Inteligencia Artificial

– ¿Sí?

– ¿Oye? ¿Antonio? ¿Eres tú?

– No. No soy yo.

– Antonio, ¿eres gilipollas o estás otra vez borracho? ¿Cómo que no eres tú?

– ¡Que no soy yo! Es decir, que sí. Que soy yo. Pero que no he sido yo quién te ha llamado.

– ¿No? ¿Y entonces, a qué debo el placer de esta surrealista conversación?

– A Siri.

– ¿A quién?

– A Siri. Mi asistente.

– ¿Qué asistente ni qué ocho cuartos, si la última vez que nos vimos me dijiste que te habías quedado sin trabajo y que prácticamente no tenías ni donde caerte muerto?

– Siri es la jodida asistente virtual del iPhone.

– Mira Antonio, no sé si echarme a reír o llamar a los loqueros para que te internen. ¿Qué pasa, que ahora tienes a una App haciéndote el trabajo sucio?

– ¡Ana, te juro que yo no quería llamarte! Pero Siri ha marcado tu número, motu propio. ¡Y mira que le he insistido en que no lo hiciera, bajo ningún concepto! Hasta he intentado quitar la batería del teléfono antes de que contestaras.

– ¿Y por qué esa negativa tan rotunda a llamarme?

– ¿Cómo?

– Sí. Que a santo de qué ese no querer hablar conmigo, ni por lo civil ni por lo criminal…

– Lo sabes. Y lo zanjamos en su momento. Porque no tengo nada que ofrecerte.

– Perdona, pero lo zanjaste tú solito. Que a mí no me dejaste ni opinar.

– Porque…

– ¿Lo ves? Ya estás otra vez interrumpiéndome.

– Lo siento. Pero es que si entonces estaba la cosa mal, ahora está peor. De hecho, no debería tener saldo y no sé cómo estoy hablando contigo. Mejor lo dejamos aquí…

– ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Un minuto. Treinta segundos nada más. ¿Serás capaz de escucharme medio minuto sin interrumpirme?

– Sí.

– ¿Lo prometes?

– Prometido.

– Me acaba de tocar la lotería. Y no. No es un pellizco, una pedrea o una miseria por el estilo. Antonio, me han caído una morterada de millones. Y estoy acojonada. Paralizada. No sabía qué hacer ni a quién acudir. No sé cómo se habrá enterado la Siri ésa, pero su llamada, es decir, tu llamada; ha resultado providencial. Así que déjate de lloriquear y ven a buscarme, a ver cómo hacemos para no cagarla esta vez. ¿Vale, asesor financiero que acaba de salir del paro?

Jesús Lens

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¡Hasta aquí hemos llegado!

Como es tradicional y mandan los cánones, ahí va mi Cuento de Navidad de este año. ¡Salud, felicidad, buena digestión y ojito con la Ciclogénesis Explosiva!

– ¡Se acabó! En cuanto pase Reyes, au revoir.

Con ese convencimiento se marchó Aurelio a casa aquella noche, tras haber comprobado que la caja de la jornada no le volvía a dar ni para cubrir gastos. Y no pegaba ya el cerrojazo porque sentía que se debía a algunos de sus clientes que, en Navidad, encontraban en su Café un refugio donde resguardarse de la tormenta. Ya vería cómo hacía frente a las facturas pendientes pero, al menos, otro par de semanas iba a resistir.

Aunque intentó mostrarse más o menos como siempre, Carmen, su mujer, le dijo que lo encontraba mustio. Más que de costumbre. Él musitó algo sobre un cliente especialmente pesado, cambió de tema y se marchó a dormir. A dar vueltas en la cama, más bien: una vida entera tras la barra del Café-Bar Cinema y, a la vejez viruelas; había terminado por arruinarse.

Y lo peor era que cada día que mantenía el negocio abierto, las deudas no hacían sino incrementarse. Estaba claro que el negocio se había agotado. Que los parroquianos habituales, cada vez menos, no consumían como antes. Y que la competencia de las franquicias que se habían apoderado del centro de la ciudad, era feroz. La gente prefería pagar unos céntimos menos por productos industriales, aunque muy bien presentados y envueltos, eso sí. Cuestión de gustos. Y, para Aurelio, de disgustos.

