¡Qué vergüenza!

Han colgado todos los capítulas de una tacada, como suele hacer Netflix con sus mejores series originales. Son capítulos cortos, además. De menos de media hora. Normal. Si duraran más, no seríamos capaces de aguantarlos. Precisamente por eso deben ustedes evitarse el atracón y prescribirse a sí mismos la dosis mínima: un capítulo diario de vergüenza.

Vedla. Sufrid. Reíd. Llorar…

“Vergüenza”. Afortunado y esclarecedor título de una serie soberbia, original de Movistar +, que por fin empieza a justificar el pastón que cobra a sus suscriptores, sobre todo, a quienes el fútbol, las motos y los coches nos resultan indiferentes.

¡Por fin una serie de humor, bueno, que escarba en el ser lamentable que todos llevamos dentro, creada, escrita y dirigida por dos cocos privilegiados: Juan Cavestany y Álvaro Fernández Armero, de quien escribíamos ESTO tras su último estreno cinematográfico! Que ahonda en la miseria que nos corroe. Que saca a la luz nuestros trapos más sucios. Como esos calzoncillos con zurraspa. Y que juega con nuestra proverbial torpeza en el entorno digital, como esa monumental metedura de pata en el grupo de WhatsApp del trabajo.

Es España somos muy dados a reírnos de los problemas de los demás. A descojonarnos, incluso, de las miserias ajenas, de sus dificultades y sus meteduras de pata. Pero luego somos muy dignos con nosotros mismos, creyéndonos lo +Plus.

El gran éxito de “Vergüenza” es que Jesús -ya podían haberle elegido otro nombre al personaje de Javier Gutiérrez- y Nuria (igualmente excepcional Malena Alterio) somos todos. Somos usted y yo, apreciado lector. Solo que, por lo general, nosotros somos más avispados -o discretos, tímidos e hipócritas- que ellos. Pero, ¿quién no se ha visto alguna vez en situaciones como las suyas?

Jesús -Javier Gutiérrez, no se confundan- es el perfecto Cuñao, siempre una teoría petarda para darse pisto en cualquier situación. Siempre una explicación, a posteriori, con la que tratar de justificar su idiocia sin límites. ¡Pero es muy buena persona!, como no deja de repetir Nuria, su mujer…

Los culpables…

Poner en el currículum un nivel alto de inglés cuando apenas sabes decir hello, windows y marketing, hablarle a un inmigrante como si acabara del quitarse el taparrabos, hacerse el longanizas a la hora de sacar la cartera para pagar en el bar, mirar un segundo más de lo debido determinado canalillo…

Si ustedes padecieron, a la vez disfrutaban, con el ejercicio de autodestrucción de Jorge Sanz en la primera temporada de la mítica serie de David Trueba, vean “Vergüenza”. Y sufran. Tápense los ojos. Rían. Y después… callen.

Jesús Lens

Las ovejas no pierden el tren

Me estoy haciendo viejo. Es un hecho incontestable del que da fe un documento: el Nacional de Identidad. Y, además, una serie de detalles que complementan al frío dato del DNI. Por ejemplo, cuando en un formulario de Internet tengo que buscar mi año de nacimiento y el muy ladino se esconde en lo más profundo del listado. O cuando, en las carreras, aparezco en los listados de Veterano B. ¿O es ya C?

Las ovejas no pierden el tren comida

Hoy me ha vuelto a pasar cuando, para preparar esta reseña, me he ido a repasar la filmografía del director de la agridulce comedia “Las ovejas no pierden el tren” y me he encontrado con que su primer trabajo, un cortometraje titulado “El columpio”, fue una de aquellas piezas que yo vi en el momento de su estreno. 1992. Eran tiempos en los que las televisiones daban cortos. ¡Qué tiempos!

Pero no nos desviemos del camino. Porque, con este preámbulo, lo que yo quería decir es que mi vida como espectador y crítico de cine está generacionalmente ligada a la de Álvaro Fernández Armero, nacido en 1969 y cuyas películas suelen tratar muchas de las cuitas que nos han ido asaltando a los que éramos veinteañeros en los 90, a los que entramos en la treintena con el año 2000 y a los que la crisis de los 40 nos asaltó cuando abordamos una década que ya empieza a consumir su primer lustro.

Las ovejas no pierden el tren armero

Con “Las ovejas no pierden el tren”, el director y guionista vuelve a acertar. De pleno. Porque sus personajes podrían ser los de sus cintas anteriores, pero ya instalados en esa cuarentena en la que, si te despistas, se te escapa el tren. Para siempre. Por ejemplo, el periodista y escritor que lleva 12 años de sequía creativa desde que publicó una exitosa novela y que se ha mudado a un pueblo rural con su mujer y su hijo, en busca de la inspiración. Y lo de pueblo rural no es pleonasmo, que conste. O su hermano, un corresponsal de televisión de larga trayectoria que, separado y con dos hijas, trata de reinventarse, personal y profesionalmente. Y para ello, sale con una chica veinte años más joven mientras trata de sacar adelante una agencia de comunicación.

Y están los padres de ambos dos. Él, con Alzheimer. Y ella, que empieza a no poder más. Y están sus parejas. Y las madres de ellas. Y las hermanas. Y los amigos. Y los colegas. Y los vecinos. Y lo que les va pasando a todos ellos, juntos y por separado.

Las ovejas no pierden el tren bar

Además, por supuesto, están los sueños. Sueños, entre rotos y hechos añicos, la mayoría. Y los proyectos, muchos de los cuáles rozan el surrealismo. Y luego está la realidad. La del Bla Bla Car, por ejemplo. Aunque tenga mucho de ecológico, supuestamente. Y la de la crisis. La económica, en este caso, además de la emocional. Y el cinismo. Y la ternura. Y la insatisfacción. Y la complicidad. Y el egoísmo.

Y luego están, claro, las ovejas. Y los trenes. Porque, a ver: ¿quién no ha tenido y/o tiene miedo de perder el tren, en una u otra estación de su vida? El tren, como metáfora, claro. Aunque, concretamente en Granada, no es una metáfora que nos impresione, dado que aquí vamos escasos de ferrocarriles. Pero no nos desviemos. Otra vez. Porque perder el tren es algo chungo. Y grave. Sobre todo, a partir de ciertas edades.

¿O no?

Pues dependerá, también, de si había mucho tráfico en la carretera. O no. Y de la prisa que tengas. En llegar. O en salir. Y del destino al que te diriges. Si crees en destinos, claro, sean humanos… o divinos.

Las ovejas no pierden el tren

Porque la película de Álvaro Fernández Armero nos habla de todas esas cosas de la vida, sencillas. Del día a día. Y lo hace de una forma amable y desenfadada, utilizando el extraordinario diseño de producción de su película para potenciar sus tesis, a partir de los diferentes espacios y escenarios en que los personajes se encuentran, se desencuentran, se pelean y se reconcilian. De los exteriores de los edificios y las calles de la ciudad a las solitarias calles del pueblo de piedra, pasando por los bares, las cafeterías, los restaurantes, los lofts y esos hipsters con luengas barbas y tatuajes tribales, que ya forman parte de cualquier paisaje contemporáneo.

Las ovejas no pierden el tren inma

Con la satisfacción de reencontrarme con una película de AFA, tras varios años de silencio, les recomiendo que vean “Las ovejas no pierden el tren” y que después, si les apetece, hablemos. De las metáforas. Por ejemplo.

 

Jesús Lens

Firma Twitter