LIBLOGS: YERMA EN EL LÍBANO

Hay libros que, por el momento personal y vital en que los lees, se te incrustan en la piel y, además de provocarte muchas y variadas sensaciones, te dejan una huella indeleble de por vida. A mí me ha pasado con «Yerma», leído de un tirón en una tarde de invierno y cuyo recuerdo me viene acompañando desde entonces, como espada de Damocles que pende sobre mi cabeza.

 

Hace un par de noches, cansado, roto, volvía a casa en taxi. El conductor tenía ganas de charlar y me preguntó por las Navidades. Le dije que las pasaría en el Líbano y, como un resorte, me volvió a preguntar: «¿Es usted soldado?»

 

Me quedé de una pieza. ¿Soldado? Pues no. Un simple turista. El hombre no volvió a hablar, me dejó en casa y me deseó felices navidades. Al día siguiente, una amiga me preguntaba si estaba nervioso por mi inminente viaje. «No», le contesté. «Ni nervioso, ni ansioso, ni expectante, ni excitado.»

 

Y me sentí yermo. Vacío. Fue entonces cuando me decidí a escribir las palabras de esa entrada tan gratamente recibida y comentada: «Líbano: escapar viajando». Un texto que es duro de escribir… si sientes todas y cada una de las palabras y las sensaciones que en él se reflejan, como a mí me pasaba.

 

Hasta ahora, prácticamente no le he prestado atención al destino de este viaje. Líbano. He mirado la página del Ministerio de Asuntos Exteriores y, de hacerle caso, lo mejor sería no poner allí un pie. Recuerdo que, cuando empezó la última guerra libanesa, hace unos meses, con el egoísmo propio de los viajeros, pensé para mis adentros que era una pena, que ya había otro país que, de momento, se había convertido en destino vetado. Y, sin embargo, apenas unos meses después, allá me voy. Al Líbano.

 

Ya les he contado que la «culpa» de todo la tiene Daniel. Y a él me encomiendo, lógicamente, para culminar un viaje bonito, ilustrativo y satisfactorio. Decía que quería aprovechar este viaje para reflexionar sobre tantas y tantas cosas de mi vida, pasada, presente y futura. Otra amiga (siempre son las mujeres las que ponen el dedo en la llaga) me decía que me dejase de tonterías y que aprovechara el viaje para disfrutar, pasarlo bien, ser receptivo a los compañeros que me encuentre por el camino, descubrir nuevos paisajes y, sencillamente, gozar con las bondades de una oportunidad única: viajar a un destino tan atractivo como complicado. Viajar.

 

Por eso me gustó tanto, al llegar a casa, encontrar el mensaje de otra excelente cómplice que, desde la distancia, ya me va conociendo sobradamente. Un mensaje repleto de buenos augurios, que se concretaban en la siguiente máxima de Tucídides: «El secreto de la felicidad no está en hacer siempre lo que se quiere, sino en querer siempre lo que se hace. El secreto de la felicidad está en la libertad, y el secreto de la libertad, en el coraje».

 

Yerma se casó porque quería tener un hijo. Y no consiguió concebirlo. Y su vida fue un infierno. Y la de su marido. No había otra cosa que le importara que no fuera la sequedad de su vientre. Y así consumió su existencia. Y, por fin, cuando comprendió que jamás se quedaría preñada, no se resignó y, en vez de procurar construir una vida en torno a su esposo, lo asesinó. El fatalismo de los personajes de García Lorca, la autodestrucción, el sufrimiento, la muerte… todo ello tan nuestro… no. Hay que rebelarse.

 

Cuando escribo estas líneas me quedan menos de cuatro horas para emprender mi viaje. He de preparar el petate, comer y salir para la estación de autobuses. Es verdad que, si lo pienso, no es irme al Líbano, ahora lo que quiero hacer. Pero no es menos cierto que, como lo voy a hacer, lo estoy empezando a querer.

 

Sí. Ya estoy nervioso. Me falta un visado para Siria que suplo con una carta de una agencia de viajes, escrita en árabe, y que no sé si me dará problemas en Estambul, donde hago escala. Sí. Ya ando revisando los billetes y los itinerarios. Sí. Ya ando eligiendo qué lecturas me van a acompañar. Sí. Ya voy notando esas mariposas en las tripas que me dicen que sí. Que quiero viajar. Que dejo cosas atrás, pero que me esperan muchas más por ahí delante. Estos días, en Oriente. Y a la vuelta, claro. Libertad para irme. Y para volver. Coraje para apretar los dientes… y seguir de frente.

