Sin rostro

Venía como un ciclón. Tanto que, oyéndola llegar, Leo supo que habría tormenta.

Se aprestó a apagar la música. Cuando Susana salía del despacho que ambos compartían en la sede central de la compañía de seguros para la que trabajaban, él aprovechaba para pinchar ese rock duro que tanto le gustaba y que a ella, sencillamente, la sacaba de sus casillas.

—Ruido. No es más que ruido —le criticaba Susana, repitiendo lo mismo que Leo venía oyendo desde su más tierna infancia. O, para ser precisos, desde su adolescencia, que fue cuando descubrió el poder transformador del Metal. ¡Ruido, ruido, ruido! Nada más que ruido para sus padres, para su hermano, para la mayoría de sus amigos y, por supuesto, para sus parejas… menos para Rosa. Que a Rosa también le iban Brujería, Korn, Sepultura o Faith No More. ¡Ay, Rosa…!

El caso es que Leo no dudó en desconectar el equipo, dejando que el silencio invadiera la estancia tras enmudecer ese pedazo de Pioneer que se había empeñado en empotrar entre las estanterías. Y mira que Susana se había reído de él, diciendo que eso de los cedés era propio los dinosaurios de la época jurásica. Que, con el Spotify tenía toda la música que quisiera a golpe de clic.

¡Qué manía con la prisa y la inmediatez! Que sí. Que es cierto que todo está al alcance de un clic. Pero que hay cosas que él prefería hacer a la antigua usanza, demorándolas y tomándoselas con calma.

—¿Quieres un café? —preguntó Leo.

—Gracias. No. Lo que me faltaba era tomarme un café ahora…

Leo apuraba el suyo. Un aromático café… de cápsula. La Nesspreso. Otra de sus aportaciones electrodomésticas al despacho. Con la cafetera, Susana sí estuvo de acuerdo, que también era adicta al café. Como el agente Cooper, de Twin Peaks. De hecho, ambos compañeros compartían tazas con motivos de la mítica serie de televisión, lo que no dejaba de provocar un cierto cachondeo entre sus compañeros de la compañía de seguros para la que trabajaban.

Leo terminó de paladear su café. Sabía que Susana quería hablar y desahogarse, pero si la apremiaba, la tensionaría aún más. Decidió concentrarse en la pantalla de su ordenador y seguir completando el informe que tenía entre manos.

—¿Cómo puede estar pasando esto, a la vista de todos, sin que nadie tome medidas para evitar la sangría?

Leo no tenía ni idea de por dónde iba Susana. Que él supiera, había estado en la pericia de un piso tras el parte por la rotura de “Objeto artístico de valor”, tal y como señalaba la agenda de trabajo compartida. En concreto, un juego completo de antiguas piezas de cristal de Murano.

Decidió seguir esperando, sin decir nada. Se limitó a asentir y a seguir tecleando en su ordenador.

—Es que no lo entiendo. Me parece inconcebible. ¿Todavía no nos hemos dado cuenta de que los minutos de silencio, las concentraciones y las jornadas de luto oficial no sirven para nada?

Fue entonces cuando Leo cayó en la cuenta. Hacía unos días que, en un pueblo cercano a Granada, una mujer había sido asesinada por su pareja. Otra más.

—Pues sí, Susana. Una lacra, una pesadilla.

 

—Una pesadilla muy real, Leo. Jodidamente real. ¿Tú sabes lo que se siente al entrar en una casa y que una chica joven te invite a pasar al salón? Nada más entrar, señala al suelo, todavía cubierto por gruesos restos de cristal.

Restos de cristal teñidos de rojo. El rojo de la sangre de su hermana, reventada a golpes por el hijo de la gran puta de su marido, que la dejó completamente desfigurada después de matarla.

Jesús Lens