PRUDENCIA

«La prudencia es una virtud que se acrecienta con los años».

 

De repente recibes esta frase en tu ordenador, sin filiación conocida (por lo que podemos atribuírsela a la ancestral y milenaria sabiduría de los chinos, por ejemplo) e, inevitablemente, te paras a pensar.

 

Prudencia.

 

Para Epicteto, «la prudencia es el más excelso de todos los bienes». Vale. Es difícil, a priori, no estar de acuerdo en considerar a la prudencia como una virtud. En una sociedad como la nuestra todos somos enormemente prudentes, empezando por Papá Estado, que vela por nosotros con un incansable denuedo. Desde que comenzamos a vacunar a nuestros pequeñuelos, nada más nacer, ya no paramos de ser prudentes.

 

Hacemos lo posible, lo imposible y más aún por blindarnos, en un intento de que nada ni nadie perturbe, nunca, nuestra tranquilidad. Cargamos nuestra vida de rutinas y la forramos de cuantas medidas de seguridad consideramos pertinentes, en un intento de ser felices, siempre y a toda costa. Al menos, moderadamente.

 

Para ello, por lo general, tendemos a convertir los caminos por los que solemos transitar en raíles ferroviarios que, para no descarrilar, tan seguros y fiables, no nos dejan salirnos de la senda trazada. Y cuando algo nos invita, obliga o exige salirnos de ese camino predeterminado, aplicamos el proverbio que reza «Nadie prueba la profundidad del río con ambos pies».

 Esos gatos desconfiados...

O sea que eso de lanzarnos al vacío lo dejamos para los héroes novelescos y cinematográficos, mayormente.

 

Y es verdad que, como los gatos escaldados en agua hirviendo, a medida que crecemos nos hacemos más y más cautos y prudentes. En realidad pienso que, más que por el hecho de envejecer, lo somos por la acumulación de experiencias. Las que nos salen bien, nos gustan y satisfacen, las encauzamos e intentamos incorporarlas a nuestras rutinas. De las que nos salen mal, aprendemos a rehuirlas y rechazarlas. A toda costa.

 

¿Y las que están por probar? Aconsejaba Tito Livio que «no des la felicidad de muchos años por el riesgo de una hora».

 

¿Qué os parece? ¿Estáis de acuerdo?

 

Riesgo.

 

Cuando somos jóvenes, tendemos a correr riesgos. Será por la insaciable curiosidad del ser humano trufada de la irreflexiva locura de la juventud, pero sí, asumimos riesgos que, más adelante, jamás osaríamos repetir. Cruzamos líneas que, después, nunca seríamos capaces de traspasar.

 

¿O no?

 

La lógica nos dice que, a medida que adquirimos conocimientos y experiencias, deberíamos ser capaces de asumir mayores riesgos, sabiéndonos más fuertes, más inteligentes, mejor formados, más preparados. Porque, lo que a los veinte años es un riesgo de proporciones homéricas, a los treinta no tendría porque dejar secuelas, en caso de salir mal. Al menos, no secuelas inasumibles.

 

Prudencia... ¿o miedo?
Prudencia... ¿o miedo?

Renunciar a los desafíos, a las novedades, al riesgo… ¿no es una pena?

 

Me gusta una frase del poeta latino Quinto Horacio Flaco: «Mezcla a tu prudencia un grano de locura». ¿Qué es la vida sin el aliciente, sin el aderezo de un poquito de improvisación, locura y desmesura? ¿Por qué negarnos a correr algunos riesgos? ¿Por qué dejar pasar oportunidades, tan sólo por el miedo al qué pasará o al y si sale mal? En una palabra, ¿dónde está el límite entre la prudencia y la más total y absoluta cobardía paralizante?

 

No olvidemos las sabias y lúcidas palabras del escritor y poeta italiano Arturo Graf: «hay algunos obsesos de prudencia, que a fuerza de querer evitar todos los pequeños errores, hacen de su vida entera un solo error».

 

Y tú, ¿qué opinas?

 

Jesús Lens, quizá demasiado prudente.