VUELVEN LOS CUAVERSOS DE IGNACIO

Lo sé. Lo estabais esperando desde hace tiempo. Le echabais de menos y he sido un auténtico cabrón, guardando en la nevera los poemas de Ignacio. Pero lo bueno se hace esperar, ¿no?

 

Tras los versos dedicados a Julia, y los dedicados a ¡ellas!… las que pudieron ser y no fueron… hoy dejamos ésta

 

La vida hacia atrás

 

Hoy encendí el televisor

y aparecí yo

jugando con una calabaza,

escupiendo semillas como si fuesen chistes

que pudiesen romper el silencio.

Está mi abuelo.

Y mi hermana ya tenía el gusano transparente

escondido en el brazo,

y en otra imagen nos mira como un gato herido.

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Ninguno de mis amigos

creía en dios,

y la vida era,

para el que pudiese comprender,

querer tirarse al agua sin saber nadar,

llegar hasta el final del trampolín,

y darse la vuelta muerto de miedo,

y que alguien te empuje,

y que no haya tiempo de taparse la nariz.

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Aún te sabes de memoria

el teléfono de aquella chica

y su sonrisa en blanco y negro

te transporta a un mundo

que fue tuyo y se esfumó:

vespinos y baños nocturnos,

arena en los zapatos,

vamos de pesca,

y aquellos ojos inocentes

que tiraron la tristeza por la borda,

ciegos de deseo,

sin saber muy bien qué hacer.

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En los siguientes minutos,

el tiempo celebra sus aniversarios:

primero tu cuerpo joven

comparte con otros cuerpos

un vino peleón de cumpleaños.,

la caja de puros robada a tu abuelo

y unas pastillas de colores

que encontraste en el botiquín

buscando tiritas,

y os decís cosas con música de fondo

mientras en tus manos,

bañadas de luz violeta,

sostienes el disco de Joy Division

con la portada de los árboles

y el paisaje helado.

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Luego una comida en familia

un domingo cualquiera,

con mis padres que dan voces

y se llevan muslos de pollo a la boca

y se pasan la sal y la miseria,

y se preguntan en voz alta,

mientras entras en el salón con un periódico:

qué va a ser de nuestro hijo

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Recuerdas, cuando tenías 17 años,

te sabías los nombres de todas las estrellas

y la vida era la postal de una puesta de sol.

Bocadillos para merendar,

tartas que soplábamos con orgullo,

bufandas que ocultaban marcas en el cuello

y canciones en las que se escondía

todo lo que entiende el corazón.

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Estás drogado,

y no haces nada por disimularlo.

Las puertas se abren

y afuera es de noche,

y tu boca parece de usar y tirar

sosteniendo un cigarrilllo

con la forma de un enorme signo de interrogación.

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Y después, nada,

dos imágenes borrosas,

una feria de provincias,

un hospital…

Mis primos en el jardín.

Y Otto y Lara,

ladrándoles a alguien que,

seguramente,

venía de muy lejos,

con los ojos como linternas encendidas.

Y después, la carta de ajuste.

el silencio oscuro,

la silenciosa oscuridad de todos los finales.

Si un hombre es lo que ha sido

y poco más,

desde hoy sabes,

mientras recoges el salón

y dejas guiar tus pensamientos

como vagones de un tren nocturno

sin paradas intermedias,

que eres lo que ya nunca podrás ser,

una tela que ha perdido su araña.

Las armas de un ejército

que ha huido a la desesperada,

el negativo mojado y volandero

de aquello que se marchó con viento fresco

y que ahora te deja agrio y malherido

con ganas de volver a aquel lugar extraño,

volver a tu tiempo y escribir en todas las paredes:

todo es mentira,

nunca cambiaremos nada,

nuestro verano ha muerto.