Midnight in Paris

Tópicos, tópicos y más tópicos. ¿Cómo es posible que el cine más reciente de Woody Allen esté repleto de tópicos, basado en tópicos, rebosante de tópicos, tópicos hasta el hartazgo y, aún así, nos guste?

Porque, sinceramente, “Midnight in Paris” me ha encantado. Y mira que al principio pensé que no. Que esta vez no lo iba a conseguir. Pero los genios, es lo que tienen: hasta tres pintarrajos en una servilleta, mal echados, de madrugada y antes de entrar en coma etílico, denotan y rezuman arte y creatividad.

Woody Allen, como buen yanqui que es, ha decidido –a la vejez viruelas – hacer el famoso Tour Europeo que le permite descubrir las bellezas, bondades y maravillas de las grandes capitales europeas.

Habiendo pasado por Londres y Barcelona, antes de recalar en Roma, decidió darse una vuelta por París, claro. Y ahí está, al comienzo de la película, el París que veríamos cualquier turista: la torre Eiffel, el Sagrado Corazón, la pirámide de cristal del Louvre, el Moulin Rouge, las brasseries, las terrazas de los cafés, la plaza Vendome, etcétera.

Y los protagonistas: un escritor de guiones que renunció a escribir la Gran Novela Americana para tener casa con piscina en Malibú y su novia, una exigente rubia, hija de papá. Están en París de vacaciones. Solo que él, paseando por la orilla del Sena, siente la llamada de la inspiración y una compulsiva necesidad de dejarlo todo y quedarse en la ciudad de la luz, para escribir.

Me encantó una cosa que le oí a Allen: si va a rodar en Londres, París o Roma, dará al público lo que espera de esas ciudades. Es decir, si piensas en Berlín, la mente te llevará, ineludiblemente, a imaginar callejones oscuros, tinieblas, espías e intrigas internacionales. Igual que París es el escenario necesario e ideal para contar una historia romántica. Al estilo Allen, claro.

Un romanticismo en que la pedantería de uno de los secundarios, que sólo sabe las cosas que ha leído y estudiado, se contraponía a la desbordante imaginación de un ingenuo y soñador protagonista que, como Cenicienta, al llegar la medianoche entraba en un fastuoso mundo de fantasía que, sin embargo, acababa teniendo sus necesarias consecuencias en la vida real.

Hay que tener mucha seguridad en uno mismo para evocar las figuras de Hemingway, Picasso, Scott Fitzgerald, Djuna Barnes o Gertrude Stein y salir airoso del empeño. Pero Woody es mucho Woody y no le cuesta nada sacar de farra al espectador, con todos esos personajes, en las noches eternas del París de los años 20, ese París que nunca se acaba.

El final, sabemos cómo va a ser. Pero queremos, necesitamos que sea justo como es. Hay veces en que nos gustan las películas con sorpresa, giros bruscos en los guiones y finales inesperados. Otras, no. El final de “Midnight in Paris” es uno de esos que, conociéndolo de antemano, te deja una estupenda sonrisa de bobo en el careto. Más que justificada.

Valoración: 8

Lo mejor: la impudicia de Woody, al tratar la imagen icónica de famosos personajes como los citados o, también, Man Ray, Buñuel o el Dalí que veía rinosherontes.

Lo peor: Que Woody sólo pueda hacer una película al año.

La pregunta: ¿habrán sido tan críticos los franceses como fuimos los españoles con la imagen tópica de Barcelona que transmitió Allen en su “Vicky, Cristina, Barcelona”?

EN EL CAFÉ DE LA JUVENTUD PERDIDA

– Ya está. Déjate ir.

Cada vez que reseño alguno de los ya escasos libros que leo de la editorial Anagrama, me sale la vena nostálgica. ¡Yo soy lo que soy, para lo bueno y para lo menos bueno, en parte, gracias (o por culpa) de un puñado de libros editados por Anagrama! Y es que ya no leo tanto como antes y la pasión por lo negro y criminal me ciega. Lo que hace que me pierda algunas de las maravillas que la editorial de Herralde, a buen seguro, sigue publicando.

En realidad, “En el café de la juventud perdida” lo leí mientras trabajaba en ese proyecto, terminado y entregado a la editorial ALMED, que es “Café Bar Cinema”. Leía todo lo que caía en mis manos sobre bares, cafés, tugurios, antros, garitos, etcétera. Y conforme lo terminé (sus 130 páginas de letra gorda se leen en un chispo), lo dejé en la balda de la estantería dedicada a la documentación del trabajo fílmico-literario… y hasta ahora.

La novela de Patrick Modiano se empieza a leer por la célebre portada amarilla y una foto en blanco y negro, con una chica que escribe a mano en un café, sosteniendo un cigarrillo entre los dedos de su izquierda. Una imagen sencilla pero que, para mí, es pura poesía.

¿Quién esa Louki de la que todos hablan en la novela de Modiano? La hija de una trabajadora del Moulin-Rouge que vaga por un París que, como dijera Vila Matas, no se acaba nunca y se reinventa un día sí y otro también. Un París que es un personaje en sí mismo. Un París efervescente, en los años 60. Un París repleto de bohemios, poetas, locos, vagabundos y soñadores irredentos.

Como Louki. Y sus amigos.

La narración de Modiano está trufada, toda ella, de una triste melancolía. Desde la cita de Guy Debord con que se abre la narración: “A mitad del camino de la verdadera vida, nos rodeaba una adusta melancolía, que expresaron tantas palabras burlonas y tristes, en el café de la juventud perdida.”

Una narración, por tanto, de la que cuidarse si andas depre. O en la que sumergirte si, estando depre, te apetece regodearte en la tristeza. Porque no hay como un paseo por ese París otoñal y en blanco y negro para que la pena se instale en uno, de forma tan brutal como inasible.

Disculpad que, en este caso, no hable tanto de los personajes y la trama cuanto de la atmósfera, pero hace muchos meses que leí la novela y no me acuerdo de los detalles. Sin embargo, no quería que quedase sin reflejar que “En el café de la juventud perdida” es un notable ejercicio de introspección tan íntima como compartible.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.