 

Perdonen que haya usado la excusa de los Liblogs y de «Yerma» para hablar de mí, pero, por un lado, es la grandeza de la literatura: conseguir integrarse en nuestra vida. Y, por otro, ¿qué podría decir yo sobre «Yerma» que no se haya dicho ya, hasta la saciedad, por centenares de estudiosos y especialistas de la obra lorquiana?

 

Haciendo de la necesidad virtud, un cálido abrazo viajero y mediterráneo para todos.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

LIBLOGS: ENTRE LIMONES

Dedicado a Jose Guerrero, que me regaló este libro

Y con el que coincido en tantas y tantas cosas…

 

Mi buen amigo José Manuel me ha descubierto una estupenda página de Internet: www.wordreference.com en que hay traducciones, definiciones y conceptualizaciones de millones de palabras de todo el mundo y de los más variados idiomas.

 Portada

Para definir la novela «Entre limones», de Chris Stewart, cuya publicación hemos de agradecer a la editorial andaluza Almuzara, tenía una palabra en mente: «Charm», que según la página de marras, significa «encanto» o «hechizo» y, como verbo, «cautivar».

 

Todas esas acepciones son aplicables a una novela muy sencilla en apariencia, pero estupendamente escrita y, sobre todo, cargada de ironía, fino humor y mucho, mucho sentido común.

 

Yo no sé ustedes pero yo he soñado, y aún lo hago de cuando en vez, con la ruptura, el viaje sin retorno, el corte de amarras y la huída definitiva. De las grandes frustraciones de mi vida: haber nacido en Granada, haber estudiado en Granada y seguir trabajando y viviendo en Granada. Ojo. Que nadie de mi empresa pida que esta declaración supone una solicitud encubierta de traslado. Que conste.

 

No.

 

Me gusta mi vida y me gusta mi ciudad, me encanta mi trabajo y soy feliz en la capital nazarí, donde tengo a mis mejores y más cercanos amigos. Pero eso no quita para que, en determinadas ocasiones, como ocurre mientras leía «Entre limones», me asalte un cierto desasosiego, una inquietud, un deseado anhelo: «¿y qué pasaría si me marchara?»

 

Hay que ser muy valiente, o muy loco, para hacer lo que hicieron Stewart y su mujer: liarse la manta a la cabeza y, siguiendo la estela de tantos y tantos viajeros ingleses que huían de la humedad, la lluvia y el gris de Inglaterra, instalarse en el luminoso y soleado sur de España. Concretamente, en las Alpujarras, una tierra muy especial, mágica, con imán.

 

«Entre limones», a estas alturas ya lo saben todos ustedes, cuenta el proceso de adaptación a un cortijo llamado El Valero por parte de una pareja de ingleses. Las cosas que les pasan, las anécdotas, las incomprensiones y, sobre todo, la solidaridad que encuentran en amigos y vecinos constituyen el esqueleto de una narración que, a través de una sencillez argumental casi ascética, invitan a la huída de las malas costumbres, el adocenamiento y el pensamiento único.

 

Un libro que invita a reflexionar, además, sobre la idiosincrasia española, granaína y alpujarreña, riéndose de algunos de nuestros vicios capitales, pero también hostigando, con dulzura y sin saña, a colectivos como el de los hippies que paren a sus hijos en tipis indios, en mitad de cánticos espirituales y purificadores. Críticas que nunca hieren porque el autor del libro es el primero en mofarse de sí mismo y de buena parte de sus limitaciones como cortijero autónomo y autosuficiente.

 

Un libro, «Entre limones», efectivamente encantador, dotado de una de las virtudes más difíciles de la literatura: invitar a soñar, viajar y cambiar de forma de vivir. Aunque, claro, si uno decidiera romper con todo, las Alpujarras se le quedan muy, demasiado cerca. Hoy por hoy, y por distintas circunstancias y casuales reencuentros, posiblemente me iría a Irlanda, a las Islas de Arán o al pueblito de Doolin, famoso por ser uno de los centros espirituales de la música celta, junto a los acantilados de Moher, y sobre el que pronto volveremos.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

CUAVERSOS DE BITÁCORA

Hay que sumarse, entusiastas, a la idea que lanza nuestro hermano Bomarzo: “Cuaversos de Bitácora” o, lo que es lo mismo, miércoles poéticos en la blogosfera.


