Las series son para el verano

Tomarse la vida en serie se puso de moda hace ya unos años. Frases como ‘Si Shakespeare o Dickens vivieran en el siglo XXI serían showrunners de la HBO’ hicieron fortuna y vivimos una nueva era dorada de la ficción televisiva. 

Sirva esta entrada para tratar de justificar la primera de las muchas contradicciones en las que incurriré estas semanas. ¿Series? ¿No habíamos quedado en que lo cool era leer y que ver la tele no mola nada?

Sí. Habíamos quedado en eso… al hablar de la gente que está de vacaciones en un sitio chulo, agradable y resultón. En un entorno instagrameable. Fotografiarse los pies frente al mar —favor de ir al podólogo antes, por cierto— está muy bien. Pero para eso hay que estar frente al mar. O en un lago cuqui de montaña. O en un río de prístinas aguas cristalinas. 

¿Pero qué pasa con esos otros millones de personas que estamos atrincherados en casa, con las persianas a medio bajar, tratando de sobrevivir a la calor y al precio de la electricidad? Pues que vemos series. En muchos casos, compulsivamente. ¡Cómo será la cosa que RTVE ha vuelto a reponer, por enésima vez, la mítica ‘Curro Jiménez’! 

Hace un par de veranos estuve haciendo esta ruta por las tierras del bandolerismo, desde Jauja hasta Ronda, para contar la historia de José María ‘El Tempranillo’, al que bauticé como el Jesse James andaluz. No les negaré que el impulso para hacer aquel recorrido vino de tanto ver a Curro, al Algarrobo, al Estudiante y demás parentela. 

¿Qué estoy viendo estos días? Pues acabo de terminar ‘Ozark’, una serie que me fascinó al principio y que luego fue perdiendo fuelle, aunque ha mantenido la dignidad hasta el final. Su última temporada da demasiados tumbos, pero aguanta el tipo con entereza. Y el desenlace… ¿qué quieren que les diga? A mí, me gustó. Pero yo soy un facilón que alaba el desenlace de ‘Los Soprano’, (casi) hizo un Pleno al 15 con el de ‘Juego de Tronos’ y, si me apuran, hasta acepté el de ‘Perdidos’. 

Y estoy enganchado a ‘Better Call Saul’. Me gusta tanto que creo que su antecesora, la famosísima y extraordinaria ‘Breaking Bad’, solo fue un calentamiento, el ensayo general para esta genialidad. Estoy tan flipado con la historia de Saul Goodman que conforme termine ‘su’ serie, enlazaré de nuevo y sin solución de continuidad con la de Walter White y Jesse Pinkman. Y ojo a otra precuela en ciernes de Saul. Viene en formato animado y se titula ‘Slippin’ Jimmy’. ¡Rock and Roll!  

También estoy poniéndome al día con ‘Succesion’. ¿Cómo es posible que sea tan interesante y adictiva una serie en la que todos, absolutamente todos los personajes resultan detestables, por decirlo suavemente? Está claro que los ricos y poderosos también lloran, sufren, padecen… y otras cosas.

¿Y usted, querido lector? ¿Se toma la vida en serie también en verano?

Jesús Lens

 

Los vampiros festivaleros

Fue una noche cálida. “¡Qué novedad!”, dirán ustedes. Y razón no les falta. Pero fue cálida en ambos sentidos de la expresión. Calurosa y, a la vez, embriagadora, con texturas, ecos y aromas africanos.

Cerca de 80 años tiene Mulatu Astatke y no paró quieto un momento sobre el escenario de El Majuelo, ese Club de Jazz en la Costa abierto a las estrellas que estrena Almuñécar todos los veranos. La definición de leyenda viva se queda corta. Es insuficiente. Porque el músico etíope está en plena forma. Si se mueve despacio es porque no necesita moverse más rápido. Como Paulie en ‘Uno de los nuestros’. 

