Triste, frío y desapacible

Mientras escribo estas líneas, fuera ruge el viento. Los cipreses se cimbrean al ritmo que les marca el aire y la ropa del tendedero situado en la terraza de enfrente de mi mesa de trabajo flamea como una bandera multicolor. Aunque las altas cumbres de Sierra Nevada están tapadas por las nubes, sus faldas están cubiertas de blanco. Los Alayos, por ejemplo, presentan su aspecto más dentudo y alpino.

El frío se cuela por las junturas de mi ventana. Casi puedo sentirle entrar en mi biblioteca, como si de una criatura sobrenatural se tratara. “¿Por qué no habré puesto el doble acristalamiento?”, me maldigo en silencio. Visto camiseta, sudadera, forro polar y poncho alpujarreño. Aun así, tengo frío y las manos heladas. Apenas siento cómo los dedos presionan las teclas del portátil.

Sin embargo, y aunque todo lo anterior es cierto, también es mentira. Mentira en el sentido de que podría ser de otra manera. Lo único que tendría que hacer para empezar a quitarme capas de ropa, recuperar la sensibilidad en los dedos y escribir cómodo y a gusto es… pulsar el On de la bomba de calor. Justo lo que no pueden hacer diariamente cientos de familias de la Zona Norte de Granada, que siguen sufriendo apagones constantes en su barrio.

Ayer se celebró el Blue Monday, el día más triste del año. O se padeció, mejor dicho. El tiempo quiso aportar su granito de arena para que el lunes fuera triste, frío y desapacible, sumando las inclemencias meteorológicas a lo empinado de la cuesta de enero, el comienzo de semana, la epidemia de gripe y los números rojos bailando con alborozo en la cuenta corriente tras los excesos navideños.

Un día como ayer es una clara invitación, efectivamente, a la tristeza y a la melancolía. A la angustia honda y al quejío amargo. Todo ello es legítimo, por supuesto. Pero antes de entrar en un ciclo depresivo, una pregunta: ¿tiene usted a mano el botón de encendido de una buena calefacción y un microondas donde calentar un cuenco de sopa? En ese caso, mejor relativizar las penurias y no dejarnos invadir por la pena negra.

Jesús Lens

Entre el frío y el calorcito

Hay quien dice que soy muy dejado. Y ahora mismo, escribiendo estas líneas desde el Zaidín, creo que tienen razón. Permítanme que me haga un selfi escrito: llevo encima una camiseta, una sudadera, un forro polar y un deshilachado poncho negro que compré en un telar de Capileira hace algo así como 30 años. Aún así, tengo frío. Y las manos tan heladas que dejo de escribir cada par de minutos para meterlas entre las piernas y el sillón, para evitar perder los dedos.

¿Por qué hace este frío en mi casa? Ni idea. Estamos a 12 de noviembre y, tirando de memoria, recuerdo un cartel en el ascensor, antes del puente de los Santos, informando de algo referente a la calefacción. Imagino que sería una información de mero trámite. Si hubiera hablado de graves averías, cambios de caldera o algo así, me habría saltado la Alarma Derrama…

No entiendo por qué hace tanto frío, por qué los radiadores están helados y, sobre todo, no entiendo por qué les cuento esto a ustedes en vez de preguntarle al vecino si él también vive como en Siberia. Llamar a la presidenta de la comunidad, por cierto, también sería buena alternativa…

No lo entiendo, pero sospecho el porqué de este rollo. Hoy leí un tuit divertidísimo de Ignacio Molina, analista del Instituto Elcano: “Granada marca hoy -por el domingo- la temperatura mínima en toda España (7 grados) y también la máxima (23 grados). Estos típicos pasos rápidos del frío al calor afectan al estado de ánimo de la población y supone una de las hipótesis más admitidas para explicar la célebre ‘malafollá’ local…”

No le falta razón a Ignacio. Ese domingo salí del Gourmet el domingo, a las 5pm, e iba sudando  la gota gorda mientras caminaba por una desierta Avenida de Cádiz. ¿Cómo va a pensar uno que, cuatro horas después, necesitará unos guantes para pasar las páginas del libro que tiene entre manos?

En Granada pasamos frío, mucho frío. Es cierto. Un frío del carajo. Pero como luego tenemos ese sol de mediodía que calienta sin quemar, ese solecito que nos anima a bajar a las terracitas a echar un vinito o una cervecita -¡ay, los diminutivos de los que hablaba Lorca!- ¿quién se va a preocupar de las temblaeras nocturnas y los fríos polares de la madrugada?

Jesús Lens