Una vez tomada la decisión, Aurelio se obligó a aguantar el tipo, a hacer de la necesidad virtud y a mostrar la mejor de sus caras, sin anticipar sus planes a ninguno de los habituales del Café.

– ¡Aurelio! ¡Que llegamos tarde! ¡Espabila hombre de Dios!

No entendía el empeño de su mujer, aquel 28 de diciembre, en salir a cenar. Y sí. Llegarían tarde. Pero es que a Aurelio le hirvió la sangre cuando supo que iban a ir, precisamente, a uno de los locales que le habían llevado a la ruina. O, al menos, que le habían empujado hasta el precipicio.

En realidad, hasta el último momento albergó la esperanza de que todo fuera una inocentada de su mujer, muy poco graciosa por otra parte; pero cuando se vio cruzando las líneas enemigas… ¡Inaudito! Y, lo que era peor, ¿quién estaba allí, en la barra, a la vista de todos? Pepe. Con Pedro, Francis, Migue y los José Manueles. ¿Sería posible? ¡Con la de veces que se les había llenado la boca diciendo que a ellos no les verían en uno de esos Gastrobares que habían proliferado como setas!

“Y míralos, al fondo: Arturo, Constancio y Alejandro, que tan caros eran de ver por el Cinema… ¡y allí estaban, tan contentos ellos!”, pensaba Aurelio para sus adentros, recordando que éstos eran de los que ya no pasaban por su Café como antes. ¿Y un poco más allá, entre varios grupos de gente desconocida? Alberto. Con Marga. Y toda su panda. ¡Otros que tal bailaban! Con lo que habían criticado esa tendencia a las raciones en plato cuadrado en las que había más loza que lorzas…

En esas cuitas estaba Aurelio, cuando se encontró rodeado por sus hijos, su hermana y sus sobrinos, que le besaban y achuchaban. Buscó con la mirada a Carmen y ella, sonriendo, solo se encogió de hombros.

Y fue entonces cuando Felipe tomó un micrófono y la palabra.

– “No puedo imaginar lo que le habrá supuesto a usted, Don Aurelio, entrar en uno de mis locales. De hecho, tenía miedo de que le sangraran los ojos y los oídos o temía que, directamente, entrara en combustión espontánea. Por fortuna, no ha sido sí. Y créame que me costó convencer a Doña Carmen de que le hiciera venir. Ella tampoco se fiaba ni lo veía claro. Pero me alegro de que, al final, se animara a ser cómplice de esta pequeña maldad, arrastrando a sus amigos y clientes. Sé positivamente, Don Aurelio, que desde que abrieron tanto este local como otros parecidos por la zona, la afluencia a su Café-Bar Cinema se ha resentido. Por eso, hoy, Día de los Inocentes, hemos querido darle una sorpresa.

Aurelio, al que sus años tras la barra le habían hecho hombre versado y de lengua afilada, sin que sirviera de precedente, estaba mudo y estupefacto.

– “Esta noche, toda la recaudación de este local será para la caja del Café-Bar Cinema, Don Aurelio. Además, aquí tengo un cheque con lo recaudado en otras tiendas y comercios de la zona, muchos de cuyos dueños nos acompañan esta noche. Y no. No se vaya a pensar que es altruismo o, peor aún, caridad. Ni mucho menos. ¡Es justicia! Un Café como el suyo, histórico, por el que ha pasado toda la memoria viva de esta ciudad, engrandece este barrio y es un orgullo para nosotros compartir vecindad. Además, tenemos que conseguir que su Café-Bar Cinema sea un reclamo no solo para los vecinos y residentes en la zona, sino también para turistas y viajeros, algo en lo que ya hemos empezado a trabajar. Pero de todo ello hablaremos cuando pasen las fiestas. Ahora solo me queda decir… ¡SALUD!