Su concierto del miércoles estuvo repleto de texturas y de cargas atmosféricas. A través de su Ethio-jazz, Astatke fusiona la feraz tradición musical de su país con el jazz de los grandes maestros norteamericanos. Su música es un sólido muro de sonido envolvente, sin grietas ni fisuras. Personalmente me gustó más al vibráfono que a las percusiones o al piano. Pero eso da igual.

Los veranos son para la música. En vivo y en directo. Y más, éste, viniendo de donde venimos. Me ha dado coraje no poder sacar el abono para el portentoso Jazz en la Costa que, un año más y durante una semana, convierte a Almuñécar en capital mundial del jazz. 

Hoy, por ejemplo, hay alerta de incendio en la Costa Tropical, que Kenny Garrett amenaza con pegarle fuego. Por supuesto, ya no hay entradas. Pero si tienen oportunidad: pregunten, supliquen, unten o sobornen a quien sea menester para hacerse con una. Lo de robar suena a excesivo, pero no sería yo el juez que les condenara. 

Bajo el castillo iluminado y rehabilitado, me gusta cuando el escenario y los árboles del entorno se tiñen de rojo vivo. Es una estética muy de ‘Apocalypse Now’. Suenan los vientos, las cuerdas y los cueros de una banda con hechuras de orquesta. Los aires que vienen del cuerno africano colisionan con las corrientes del Atlántico y se desencadena la tormenta perfecta. Por fortuna, no hay heridos. Es el Jazz en la Costa, lleno hasta la bandera. 

Antes, para hacer madre y sentar las bases que acojan al mojito de tropicales maneras, unas cervezas y unas tapas en los bares aledaños al Majuelo. Dado que ‘El Lute y Jesús’, nuestro clásico por antonomasia, estaba de descanso, nos dejamos caer por otro igual de cercano. Y pedimos una espichá. ¡Uf! Esos boquerones secos con huevo frito y ajos tienen su aquel. Heavy metal. Sabores intensos a pescado. Muy intensos. 

 

El reencuentro con los amigos es otro aliciente de los festivales de verano. Como los vampiros, no tardamos en reconocernos, en sonreírnos, aunque hayan pasado meses, años incluso, sin coincidir frente a un escenario. Decíamos ayer…

Es otro de mis objetivos para este año. Ir a sitios a escuchar música. Volver a escenarios como el del Majuelo, al Tendencias de Salobreña y a ver qué otros se nos ponen a tiro estas semanas. 

Jesús Lens  

Conversaciones de Altura

Le estoy tomando querencia a quedar en terrazas para hablar de temas profesionales. Ayer, por ejemplo, en la de Alarique. En las de Alarique, en realidad. Porque tiene tres terrazas diferentes. Y las tres con unas vistas excepcionales, tanto de la Alhambra y la Cuesta de Gomérez como de la Catedral.

Había quedado con Ana del Arco, actual directora de la editorial Comares y presidenta de la Asociación de Editores de Andalucía, a las 12.30… de la mañana. Pongo los puntos suspensivos porque, con estas temperaturas, las terrazas se disfrutan más por la tarde-noche que bajo el inclemente sol que nos aplasta a mediodía. 

Hablamos de libros, claro. Ana está muy contenta con uno de los títulos más recientes publicados por Comares: ‘Jardines de la Alhambra’, de Mar Villafranca. Una apuesta valiente e importante. Un libro muy bello del que hicieron una gran tirada. “Es un libro científico, pero muy divulgativo”, señala Ana, que lo define de una manera muy visual: “Te transporta a un entorno diferente que permite aislarte. Te evades a través de sus textos”. 

Con la que está cayendo, en todos los sentidos de la expresión, no se me ocurre mejor plan que encapsularme en la Alhambra, porque el libro de Mar “toma el jardín como excusa, pero todo el tiempo te lleva al monumento”. Lo siento por mi querido asesor fiscal, que considera una locura (financiera) la cantidad de dinero que gasto cada mes en libros. ¡Álvaro, este cae fijo!

