Distopías cotidianas

Este lunes lo empiezo, bien temprano, en el IES Zaidín-Vergeles hablando de distopías, algo que podría considerarse una distopía en sí mismo. Es un tema que me apasiona, aunque no sea particularmente agradable. De entre las muchas causas que nos pueden llevar a un futuro postapocalíptico (pandemias, integrismos, superpoblación, infertilidad, guerras nucleares, la rebelión de las máquinas, meteoritos, invasiones alienígenas y/o de zombis) la más posible, incluso probable, tiene que ver con el cambio climático.

—Hablarás de ‘La carretera’— me decía una amiga. A la de Cormac McCarthy, se refería. Y a la película. ¡Y al cómic, que Norma Editorial acaba de publicar una versión de Manu Larcenet que tiene pintaza y estoy loco por comprarla en la Feria del Libro. McCarthy no cuenta qué pasó en la Tierra para presentar ese aspecto oscuro, tétrico y amenazador, pero podemos colegir que el clima tuvo algo que ver. Al menos, se ve claramente afectado.

Mientras escribo esto, sigo las noticias de IDEAL sobre las lluvias del sábado, las inundaciones de la A-92 y la muerte de un chavalito de ocho años en un accidente de tráfico, lo más probable que provocado por las aguas torrenciales. Tan distópico como real, por desgracia.

¿Han visto lo de las señoras suizas que le han ganado al Gobierno de su país por inacción contra el cambio climático? ¿Y lo de las inundaciones en Dubai? ¡En Dubai! Y lo de Indonesia, que cambia de capital dado que Yakarta se hunde 7,5 cm por año y se encuentra un 40% por debajo del nivel del mar, porcentaje que podría elevarse al 95% de cara a 2050.

El cine de catástrofes nos ha mal acostumbrado. Esperamos el show trepidante, el acontecimiento destructor, el evento letal. Que todo pase en 24, 48 o 72 horas. ¡Manda fuego! Pero quienes hemos leído ‘Apocalipsis suave’ o ‘El Ministerio del Futuro’ sabemos que el final no se anuncia con banda sonora interpretada por las Trompetas de Jericó. (De ese tema y gracias al influjo de Javi Ruiz, el librero de Praga, ya escribí tanto AQUÍ como AQUÍ 

Si en Las Vegas se pudiera apostar por el fin del mundo, yo me jugaría 20 o 30 euros al cambio climático como desencadenante de la peor de las distopías, la más probable y cercana, la que ya tenemos encima.

Jesús Lens

Apocalipsis de nuevo cuño

Me resistía a leer ‘Apocalipsis suave’ durante la cuarentena. Lo compré justo al principio del confinamiento en Librería Praga, recomendación de Javier Ruiz, el sabio librero de la blanca barba; pero no le he metido mano hasta hace unos días, cuando empezó la desescalada.

Les confieso que le tengo más miedo a estos días de desfase en los que impera el ‘sí pero no’ y el ‘no pero sí’ que a las semanas más duras de la cuarentena, cuando había una consigna clara: no pisar la calle más que para lo estrictamente imprescindible.

De ahí que la lectura de ‘Apocalipsis suave’, de Will McIntosh, publicada por la editorial Gigamesh; me haya resultado tranquilizadora y terapéutica. ¡Cómo! ¿Pero no se trata de una distopía? Sí. Un distopía muy creíble, además. Una distopía posible. Si me apuran, hasta probable. Y precisamente por eso me ha resultado relajante: ahora que vivimos en una distopía real y auténtica, es agradable salir a la calle y comprobar que aún no ha llegado el Apocalipsis. Aunque sea suave.

“Vas a leer una novela acerca de lo lento y progresivo que puede ser el final de tu especie. Y te va a gustar. Te hará pensar en cómo el tiempo se convierte en un vector crítico a la hora de estudiar las reacciones en cadena”, escribe el escritor Emilio Bueso en un prólogo que vale su peso en tinta. China. El autor de la mítica ‘Cenital’ explica en muy pocas palabras de qué va la novela: “de fijar a cámara lenta el foco de los acontecimientos”.

La novela comienza con un grupo de gente que, en su fantasmagórico deambular, se cruza con una tribu de mexicanos que se abren camino por la cuneta de la autopista, hundidos en la maleza hasta las rodillas. ¡Ahí está todo! Grupos de nómadas que transitan por un escenario que, hasta hace unas semanas, era inimaginable. Por ejemplo, ¿quién iba a suponer que las cabras montesas saltarían por encima de las barcas de la playa de Calahonda, con un gran tiburón como testigo de sus cabriolas, a escasos metros de la orilla?

Ingeniería genética, bandas salvajes, tribus errantes, drogas y placebos en una novela que, ojo, no tiene zombis ni mutantes. Una historia de anticipación cuya lectura resulta terapéutica en tiempos de confinamiento porque nos hace pensar que el Covid-19 ha sido un aviso y aún tenemos tiempo y margen para redefinir nuestro papel en el mundo.

Jesús Lens