EL BESO DEL VIAJERO

Dedicado a Silvia y su Caracolillo,

a punto de emprender un precioso y emocionante viaje.

Con todo cariño.

 

 

 

Hoy publica IDEAL este cuento, El Beso del Viajero, también dedicado a quiénes estos días van y vienen por esos mundos, viajando, en el mes nómada por excelencia.

 

La leyenda del conocido como Beso del Viajero está documentada, por primera vez, en la tradición cristiana de las Cruzadas, aunque en realidad hunde sus raíces en el pasado más remoto ya que, desde que el hombre es hombre, se ha embarcado en peligrosos y complicados viajes que le han hecho evolucionar, desarrollarse y llegar a convertirse en lo que hoy es.

 

Cuenta la historia que un niño llamado David Delacroix se enroló en una de las expediciones militares que, desde el sur de Francia, partieron hacia Tierra Santa para librar a Jerusalén del poder de los infieles. En el año 1212, después de que varias Cruzadas anteriores hubieran fracasado, se desató una especie de fiebre o locura según la cuál, en la raíz de las derrotas cristianas estaba la falta de pureza e inocencia de los cruzados, de forma que únicamente un ejército de soldados puros estaría capacitado para reconquistar Jerusalén.

 

En ese momento de efervescencia puritana, surgió un predicador de sólo doce años de edad que organizó la que se llamaría Cruzada de los Niños, en la que miles de imberbes partieron de Francia para iniciar una travesía marítima que les habría de llevar a Tierra Santa. En realidad, la mayoría nunca llegó siquiera a desembarcar en sus puertos de destino, dado que los capitanes de los barcos prendieron a los niños y los vendieron como esclavos por diferentes puntos del norte de África.

 

Uno de esos niños fue el pequeño David, que daría con sus huesos, junto al de otro puñado de jovenzuelos, en una desértica ciudad perdida de Mauritania, construida en adobe, de la que era imposible escapar, sencillamente, porque no había a dónde ir, una vez traspasados los gruesos muros que la defendían.

 

Nacido en la húmeda y verde Bretaña, David creyó morir cuando lo arrojaron al secarral en que residía el sátrapa que le había comprado como esclavo. Pero siendo tan joven como vitalista y entusiasta, no se dejó invadir por la desesperanza y, casi sobre la marcha, empezó a discurrir la forma de escapar de allí y volver a casa.

 

Los pobres chicos que le acompañaban en su encierro, sin embargo, sí se mostraron mayormente tristes y abatidos. Y David decidió aprovecharse de ello: a través de sus ojos vivaces, de la chispa de su mirada, se ganó la confianza de la señora de la casa, que no podía soportar el aspecto de corderos al borde del degüello del resto de los nuevos esclavos.

 

David se convirtió en el favorito de la señora, erigiéndose en el preceptor de sus hijos y, como recompensa por su trabajo, esfuerzo y dedicación, tenía permiso para comer los mejores manjares y beber toda el agua que se le antojara. Además, tenía acceso a la pequeña, pero completa biblioteca del señor. No por casualidad, cuando estaba solo, subrepticiamente, se dedicó a estudiar con ahínco los libros de geografía de la zona y, sobre todo, los mapas que señalaban en qué puntos había agua, dónde las caravanas podrían abastecerse.

 

Hasta que, un día, se sintió preparado para emprender la fuga. Como bien sabía David, escapar de la estancia no era complicado. La vigilancia más estrecha se hacía sobre los establos en que se albergaban los camellos que se empleaban para el transporte de personas y mercancías por el desierto. Sencillamente, nadie en su sano juicio emprendería el camino a pie.

 

Y, sin embargo, las ganas de huir de David estaban por encima de cualquier juicio, prudencia o frío análisis de la situación. Por eso, cuando cayó la noche más oscura sobre el desierto, una de esas noches sin luna en las que nada se ve a un metro de distancia y sin haberles avisado previamente, para evitar delaciones, el aguerrido muchacho bretón convocó a sus compañeros de infortunio y les alentó a fugarse con él. Quizá por la sorpresa, seguramente por la rapidez en que se vieron obligados a tomar la decisión, todos aceptaron.

 

Sin titubeos, mostrándose seguro de sí mismo, David condujo a los chicos a través del desierto, alejándose lo suficiente de las vías de comunicación establecidas en los mapas como para no ser descubiertos por sus captores, pero manteniendo un rumbo fijo y paralelo a las mismas, caminando de noche y descansando de día.

 

Mejor alimentado que los demás, a medida que los rigores del camino empezaron a pesar en el ánimo de los jóvenes en marcha, David se sentía en la obligación de alentarles, animarles y convencerles de seguir adelante. Por eso era habitual verle acercar sus labios a sus oídos y susurrarles palabras de apoyo, apelando al recuerdo de sus familias y sus lugares de origen. Y cada vez que hacía ese gesto, era como si depositara un beso en la mejilla de los esforzados cruzados del desierto.

 

Sabiendo que, si iban al primer pozo de los señalados en los mapas caravaneros se encontrarían allí a sus captores, esperando tranquilamente a prenderles, David condujo a su ejército de derrotados infantes, directamente, al segundo de los abrevaderos. A nadie se le habría ocurrido pensar que dicha idea fuese siquiera planteable ni, desde luego, remotamente ejecutable.

 

Y, sin embargo, paso a paso, palabra a palabra; los que parecían niños demostraron ser más fuertes y duros que los más talludos guerreros del desierto. Y gracias a esas palabras que David dejaba caer en los oídos de sus compañeros, a esos aparentes besos viajeros que depositaba cariñosamente en sus mejillas; consiguieron arribar al segundo pozo, donde se encontraron con una caravana de comerciantes que, impresionados y conmovidos por la gesta de los Niños Cruzados, les acogieron y protegieron como si fueran sus hijos.

 

Cuando los jóvenes arribaron a Francia y regresaron a sus localidades de origen, todos contaron cómo consiguieron sobrevivir gracias a aquellas palabras, a aquellos besos que David les iba dando cuando las cosas se ponían mal.

 

Desde entonces, cuando un viajero se aprestaba a iniciar su periplo, la gente que le quería y le apreciaba le cogía en un aparte y, dándole los últimos consejos, bendiciones y parabienes de forma íntima y silenciosa, sellaba su despedida depositando sus labios, con ternura, en su mejilla, dándole ese Beso del Viajero que ya es leyenda.

 

Un beso noble. Bienintencionado, cariñoso y cargado de sentido. Un beso para bendecir el camino del viajero.  

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.