Aurelio se tenía por un tipo duro. Y, sin embargo, mientras entrechocaba su copa con las de todos sus familiares, amigos y demás parroquianos; pugnaba por evitar que las lágrimas terminaran por saltar de sus ojos.

Jesús Lens

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La mirada del momento

Mirada espejo

Ese momento en que, tras haber pasado una noche con los amigos, hablando de lo divino y lo humano, comentando los temas de actualidad, -“arreglando el mundo” que se dice- y debatiendo acaloradamente, con la tranquilidad de estar entre gente de confianza con la que se puede hablar con total libertad, sin necesidad de ser políticamente correcto y de andarse con paños calientes; entras en el ascensor que te sube a casa y te encuentras con la mirada de un tipo que, desde el espejo y muy serio, te espeta:

– ¿De verdad? ¿De verdad eres tú? ¿Estás seguro de quién coño eres? ¿Eres consciente de en lo que te has convertido?

Y te lo pregunta tan serio y con una cara de mala leche de tal calibre que no tienes más remedio que apartar la mirada y volver los ojos, avergonzado, hacia tus zapatos, rogando en silencio para que el ascensor llegue a tu piso lo más rápido posible…

 Mirada horror

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens

 

Incomodidad

Hace unas semanas se celebró el célebre Día de los Muertos. O de los Santos Difuntos. Como más (o menos) les guste.

Y nuestros amigos de Alcalá la Real, el inquieto colectivo literario cultural “Entre Aldonzas y Alonsos”, organizaron un certamen no competitivo de relatos más o menos terroríficos.

 Periodico

Yo participé con uno, que titulé “Incomodidad” y que comienza así:

“Miré alrededor y no vi a ningún minusválido. Ni a ninguna señora mayor. O embarazada. De hecho, la gente que iba de pie en aquel vagón era porque le daba la gana ya que, sitios vacíos, había. No muchos, pero algunos quedaban.

 

Entonces, ¿por qué me miraba la gente de aquella manera?”

Y sí. Tiene que ver con Comunicación, periódicos y periodismo. Y con los transportes públicos.

 Periodico morenos

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Aquí.

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens

El teléfono perdido

Dedico este cuento a los amigos del colectivo “Entre Aldonzas y Alonsos”, de Alcalá la Real, que ahora mismo están leyendo relatos en el mítico «Casablanca» de Julián. ¡Salud, amigos!

Era domingo por la tarde y estaba repasando la enorme pila de papeles pendientes, compuesta por informes y hojas de cálculo impresos, recortes de presa, notas apuntadas en servilletas, en páginas arrancadas de la agenda, en tarjetas y hasta en pasquines publicitarios. Fue entonces cuando me encontré con un número de teléfono, apuntado en un trozo de papel arrugado.

 Teléfono

Aquel número no me sonaba de nada, pero eso tampoco es de extrañar: desde que usamos los móviles, nadie recuerda un maldito teléfono. Lo verdaderamente raro era que no aparecía ningún nombre junto a los números que me sirviera para identificar el teléfono. ¿A quién correspondería el jodido número y para qué lo habría apuntado yo, subrayándolo dos veces, con trazos enérgicos? Y, sobre todo, ¿por qué lo había apuntado en un papel en vez de hacerlo en la agenda del móvil?

Para salir de dudas, y aun a pique de quedar como un imbécil, marqué el número, a ver si conseguía reconocer a quién contestara al otro lado.

 telefono perdido

Y a los tres timbrazos, un mensaje pregrabado:

“El servicio acordado ya está en proceso de ejecución o ejecutado. El contrato no puede ser rescindido bajo ningún concepto, circunstancia o excepción; como usted bien sabe. Por su propia seguridad, no diga una sola palabra y no vuelva a llamar a este número. El terminal con el que contactó usted originalmente está destruido, el buzón de voz está desconectado y, por tanto, cualquier mensaje que usted esté pensando dejar grabado no será escuchado por nadie”.

Jesús Lens