Entre lo raruno y lo demencial

Lo sé. Soy raruno. Y lo asumo. Esta mañana, domingo de puente, paseando por las calles de una Granada desierta en la que, al amanecer, sólo te cruzas con borrachos de retirada o deportistas de salida, lo comentábamos:

– Vale. Uno, a los cuarenta, puede permitirse ser raruno. De hecho, todos tenemos nuestras rarezas, a los cuarenta o a los treinta y pico. Da igual la edad. Pero una cosa es ser raruno y, otra muy distinta, estar chalado.

Veíamos, en el escaparate de una tienda, el cartel de “El cisne negro”, reproduciendo el rostro perfecto de Natalie Portman, una reproducción en porcelana de sus marcados y delicados rasgos de muñeca. Solo que, por un lado, se resquebraja.

No sé qué película habrá ganado el Oscar esta madrugada. Quizá haya sido la película de Aronofski. O quizá haya sido “La Red Social”, en la que se cuenta la historia de otro tipo francamente peculiar, extraño, visionario y ¿genial?

Ha querido la casualidad, además, que esta noche haya visto “Una mente maravillosa”, basada en la vida del Nobel de Economía John Nash, un cerebro prodigioso que se vio asaltado por la esquizofrenia y los consiguientes raptos de paranoia que dicha enfermedad conlleva.

Si se medicaba, se convertía en un zombie, inútil e incapaz. Un leño. Un trozo de madera. Si no lo hacía, su mente galopaba sobre las fórmulas matemáticas como el equilibrista sobre el alambre. Pero, a la vez, su (sin)razón producía monstruos.

La relación entre la locura y la creatividad tiene una larga historia y tradición, así que no vamos a descubrir nada nuevo. Viendo películas como éstas, sin embargo, surgen cuestiones y dudas sobre la esencia del ser humano. Estar cuerdo, ser equilibrado y, en general, comportarse como una persona normal debería ser algo deseable, lógico y sensato. Sin embargo… también puede llegar a ser mortalmente aburrido.

Ser una persona especial, singular, creativa, loca y genial, sin embargo, tiene buena prensa, da juego, alegra la vida, aporta luz, rompe la monotonía… pero tiene que cansar. Tiene que acabar siendo muy duro, por una parte, responder a las exigencias de genialidad, clarividencia, alegría a tocomocho e ingenio a raudales. Y, para las personas cercanas al genio, debe ser un infierno tener que convivir con la alteridad, la extrañeza, lo raro y lo bizarro que, en pequeñas dosis, deslumbra. Pero que, a cucharadas soperas, tiene que astragar.

En fin. Que, con nuestras rarezas y peculiaridades a cuestas, aunque nos guste tener pájaros en la cabeza, hoy que he pasado una tarde infernal de jaqueca, me alegro de, en general, tener la cabeza bastante en su sitio.

Jesús tirando-a-cuerdo Lens

EL CISNE NEGRO

Desde que la vi, sueño con ella. Con esa Nina rota, extremadamente delgada, desmadejada, ida, perseguida, angustiosa, atrapada, perfeccionista, delirante, acomplejada, reprimida y, finalmente, triunfante y gloriosa. ¿O no?

He pasado toda la noche viéndola en sueños. Y nunca pensé que soñar con ella, con Natalie Portman, podría ser un ejercicio cercano a lo pesadillesco. Natalie Portman, esa actriz a la que adoro desde que, siendo una niña, enamorara a León el Profesional y, de paso, a mí, como ya explicamos AQUÍ. Para siempre. Increíblemente… ¡soñar con Natalie produce monstruos!

“El cisne negro”, la última película de Darren Aronofsky, no creo que arrastre a las masas al cine. Y, sin embargo, el cine estaba lleno. Pero el boca-oreja debería acabar con ella. Yo, desde luego, no te recomiendo que vayas a verla. Porque “El cisne negro” es una joya, una obra maestra como la copa de un pino, una película hipnótica y abrasadora. Pero no es para cualquiera. No es fácil, ni agradable, tierna o divertida. De hecho, su nerviosa realización atosiga al espectador y su fotografía granulosa es radicalmente anti-preciosista, por mucha Portman y demás bailarinas que aparezcan en pantalla.

Así que, si eres una persona débil de mente o fácilmente impresionable, no vayas a ver “El cisne negro”. Te perderás un peliculón, pero te ahorrarás un montón de sueños turbios y siniestros. Y eso que hablamos de una historia de baile, tutús y ballet en la que los personajes ensayan “El lago de los cisnes”, un título cuya enunciación suena a algo bonito y entrañable… aunque diste mucho de serlo.

Es curioso que hace unos días hablara con unas amigas, durante el café, de esos padres que proyectan sus frustraciones y carencias en sus hijos, forzándoles a conseguir, por lo civil y hasta por lo criminal, lo que ellos no fueron capaces de lograr. Da lo mismo que hablemos de bailarines, deportistas o neurocirujanos: la extenuante autoexigencia inducida por unos padres tiranos puede conducir a una persona al más arrollador de los éxitos, pero la frontera con la insania autodestructiva es muy, demasiado liviana.

Y de todo ello trata “El cisne negro”, corta de metraje, para lo que se estila, pero intensa hasta el extremo. Desde el primer fotograma hasta el último. Opresiva desde que empieza hasta que termina. Seca, sin tregua, sin tiempos muertos. Sin secuencias de relleno. Sin concesiones.

No sé si vieron, en su momento, “El luchador”, la anterior perla de Aronofsky en una filmografía singular. Desde el punto de vista contrario, entronca a la perfección con “El cisne negro”. Personas que, en el ejercicio de su profesión, van más allá de lo humanamente soportable. Y comprensible.

Dos obras maestras que, desde luego, no seré yo el que te aconseje que veas…

Valoración: 10

Lo mejor: Natalie Portman, alcanzando registros y cotas interpretativas difícilmente superables.

Lo peor: que le costará volver a encontrar un papel a la altura de esa brutal Nina.