Llegados a ese punto, saco de una reliquia de mi macuto. Es mi baqueteado ejemplar de ‘Caminos y veredas de Granada II’. Una guía de 25 excursiones por las vertientes de los ríos Genil, Monachil y Dílar. Una joya de José Carrasco, Arcadio Egea y Gabriel Osorio publicada por Comares en 1998. 

Vista de la Catedral desde la terraza de Alarique

Ana lo hojea con un deje de añoranza. Es, efectivamente, una antigualla. “La cubierta, la tipografía… ¡cómo ha pasado el tiempo!”. Y tanto que sí. La de excursiones que hice usándolo como guía. Así está, el pobre, todo achacoso. Como mis pies. “Este tipo de libros, ahora se publican en otros formatos”, señala Ana. Más digitalizados, modernos, cómodos e interactivos. Más útiles. ¿Menos perdurables? Es uno de los cambios a los que asiste el sector: cada título demanda un tratamiento casi individualizado por cuanto a la promoción y difusión. “Antes estaba todo más estandarizado. Era sota, caballo y rey”. Ahora, el libro exige más imaginación”. ¡La vida misma!

Le pido a Ana una recomendación de Comares para compartir con ustedes. Baja la voz y me lo susurra de forma casi clandestina. ‘Un palacio suficiente’, con los poemas de Jesús Montiel, que no quiere hacer presentaciones ni conceder entrevistas. Me señala un poema concreto. Se titula ‘Los imbéciles’. ¿Será una indirecta? Prefiero pensar que no. Les dejo el arranque: “Jamás se les ocurre / más lejos de su aldea / un poco de horizonte: / prefieren al poliedro / el autismo del círculo, / la vista en la mirilla / de una puerta entornada”.

¿Bien? A mí, me encanta.

Jesús Lens

La plaza del pueblo

No sé si usted, amable lector, tiene pensado viajar más o menos lejos este verano. En cualquier caso, le animo a que antes o después visite una plaza emblemática de su pueblo o ciudad. Pero que lo haga con los ojos del viajero.

Es importante, la mirada. Acostumbrados a pasar por nuestras calles, avenidas y plazas concentrados en nuestras cosas, siempre con bullas, mandando audios por el móvil o contestando guasaps; no vemos más allá de nuestras narices. Y a veces, ni eso. 

El verano es una magnífica estación para levantar la mirada y ver con otros ojos los espacios habituales a los que no solemos prestar atención: aunque solo sea por la calor, no vamos tan acelerados. La plaza, por ejemplo.

En todas las plazas, a nada que nos fijemos, hay cosas interesantes que ver. Al menos, curiosas. Porque en las plazas es donde pasa todo. La vida, sin ir más lejos. “Vamos a tocar un rock and roll a la plaza del pueblo”, cantaba Tequila. “Vamos a tocar un rock and roll a la plaza mayor”. ¿Vamos?

Voy a ser poco original: me gusta mucho la plaza Bib-Rambla. Y no debo ser el único. Me decía un amigo que en una web de fotografías antiguas y coloreadas de Granada, un 20% eran de Birrambla, como la llamamos coloquialmente. 

No les voy a contar la historia de la plaza, que me harían falta diez columnas como esta y no empezaría ni a completarla. Digamos sencillamente que allí ha pasado todo. Y de todo. Es la gran plaza histórica de Granada, donde se montaba el patíbulo para las ejecuciones públicas, se celebraban las justas medievales o corridas de toros. Sería lo más cercano a una Plaza Mayor como la de Madrid o Salamanca. Y no olvidemos la bárbara y masiva quema de libros musulmanes impulsada por el cardenal Cisneros, otro siniestro 23F, este de 1502.  

¿Qué tiene hoy de especial esa plaza? El centenario Gran Café Bib-Rambla que le da nombre, uno de los establecimientos con más solera, historia y tradición de Granada. Y la fuente de los Gigantones coronada por Neptuno, con su tridente. 

