Una carrera loca

¿Os acordáis de que, hace unos días, buscábamos a una chica? Pues ha aparecido. Pero no veáis cómo. Y como lo prometido es deuda… ¡feliz pre-Semana Santa!

Los que corréis, aunque sea de vez en cuando, me entenderéis. Los demás, seguramente no.

El caso es que era sábado por la mañana. Y había salido a correr. Era uno de esos sábados de primavera en que el calor llega de golpe y te pilla desprevenido, de forma que sudas más de lo previsto y las reservas de líquido se acaban antes de completar el recorrido. ¿Conocéis esa sensación de deshidratación, cuando la saliva se convierte en una especie de densa pasta blancuzca?

Volvía a casa, aniquilado por el calor y deshidratado, corriendo por la calle Torre de la Pólvora hacia abajo. Para los que no seáis de Granada, sólo diré que los sábados por la mañana, toda esa avenida está tomada por la popularmente conocida como Marcha Verde, o sea, el típico mercadillo ambulante repleto de puestos de fruta, zapatos, bragas y gafas más falsas que la honradez de los políticos levantinos.

Iba sorteando gente y, además, tenía que hacer slalom por las aceras, prematuramente tomadas por las mesas de las terrazas de los bares, ya bien nutridas de gente poniéndose púa de cerveza. Y yo, al borde de la insolación. Apreté el paso, loquito por llegar a casa, cuando una señora de muy buen ver se me cruzó por delante.

Era una señora con uno de esos culos rotundos y soberanos, embutido en unas mallas que sólo conseguían realzar aún más sus indudables bondades. Uno de esos culazos que hacen que los hombres nos tengamos que girar para admirarlo y las mujeres nos odien por ello.

¿A quién no le ha dado nunca un volunto como el que me dio a mí?

No pude evitarlo e hice el amago de darle una cachetada, en plan de broma, al portentoso trasero de la rubia de bote.

El caso es que justo en el momento en que pasaba por su lado, quizá alarmada por mis jadeos, la mujer se giró súbitamente y me encasquetó un bolsazo en el estómago.

Yo la miré.

Ella me miró.

La esquivé.

Y seguí corriendo.

¡Con el bolso en las manos!

Lo sé. Aquello no tenía ni sentido ni justificación alguna. Pero me asusté al verme de aquella guisa. En mitad del mercadillo, robarle el bolso a aquella jaca… decidí seguir hasta casa, subir, buscar algún dato identificativos de la señora y llamarla para devolverle su Dolce & Gabbana, más falso que la honradez de… bueno. Ya sabéis…

Y aquí me tenéis. Con el bolso entre las manos. Y acojonado. Mucho. Más de lo que podáis imaginar. Porque al abrirlo, para buscar cómo contactar con su dueña, me he encontrado con puñados y puñados de billetes de 500 euros, varios de ellos, teñidos de sangre.

Porque, revuelto entre los billetes, había un dedo. Humano. Seccionado. Un meñique. Creo que es. Con la uña impecablemente limada. Y pintada de rojo. Porque es un delicado dedo de mujer. Que chorrea sangre.

¿Es o no es como para estar nervioso?

Pero más aún me acojona el hecho de que, hace unos segundos, acaban de llamar a la puerta de casa. Y no ha sido un llamar plácido y tranquilo, como el de alguien que venga de amable visita o el del comercial de Iberdrola, dispuesto a que deje la tiranía de Endesa. Ha sido, más bien, un llamar ansioso. Como cuando Marta, mi vecina, se harta de que la torture con mis discos a todo volumen. Solo que, ahora, no suena ninguna música.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.