Como sabéis, la iniciativa de los Liblogs está funcionando muy bien. Así que, nos preguntamos ¿por qué no vamos un paso más allá, mezclando esto del Internet con los libros, la literatura y la creación literaria?

Tal y como propone Bomarzo, vamos a dedicar un día a la semana, en concreto los miércoles, a la poesía. Y, como en los Liblogs, lo haremos de la forma más sencilla: cada uno subirá una entrada que contenga un puñado de versos.

Pueden ser de fabricación propia o totalmente ajenos. De poetas famosos, inéditos, vivos o muertos. Admirados, reverenciados, odiados o detestados.


Lo importante: que los miércoles, en esta parte de la blogosfera, se lea un poquito en verso. El ejemplo de Ángel González de este fin de semana nos demuestra que hay hambre de poesía.

Y quién (todavía) no tenga Blog, que prepare sus versos para los comentarios de las bitácoras de los demás. O que provea de versos a los dueños de las mismas.


El caso es, los miércoles, fomentar estos atractivos “Cuaversos de Bitácora”.

Amigos, ¡anímense!

Ya saben. Los miércoles ¡Versea, versea!

Jesús Lens, recogiendo el guante de Bomarzo.

BOMARZO

Ésta es mi aportación al Proyecto Liblogs correspondiente al mes de Octubre. El anterior fue «El Principito».

Una de las muestras de rebeldía juvenil que uno mostró en su adolescencia tuvo que ver con la literatura. Mis padres eran, ambos, personas de letras. Mi padre, catedrático de una disciplina tan imposible como era el griego clásico, se dio por contento con imbuirnos a mi hermano y a mí el amor por el cine. Aunque siempre nos reíamos de su fascinación por “Ordet”, nunca podremos agradecerle lo suficiente que nos enseñara a ver y disfrutar las películas de John Ford, Howard Hawks u Orson Wells. Para descubrir la Guerra de las Galaxias e Indiana Jones nos bastábamos solos, sin embargo, para apreciar el cine clásico, siempre es importante contar con un buen faro y guía.

Mi madre, por su parte, lo tuvo más complicado. Era profesora de lengua y literatura en su venerado Sagrado Corazón y amaba los libros casi por encima de cualquier cosa. Además, sabía cómo transmitir su entusiasmo por los mismos, de forma que cientos y cientos de alumnas de decenas de generaciones de las Brujas son buenas lectoras, en parte, gracias a su influjo.

Pero conmigo no podía. No es que yo no leyera. Que lo hacía. Y mucho. Era peor. Cada vez que mi madre nombraba el título de un libro, indicándome que debería leerlo, automáticamente yo lo incluía en una lista secreta: la de los libros que no leería jamás.

Juro que no lo hacía de forma consciente y voluntaria. Pero lo hacía. Libro del que mi madre glosaba alguna virtud que me invitara a leerlo, libro maldito y proscrito. Pero, lo peor de todo, es que dicha obsesión censora no fue pasajera. No fue sólo la reacción de un adolescente contestatario que prefería leer a Bukowski, Wolfe, Mailer, Loriga, Cooper o cualquier autor de Anagrama antes que las novelas clásicas de autores más cercanos. No. Reconozco que dicha costumbre me duró, por ejemplo, hasta la mismísima “La sombra del viento”, que tengo inédita, en las estanterías de mi biblioteca.

Un día, mi madre me llamó por teléfono. Estaba muy contenta. Había leído un libro en que a la protagonista de la novela le pasaba lo mismo que a ella con el capullo de su hijo: aunque era un lector voraz y aunque la quería con locura; se negaba sistemáticamente a seguir los consejos maternos en cuestiones literarias. Que se sentía un poco menos sola, me dijo, al encontrar a otra persona, aunque fuese de ficción, con la que identificarse.

Por culpa de esa estúpida fijación, además de perderme la novela de Ruiz Zafón, despertando la incredulidad de amigos y conocidos cuando les digo que la tengo pendiente, he dejado de leer, a bote pronto, “El camino” de Delibes, casi todo Lorca, “El corazón de piedra verde” de Salvador de Madariaga y otras muchas obras capitales de la historia de la literatura. Y menos mal que, sabiendo lo que había, mi madre dejó de recomendarme libros.