Desde niño me sentí atraído por lo grotesco de aquellos rostros. Me encantan esos caretos y las manos encima de cabeza. “¿Qué hemos hecho para terminar así?”, parecen decirnos. Me gusta ver cómo asoma la torre de la Catedral al fondo y me encanta la Puerta de Bib-Rambla, situada a un par de kilómetros de ‘su’ plaza, en mitad de los bosques de la Alhambra. 

Viajeros en el tiempo de Gravite en la puerta de Big-Rambla

¿Y a usted, querido lector? ¿Qué plaza de su entorno cercano le gusta más y por qué? ¿Cuál nos aconseja que no nos perdamos y en qué detalles debemos reparar? ¿Dónde echamos una cerveza o un vino? Díganoslo en los comentarios de la edición digital de este Vuelta y vuelta, que nos sirva para descubrir sitios nuevos o aspectos diferentes de esas plazas públicas por las que tantas veces pasamos sin prestarles la atención merecida. 

Jesús Lens

Las espaldas de la Alhambra

Viviendo en Granada, uno no puede empezar una serie veraniega soslayando la Alhambra, por lo que el domingo pasado desafiamos a la ola de calor y nos fuimos a sorprenderla por la espalda y bien temprano, aunque no a traición. 

La idea era madrugar y, antes de que la chicharra diera demasiado el cante, subir por el Realejo, llegar al Llano de la Perdiz, volver por Valparaíso y, ya sí, asomarnos a la Alhambra desde la Silla del Moro, antes de regresar al Zaidín. Ni que decir tiene que todo nos salió (más o menos) mal.

Lo de madrugar, por ejemplo. Uno se acuesta tarde el sábado después de ver una película y, aunque deje la ventana abierta de par en par, temprano lo que es temprano, no se levanta. Y como en esta vida se puede perdonar cualquier cosa menos el moroso desayuno del domingo, ya íbamos tarde cuando nos metimos entre los pinares de junto al Cementerio de San José. 

Calor, hacía. Agua, no llevábamos. ¿Total para qué, si apenas iba a ser un paseíto periurbano de un par de horas? La chicharra cantaba cara al sol con la misma energía que Rosalía al pollo teriyaki. Llegamos al Llano y rápidamente localicé el sendero que debía llevarnos camino del Darro. Solo que no era ese sendero. 

Tras media hora larga tratando de disimular que sabía dónde estábamos, oímos las campanas de la Abadía del Sacromonte, pero no sabía dónde. Y como no quería que doblaran por mí —ya sentía la asesina mirada del tigre clavada en mi espalda— reculamos para deshacer el camino y subir a la Silla del Moro por dónde se sube a la Silla del Moro, sin mayores complicaciones. 

Me encanta la vista de la Alhambra desde aquel entorno, cargado de magia. Se la contempla por la espalda y desde arriba, por lo que ofrece una perspectiva diferente y original. Es como mirar una maqueta, pero a tamaño natural. 

La Silla del Moro es una inmejorable atalaya para, además de la Alhambra, deleitarse con el valle del Darro, la Abadía del Sacromonte… y los restos calcinados del incendio de San Miguel Alto. En lontananza, la vega de Granada, el torreón de Albolote y hasta Moclín. Al menos, eso dice un cartel, que la solana impedía fijar la vista tan lejos. 

Ya de vuelta y como apenas pasaba de la una de la tarde, nos acercamos a Jardines Alberto por si nos dejaban tomar una cerveza, que teníamos sed sahariana nivel Lawrence de Arabia. “Una y nos vamos”, prometimos mientras poníamos cara de cervatillo desvalido de película de Disney.

¡Qué placer, ese primer trago de cerveza cuando estás muerto de sed! Cumplimos nuestra promesa, bajamos por el bosque de la Alhambra y a eso de las dos de la tarde, con 16 kilómetros en las piernas, pudimos decir aquello de “Hogar, dulce hogar”. Y de inmediato, una idea, un propósito: el próximo domingo madrugamos, pero madrugamos de verdad, y vamos a…

Jesús Lens