No descubro nada si digo que en todos los colegios -públicos, concertados y privados- hay piojos, pero, y aquí viene lo curioso, nadie admite que sus hijos los tienen. Todos callamos. Es la ley del silencio. Hay miedo al estigma… o yo que sé. El resultado de esa conducta de silenciar el problema es que, al final, todos los alumnos acaban con las cabezas plagadas de liendres. Supongo que esto tendrá que ver con el hecho de que tener piojos, en otros tiempos, era sinónimo de suciedad y pobreza. Y nadie quiere parecer sucio o pobre. En realidad, no es así. No pasa nada. A cualquiera le puede suceder: rico, pobre o ‘mediopensionista’. El silencio y el disimulo solo sirven para que la epidemia se extienda. Y dejo de escribir de piojos porque, cada vez que abordo este asunto, me pica la cabeza… Es automático, oiga.







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