Pero, por encima de todas, la gran frustración de la María Julia profesora de literatura fue que su hijo no leyera “Bomarzo”, la novela de Manuel Mújica Laínez que contaba el Renacimiento italiano con una profundidad y una capacidad sin igual de transmitir sensaciones. Mira que me insistió. Que me iba a encantar, que era una novela maravillosa, que la iba a disfrutar, palabra por palabra… Y yo, erre que erre. Que no.

Pasó el tiempo. Un día, en mi dimensión virtual y cibernética, se cruzó un individuo que firmaba como Bomarzo. Se abrió un Blog. Empezamos a leernos, a comentarnos, a sintonizar y a caernos bien. Y los bytes se hicieron carne y Bomarzo se transformó en Juanjo y ambos, Juanjo y Bomarzo, se convirtieron en dos de mis hermanos pequeños adoptados.

Sin embargo, y aunque él no lo sabe, todas y cada una de las veces que Bomarzo entraba en mi Blog, algo se removía dentro mí. Una deuda pendiente. Una promesa incumplida. Una traición filial.

Por eso, cuando pusimos en marcha esta aventura de los Liblogs, aproveché para homenajear a mi hermanito exiliado, proponiendo la lectura de “Bomarzo”, pero sobre todo, lo hice para pedirle perdón a mi mamá por haber sido tan idiota, obcecado y cabezón. Porque, como no podía ser de otra manera, “Bomarzo” es una maravilla, un libro de lecturas tan distintas que, sin ir más lejos, el pasado sábado me llevó a cometer una locura: vencerme a mí mismo.

Y, sin embargo, no seré yo el que glose sus virtudes, hoy. Porque hoy jueves, un puñado de amigos, sin ellos saberlo, también me están ayudando a pasar una página íntima de mi biografía.

A lo largo de estas semanas, Claro, el Tercero, GU, Rigoletto, Alfa, Bomarzo, Néfer, Lía, Alberto Bueno y algunos otros han leído “Bomarzo”. Otros amigos seguro que lo han querido hacer, pero no encontraron el hueco. No pasa nada. Lo importante es que, hoy, todos estamos escribiendo, hablando y disfrutando de “Bomarzo”. Justo lo que mi madre tantas veces me insistió que hiciera.

Aunque tarde, como casi siempre.

Tu hijo que te quiere.

Carlos.

VENCIENDOME A MI MISMO

El sábado por la mañana me desperté temprano. Ya no tenía sueño, pero no me apetecía salir de la cama así que cogí el libro de la mesilla de noche y me apresté a terminar ese “Bomarzo” que me ha acompañado durante las últimas semanas, dentro del proyecto Liblogs.


Ya me quedaba poco para acabarlo, pero no me esperaba ese final. Concretamente, hubo un párrafo que me conmocionó y que leí varias veces, arrebujado entre las mantas. Lo reproduzco a continuación:

“El propio Samuel trazó sobre las palabras SIC ERIS FELIX, las sentencias: NOSCE TE IPSUM; VINCE TE IPSUM y VIVE TIBI IPSUM; así serás feliz: conócete a ti mismo, véncete a ti mismo; vive para ti mismo. Yo. Yo mismo, siempre yo mismo, conociéndome, venciéndome y viviendo para mí y para alcanzar la felicidad.”

Un puñado de palabras que resumen una novela de un calado extraordinario y una profundidad estremecedora. Pero no es momento, todavía, de hablar de “Bomarzo”. Porque, lo que yo quería contarles, es lo que pasó unas horas después, cuando salí a correr.

El viernes había hecho 16 kilómetros bastante potentes, con cambios de ritmo y demás y la exigente Media Maratón de Granada aún estaba muy reciente. Por tanto, el sábado pensaba despachar 13 tranquilos kilómetros. Estaba nublado, hacía fresco, tenía mucho trabajo pendiente y la tarde y la noche las tenía comprometidas con el CB Granada y el concierto de Extremoduro.

