EL PRINCIPITO

Primera entrega de Liblogs: El Principito.
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No era buena mi relación con el clásico de Antoine de Saint-Exupéry. A Eduardo le había encantado, cuando éramos niños e íbamos al colegio de la Caja. No recuerdo con cuántos años lo leí, pero un flash se me viene a la cabeza: estaba en una habitación gigantesca, llena de literas, y yo tenía la edición chiquita de la novela entre las manos. Imagino que estaba con los amiguitos del Club de Esquí, en Sierra Nevada, en uno de aquellos fines de semana blancos a los que íbamos con Marfil y compañía.


Pero no recordaba nada de “El principito”. No es que me gustara más o menos. Es que lo había borrado de la mente. Por eso, este año, sentía un cierto sentimiento de culpa en Senegal, mientras nos tomábamos una copa en la sugerente terraza del Hotel de la Poste en que tanta veces durmieron Jean Mermoz y el propio De Saint-Exupéry, pioneros de la aviación y ambos desaparecidos en la inmensidad del Sahara, cuando volaban con sus sacas de correo a cuestas.

Y miren ustedes por dónde, la feliz iniciativa de mi amigo Alfa 79 de recuperar este libro me sirvió para animarme a volver sobre él. Fui a una librería y, amante como soy de los libros bellos y hermosos, compré la fastuosa edición del cincuentenario, en tamaño gigante, que reproduce el manuscrito original de “El principito”, con los dibujos del autor, las manchas de café y hasta las quemaduras accidentales con que De Saint-Exupéry “castigó” su obra.

Esta edición incorpora, igualmente, un álbum con los dibujos que, después, el propio autor desecharía para la versión definitiva que todos conocemos. El más singular, posiblemente, es el dibujo del gran baobab que, ominoso, oprime con sus raíces al pequeño asteroide en que vivía el Principito y que, después, transformó en el menos agresivo dibujo de los tres baobabs más pequeños que amenazan la sostenibilidad del planeta.

Y está, obviamente, la narración de Antoine. No sé, a estas alturas de vida, qué lectura puede hacer cada cuál de esta historia. Pero a mí me gusta especialmente el final. En la página izquierda, el dibujo más simple y sencillo que imaginarse pueda. Apenas un trazo horizontal, curvo, cortado por otro trazo diagonal, descendente. Y, en lo alto, una estrella.

En la página derecha, la siguiente leyenda: “Éste es, para mí, el más bello y más triste paisaje del mundo… Mirad atentamente este paisaje a fin de estar seguros de que habréis de reconocerlo, si viajáis un día por el África, en el desierto. Y si llegáis a pasar por allí, os suplico: no os apresuréis; esperad un momento, exactamente debajo de las estrellas. Si entonces un niño llega hacia vosotros, si ríe, si tiene cabellos de oro, si no responde cuando se le interroga, adivinaréis quién es. ¡Sed amables entonces! No me dejéis tan triste. Escribidme enseguida, decidme que el principito ha vuelto.”

Y también me identifico, muy especialmente, con el capítulo XVIII en que el protagonista ha llegado a la tierra y se encuentra con una flor de tres pétalos.

“- Buenos días- dijo el principito.
-Buenos días- dijo la flor.
-¿Dónde están los hombres?- preguntó cortésmente el principito.
Un día la flor había visto pasar una caravana.
-¿Los hombres? Creo que existen seis o siete. Los he visto hace años. Pero no se sabe nunca dónde encontrarlos. El viento los lleva. No tienen raíces. Les molesta mucho no tenerlas.
-Adiós- dijo el principito.
-Adiós- dijo la flor”

La lucidez de la sencillez. La sencillez de la sabiduría. La sabiduría encapsulada en un hermoso puñado de palabras sugerentes como un amanecer en África, viendo salir el sol por detrás de las dunas.

Me ha gustado este ajuste de cuentas con “El principito”. He disfrutado cada palabra, cada dibujo, cada reflexión del autor. Un libro para paladear lentamente. Como un buen café. Como la conversación con un buen amigo. Como un viaje bajo las estrellas de un desierto africano. Un libro, pues, para volver sobre él. Una y otra vez.

Termino con una de las “Ironías” de Ramón Eder, recogida por Fernando Savater en un excelente artículo, que tanto me recordó a esta estupendísima novelita: “Muchas veces he intentado echar raíces, pero siempre me lo han impedido las alas”.

En ello estamos.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.