imaginaria, fantástica y fabulosa. Como Macondo para García Márquez o el condado de Yoknapatawpha para Faulkner, pero desde una perspectiva lectora. Galicia, desde sus bosques, su Camino de Santiago, su Prisciliano, sus Celtas, sus castros y su Santa Compaña hasta, por supuesto, la Costa da Morte.

Por todo ello, las novelas radicadas en Galicia, para mí, tienen un valor añadido, un plus especial que me predispone a su favor. Y, la verdad, no sé por que he tardado tanto en leer “La playa de los ahogados”, de Domingo Villar, máxime cuando su debut literario, “Ojos de agua”, me dejó un inmejorable sabor de boca.

Hay aficionados al noir que están un poco hartos de los policías y detectives de novela negra mediterránea que comen y beben bien y, además, hacen gala de ello. Leo Caldas es uno de estos. Y es que la gastronomía se ha convertido en un arma de resistencia frente a la hegemonía yanqui de las hamburguesas y la comida basura, el bourbon y los bebedores solitarios. Nuestros personajes de novela negra prefieren el lacón y la pata, los buenos caldos gallegos y tertulias como las del Sanedrín de sabios que se reúne en el restaurante de referencia del protagonista.

Un protagonista divorciado, sí. Pero que no anda llorando por las esquinas de cada página de la novela, empapándose en alcohol o cultivando otro tipo de vicios o perversiones más siniestras. De hecho, a Leo Caldas se le conoce como “El patrullero de las Ondas” por el programa de radio que hace todas las semanas y que le ha convertido en una estrella mediática cuya fama le precede allá por donde va.

Y tiene como compañero a Rafael Estévez, un sujeto de Zaragoza al que le sigue costando muy mucho hacerse con las peculiaridades del ser gallego. Sobre todo en los interrogatorios a los sospechosos en los que cada pregunta es respondida con otra pregunta, por supuesto.

En “La playa de los ahogados”, ambos policías han de investigar si la muerte del marinero Justo Castedo es un suicidio o hay algo más. Y para resolver el enigma de dicha muerte, además de hablar con los vecinos del pueblo en que vivió Castedo, habrá que ir hacia atrás en el tiempo ya que hay fantasmas del pasado sin enterrar que, quizá, estén pidiendo justicia desde el Más Allá. ¿O será desde el Más Acá?

Una novela de personajes, con los ambientes muy bien descritos y con una trama dividida en dos tiempos, en dos épocas, perfectamente hilada y conducida por un Domingo Villar que ha logrado lo más difícil de conseguir con una segunda novela: responder a las enormes expectativas que había levantado con su debut literario.

Ya esperamos la tercera. Y, desde luego, no tardaremos tanto en leerla como hemos tardado con ésta.

Jesús el Gallego en la distancia Lens.

AGALLAS

No será una obra maestra, pero me lo pasé se coña marinera viendo esa «Agallas», negra como el asfalto y criminal como aquel Sito Miñanco, amo del contrabando en las Rías Gallegas.

 

Me encantó que, siendo gallega y española por los cuatro costados, «Agallas» esté repleta de guiños, homenajes, gestos, influencias, robos, butrones y hasta atracos a mano arma del mejor cine negro americano, de antaño y de ahora.

 

Sólo con detallar las películas inspiradoras de la trama o de la escenografía de «Agallas» tendríamos escrita una reseña de, lo menos, 1.000 palabras. Y lo mejor de todo es que esas influencias, lejos de constituir un indigesto pastiche que no habría por dónde coger, se integran perfectamente en la muy local, castiza y españolísima historia que cuenta la película.

 

Una película que comienza con un macarra recién salido de la cárcel, dando el palo más cutre que imaginarse pueda, a su propia tía, en una secuencia absolutamente nauseabunda que cobra su auténtica dimensión al estar protagonizada por uno de los guapos guapísimos oficiales de la televisión española, Hugo Hombre-de-Paco Silva.

 

Con sus pelacos infames y sus dientes podridos, con su humor infecto y su chulería suicida, el personaje del Sebas entronca directamente con aquellos macarras que protagonizaron clásicos de la transición, como «Perros callejeros» o «El Vaquilla», lo que viene a acreditar que la España lustrosa, moderna y reluciente del siglo XXI tampoco es tan distinta a aquella otra que creíamos superada.

 

Y luego está Regueira, que sí debería ser el paradigma del narcotraficante refinado, culto y distinguido que nos merecemos en una España con sillón en las reuniones del G20, aunque sea prestado. Pero tampoco. En pocas palabras, Regueira es a la delincuencia española lo que Tony Soprano a la norteamericana, barcos de pesca incluidos.

 

De Tony Montana a «Uno de los nuestros», el gran cine de gángsteres yanqui, adaptado a la idiosincrasia gallega, está presente en cada uno de los fotogramas de «Agallas», cambiando los espaguetis con tomate por una buena y suculenta mariscada. Así tenemos la muerte del personaje interpretado por el derrotado Celso Bugallo, tan parecida a la de Revenga en «El precio del poder». O ese remedo de Henry Hill que es Hugo Silva, cuando luce su reluciente traje nuevo.

 

Amistades con fecha de caducidad, lealtades a prueba de bomba, traiciones, engaños, mentiras y asesinatos se concitan en una película que, en sus fantásticos noventa minutos de duración, pega tantos cambios de rumbo y tiene tantos giros inesperados que su guión acabará siendo pieza de culto, por su milimétrica precisión.

 

Estamos ante una película de lo que en EE.UU. se llamaría Serie B y que, por tanto, ni ganará premios ni irá a los Oscar. No será referenciada en las tertulias radiofónicas, no animará columnas periodísticas y, si no la ves, tus temas de conversación en la vida social no se verán en absoluto afectados. Y, sin embargo, es una de las mejores películas españolas que he visto en mucho tiempo. Así que, yo que tú no me la perdería.

 

Valoración: 7

 

Lo mejor: la recreación de los personajes, las influencias bien digeridas y el último giro del guión, que tiene ecos de un famoso Western que termina entre serpientes y carcajadas.

 

Lo peor: las secuencias de acción. Será por cuestión presupuestaria, pero nadie pensará que Michael Mann está tras las cámaras de «Agallas», desde luego.