No corren buenos tiempos para la presunción de inocencia. Por eso, de cuando en cuando, conviene recordar que este principio, básico en cualquier democracia que se precie de serlo, es un avance de un valor incalculable y un signo de civilización. A nadie, por mucho que se enfade cuando escuche noticias sobre tal o cual sentencia, le gustaría vivir en un país en el que primase la presunción de culpabilidad, esto es, un lugar en el que todos fuéramos culpables hasta que no se demostrase lo contrario.
Aquí va una noticia de Europa Press que explica mejor que cualquier reflexión en qué consiste exactamente la presunción de inocencia: unos padres pierden a su hija de pocos meses (primero estuvo en coma) y tienen que pasar el trago de ser investigados judicialmente porque hay sospechas de que la mataron ellos a golpes. Encima, la administración le retira la custodia de sus otras tres hijas. Ahora ha quedado demostrado que la niña padecía una enfermedad congénita que le provocaba violentas hemorragias y que esa fue la causa de la muerte. El calvario de los padres ha durado meses.
Convendría recordar este tipo de historias cuando nos invada la tentación de ‘condenar’ a alguien.







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