Me puse las zapatillas, una camiseta cualquiera y me eché al camino. Cuando dejé atrás la Marcha Verde de los sábados, en los aledaños del nuevo Los Cármenes e intenté alargar la zancada, vi que no iba con punch, que tendría que limitarme a rodar. En esas que salió el sol. Cuando iba por el camino de la Fuente de la Bicha, me adelantó una chica, sacándome del sopor en que iba sumido, pensando en el reportaje sobre Boabdil que había dejado a medias y tenía que terminar al volver a casa. La chica corría bien, fuerte y con ganas. Me puse a su lado y rodamos a la par unos kilómetros. Luego, ella giró hacia otro lado y yo seguí mi camino. Iba a gusto y me encontraba bien. Por tanto, no di la vuelta donde había pensado.

Seguí corriendo. Y, de forma impremeditada, decidí que era una buena ocasión de hacer 20 Kms. No iba demasiado fuerte y me encontraba con ganas. Se había quedado un día excelente y no tenía ninguna prisa por terminar. Entonces, me dije que también era una inmejorable ocasión de alargar mi carrera hasta los 25 kilómetros, haciendo la tirada más larga de mi vida como corredor. Así que decidí ir hasta Pinos, con la mente puesta en esa fuente de tres caños de agua fresca que me descubrieron mis amigos de Las Verdes.

Una decisión como ésta, mientras estás en el camino de ida, no pesa. A fin de cuentas, la mitad de 25 kilómetros son trece y medio, una distancia cómoda y muy razonable. De hecho, de una decisión tan osada te empiezas a arrepentir cuando, a los 18 o 20 kilómetros, el esfuerzo empiece a pasar factura.

A ver. No me había hidratado convenientemente. No me había alimentado cómo debiera para una tirada tan larga. Item más, ni siquiera me había echado vaselina en las partes del cuerpo que tanto sufren con el roce continuo, cuando vas corriendo. Nadie sabía que me había embarcado en esa quimera, nadie me esperaba y a nadie le importaba, claro. No llevaba un céntimo en los bolsillos, ni un teléfono, obviamente.

Tras beber agua en la fuente de Pinos y estirar los músculos durante un minuto, emprendí el camino de vuelta. No me gustan las vueltas. Soy más amigo de los caminos de ida, pero siempre hay que terminar volviendo. Y me hice, claro, la famosa pregunta con que Bruce Chatwin resumió la esencia del ser viajero: “¿Que hago yo aquí?”

La respuesta, en esta ocasión, salió sola: conocer mis límites, desafiarlos y vencerlos. Sí. Bomarzo, el gibado príncipe renacentista italiano, me había puesto, desde las páginas de un libro, en un camino duro y exigente, pero muy satisfactorio. Se me pasaron los nervios y la inquietud. A fin de cuentas, estoy viviendo para mí mismo y nadie me espera al final del camino, sea de ida, sea de vuelta. Me relajé y disfruté de la carrera.

Dos horas y media conmigo mismo, corriendo, sin sufrir, apreciando el camino, el paso del tiempo y los kilómetros. Terminé el recorrido muy cansado, por supuesto, pero aparentemente entero. Tenía bastantes rozaduras, claro. Algunas muy dolorosas. En casa, bebí agua, estiré unos músculos cargados y apelmazados y me duché. Sin embargo, al caer en el sillón, me sobrevino la extenuación de haber sometido el cuerpo a una prueba, quizá demasiado dura. Me dio tiritera, apenas podía comer y me sentí mal… pero se pasó pronto. Bebí mucha agua. Me tomé una buena ensalada con patatas, fruta y yogur y me pude poner a trabajar. Me había vencido.

No se me va la frase de Bomarzo de la cabeza. Tiene muchas connotaciones. Muchos sentidos. A quiénes, como le pasa al personaje de Manuel Mújica Lainez, la vida nos hizo físicamente complicados, vencernos a nosotros mismos es un reto que asumimos con especial dedicación. Yo conseguí, en un momento difícil de mi vida, derrotar fantasmas, vencer una timidez compulsiva y terminar con una buena cantidad de complejos. Pero la lucha continúa, día a día. Conocernos, asumirnos, pero vencernos. Lo malo es que, a veces, vencernos supone derrotarnos a nosotros mimos. Y eso no es bueno.

Dejo aquí estas notas. Pero volveré, claro que sí, sobre esta frase que, es evidente, me ha impactado. “Así serás feliz: conócete a ti mismo, véncete a ti mismo; vive para ti mismo.”

Continuará.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

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