Cáscara

Lo que importa, cada vez más, es la cáscara. La superficie. Lo de fuera. La imagen. La apariencia. Como es lo que primero entra por el ojo… Y sí. Es cierto. Es lo más fácil de ver. Pero, si no quitamos la cáscara, ¿cómo sabemos a qué sabe la fruta?

Antes, cuando iban a comprar sandías, nuestros mayores no solo las cogían y las apretaban entre sus manos, tratando de desentrañar los crujidos de su interior, sino que en las tiendas y mercados, el frutero les hacía calas para que el cliente pudiera probar y constatar su calidad.

 

Ahora, el generalizado cartel de “Prohibido tocar el género” nos disuade de acercarnos siquiera a oler la fruta, generalmente cubierta con plástico transparente. Ahora, nos contentamos con mirar su aspecto, de lejos, no quedándonos más remedio que fiarnos de la palabra del frutero.

Con lo del Orgullo ha pasado lo mismo. En vez de hablar de homofobia o discriminación, nos quedamos con la parafernalia de las carrozas. Y fíjense si importa la imagen que el remedo de un mal clown de un circo de provincias no solo ha llegado a ser Presidente de los Estados Unidos, sino que persiste y persevera en sus boutades, payasadas y salidas de tono.

La última de Trump… por el momento

Parece mentira que, con las herramientas e instrumentos tan sofisticados que tenemos a nuestro alrededor, cada vez rasquemos menos en los intersticios de cualquier asunto, quedándonos en la cáscara y en lo básico, comentando si tiene mejor o peor aspecto, pero sin analizar orígenes, causas y consecuencias.

 

Nos escandalizamos con los titulares, pero no somos capaces de leer el desarrollo completo de la noticia. Nos enardecemos con el eslogan, pero no hacemos por saber si se sustenta en datos, cifras o hechos. Nos aprendemos el estribillo, pero no le hacemos caso al resto de la canción. Y no digamos ya a los arreglos musicales. Tiramos de tópicos, argumentarios manidos y frases hechas, pero no mostramos curiosidad por saber en qué están realmente basados.

 

Todos sabemos que las cosas no son lo que parecen. ¿Por qué nos conformamos, sin embargo, con mirar la cáscara, lo de fuera, a la hora de emitir juicios, pareceres y consideraciones? ¿Por qué nos cuesta tanto ir más allá de lo aparente? ¿Por qué conformarnos con la etiqueta, cuando tenemos a nuestro alcance la ficha técnica y el manual de instrucciones, completo?

 

Jesús Lens

Equidistancias y argumentarios

Lo que más me gusta de la realidad es que, en ocasiones, nos obliga a hacer denodados esfuerzos fantasioso-imaginativos, dialécticos y estilísticos. Por ejemplo, lo de la concesión de la Medalla de Oro de Cádiz a la Virgen del Rosario, aprobada por el ayuntamiento gaditano gobernado por Kichi y Podemos.

¡Increíble, leer a gente de la izquierda laica -y hasta atea- de toda la vida, tratando de justificar lo injustificable! Pocas veces la expresión “comulgar con ruedas de molino” ha tenido tanto sentido. En serio. Solo por leer según qué estados de Facebook, hay que darle las gracias a la susodicha Virgen del Rosario.

 

Que digo yo que, con callarse, ya está bien, ¿no? Que eso de hacerle la pelota a los de arriba y reírles todas sus gracias, debería tener un límite. ¿No dicen que quien calla, otorga? ¡Pues ya está!

Desde que en los partidos políticos se ha puesto de moda lo de tirar de argumentario-tutorial hasta para ir al baño, los militantes-activistas cibernéticos aburren cantidad, siempre con el manual a cuestas, a modo de catecismo.

 

Y luego están los que, con tal de mantener las equidistancias de lo políticamente correcto y del buenrollismo imperante, son capaces de justificar cualquier cosa. Es algo que me deja anonadado. Gente que hace funambulismo mental para tratar de demostrar que contempla todos los ángulos y examina todas las perspectivas de cualquier situación, antes de manifestarse, significarse o tomar partido.

 

Es la gente del pero. Del pero empobrecedor. Del pero que le resta fuerza y valor a cualquier afirmación o declaración. Es la gente que, cuando matan a tres mujeres en 24 horas, critican la violencia machista, pero sostienen que hay que analizar cada caso de forma concreta e individualizada y que no hay que olvidar que también puede haber hombres maltratados.

Y nos queda la otra equidistancia. La de quienes afirman atesorar tanta información, que todo les parece entre mal y peor. Entonces, cuando se trata de votar a Hillary o a Trump, concluyen que ambos son igual de malos. Y no votan contra Trump. Al no votar a Hillary. Y cuando sale Trump, solo dicen: ¡Quién-lo-iba-a-pensar! Pero insisten en que Hillary era malísima de la muerte.

 

A ver, cuando desaparezcan la cobertura médica y las ayudas para los estudios, qué argumentan los finos equidistantes.

 

Jesús Lens