GRANADA: DESTINO IMPOSIBLE

Debutamos en la sección Puerta Real, de IDEAL. Año nuevo, etapa nueva. Espero que las columnas del sigan gustando e interesando.

 

Lo malo no es, a la vuelta de un lejano viaje a Damasco y Beirut, tener que coger dos aviones y hacer escala en el aeropuerto de Estambul. Lo realmente ingrato es, una vez aterrizado en Barajas, tener que bajar hasta Granada, apenas quinientos kilómetros que uno, la verdad, no sabe cómo afrontar.

 

La primera intención es, por supuesto, coger un avión. Pero las tarifas y los precios de Iberia no es que animen a ello, precisamente. Máxime porque bien sabemos que una de las costumbres más arraigadas de dicha compañía, como si de una perpetua broma pesada se tratara, es suspender sistemáticamente los vuelos entre Madrid y Granada. O diferirlos. O hacerlos bien sufridos, llevando al pasaje hasta Málaga para luego traerlo en autobús, después de una espera infamante.

 

Resulta llamativo que, al final, sea mucho más largo el pomposo nombre de «Aeropuerto Internacional Federico García Lorca de Granada y Jaén» que la lista de vuelos que operan con la capital nazarí, tras la cancelación de las conexiones británicas, parisinas e italianas que se vendieron a bombo y platillo.

 

Descartado el avión, pues, nos quedaría el tren. El tren de toda la vida, claro, que el AVE no vuela hasta Granada. El problema del tren es doble: el trayecto dura muchas horas y RENFE adolece de una escasísima frecuencia horaria, con lo que difícilmente te arriesgas a que un retraso de los habituales en Barajas te deje tirado en Madrid, cansado y ojeroso, al regresar de un viaje por tierras lejanas.

 

Y queda, por fin, el socorrido autobús. La Alsina, vendida primero a Alsa, que luego fue Continental y ahora pertenece a una multinacional británica. Lo bueno del bus es que es relativamente barato y los hay casi a todas las horas del día. Hay que pasar, eso sí, por esa auténtica Corte de los Milagros que es la Estación Sur de Autobuses, donde he llegado a ver a un sujeto tumbado, inconsciente, en su puerta y a los transeúntes pasando por encima de su cuerpo tendido, sin concederle la más mínima importancia.

 

El pasado lunes, pues, cogí el autobús para bajar a Granada, tras volver de Damasco. Y me encontré con una desagradable sorpresa que nos retrotrae al abismo de los tiempos: resulta que los dueños de la franquicia transportista, por aquello del ahorro de costes, no pagan la licencia preceptiva para proyectar películas en el autobús, con lo que los pasajeros nos vimos obligados a soportar, durante más de cinco horas, la Cadena Dial y el Canal Fiesta Radio.

 

¿Qué pecado hemos cometido, los granadinos, para tener que escuchar seis o siete veces al Melendi en una misma tarde? En serio, bien entrado el siglo XXI ¿puede alguien explicar por qué sigue estando Granada situada, exacta y literalmente, en el culo del mundo?

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.