KITCHEN STORIES

Yo no sé a ustedes, pero a mí me encanta leer las reseñas gastronómicas de los suplementos de los periódicos, mayormente, para hacerme una idea de los templos culinarios en los que jamás entraré y conocer qué espumosos y etéreos platos nunca probaré.

 

Estábamos Rocío y yo el pasado sábado, en Madrid, degustando el primer café de la mañana, cuando leímos en El Viajero de El País la siguiente propuesta: «Aire fresco entre mesones turísticos: Kitchen Stories, una apuesta por la cocina cosmopolita y desenfadada en pleno barrio madrileño de los Austrias.»

 

Varias cosas me llamaron la atención.

 

La primera, que Kitchen Stories estaba situado en el mismísimo Arco de los Cuchilleros donde reinan el mesón de Luis Candelas y otros locales tópicamente típicos del Madrid más rancio de toda la vida.

 

La segunda, esta foto, luminosa, blanca y minimalista.

 

La tercera, que está abierto desde las 9am hasta la 1am, y que no cierra.

 

La cuarta, que el precio medio estaba en unos increíbles 30 euros por persona.

 

Si han pinchado en el enlace con la nota reseñada, habrán podido leer frases como éstas: «Kitchen Stories supone una bocanada de aire fresco que rompe frontalmente con el ambiente culinario de la zona» o «recetas entre cosmopolitas y desenfadadas… que inciden en entrantes, ensaladas y sugerencias susceptibles de compartirse.»

 

El caso es que terminamos de desayunar, tarde, como los turistas perráncanos que somos, y nos dejamos caer por el Caixa Fórum para, después, dando un agradable paseo en un primaveral mediodía madrileño, acercarnos al Prado.

 

Tenía ganas de ver la exposición de Francis Bacon, pero como preveía las típicas y enormes colas que concitan las exposiciones temporales de la famosa pinacoteca, ya me relamía pensando en el fabuloso chuletón que iba a meterme, entre pecho y espalda, en el asador Julián de Tolosa.

 

Sin embargo, será por la crisis o porque el pintor irlandés no tiene tanto tirón como otros artistas… resultó que no había ni un alma en las taquillas del Prado. Ni en la puerta de entrada a la retrospectiva de Bacon. Y allá que fuimos, lanzados de cabeza, a toparnos de frente con la inquietante obra de un hombre atormentado, para quien el cuerpo humano no es sino un puñado de kilos de carne fresca susceptible de ser mostrada de las formas más descarnadas que imaginarse pueda.

 

Salimos del Prado pasadas las cuatro de la tarde. Así que… ni pensar en el chuletón. Lo que, tras haber sufrido el impacto de los trípticos de Bacon, tampoco me dolía especialmente, la verdad sea dicha.

 

  • ¿Y si nos asomamos al sitio ése que vimos en el periódico de esta mañana?

 

No nos lo pensamos. Y, aunque pasaban las 16.30, nos dejaron pasar, nos atendieron amablemente, nos ubicaron en una coqueta mesita y nos ofrecieron sendas heladas copitas de un Albariño, bien frío, mientras decíamos qué pedir.

 

Había gusa. Que con el paseo, los efectos gastronómico-disuasorios de la pintura de Bacon se habían desvanecido casi por completo.

 

Así que pedimos tres entradas para compartir (el alabado hummus con pan crujiente de pita por parte de José Carlos Capel, una ensalada con queso de cabra y un foie-micuit con salsa de arándanos) y dos platos principales: lomos de dorada con champagne y un solomillo de buey.

 

Seguimos soplando Albariño y un servidor, para acompañar el solomillo, se pasó al Rioja. Rematamos la faena con un Brownie de chocolate para compartir y un par de cafés.

 

Y nos preparamos para la estocada.

 

Que no llegó.

 

Porque la cuenta, efectivamente, se había detenido en unos sorprendentes 59,10 €.

 

La comida, excelente. La localización, inmejorable. El trato, exquisito. El local, impecable, atractivo, encantador. La música, perfecta.

 

Uno de esos sitios especiales que te hacen sentir bien, a gusto, cómodo y relajado. Un restaurante con alma y personalidad en que se disfruta de esa gozosa experiencia que debería ser el comer fuera de casa y que contrasta vivamente, por ejemplo, con los bochornosos 23 euros que nos cascaron, días antes, por dos cervezas, un supuesto Rioja de la casa y un inefable plato de pulpo a la gallega, engullidos a todo meter en la barra de un bar de la granadina calle Navas porque eran las 23 horas y los camareros querían irse a casa.

 

¿Suerte? ¿Casualidad? ¿Profesionalidad? ¿Tino?

 

No sé. Echen un ojo a la web de Kitchen Stories (aunque, de momento, no es muy descriptiva) y, si están por Madrid, déjense caer un día por el local, a ver qué les parece.

 

Sería bueno contrastar opiniones.

 

Y otro día hablamos de los locales con alma, en Granada. Que haberlos, haylos. ¿O no?

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.               

INTENSO BACON

Imagine que se enamora usted de un artista. De un pintor, en concreto. Imagine que éste es afamado, respetado y reverenciado.

 

Pero difícil.

 

Muy difícil.

 

Imagine que posa usted para su amante.

 

Y que el resultado es éste.

 

Si fuera usted George Dyer… ¿cómo se sentiría?

 

Jesús Lens, impactado tras visitar la exposición del Museo del Prado sobre Francis Bacon.

DE BANQUEROS, FUTBOLISTAS Y DARWIN

Hoy, día futbolero por excelencia, dejo este maravilloso artículo horizontal, transversal e intertextual de uno de los periodistas más preclaros del momento. A ver si les gusta la mitad que a mí.

 

 

Banqueros, futbolistas y Darwin

JOHN CARLIN

 

 

  • «Cuando le dije que era futbolista contestó:
  • ‘¿Pero de qué trabajas?».

 

Karembeu, ex del Madrid,

cuando conoció a su futura esposa,

la modelo Adriana Sklenarikova.

 

 

A los jugadores del Valencia no les hará ninguna gracia, ya que el club sufre para pagarles sus nóminas a tiempo, pero persiste el tópico de los futbolistas «peseteros», y no sería sorprendente que volviera con más fuerza en estos tiempos de crisis.

 

Últimamente nos hemos metido bastante con los banqueros al descubrir, indignados, no sólo el caos global que han sembrado, sino además los sueldos y primas descomunales que se han regalado (aunque, eso sí, más en Inglaterra y Estados Unidos que en España, hasta ahora). No pasará mucho tiempo hasta que nos empecemos a meter con los futbolistas, sector de la sociedad cuyos integrantes más dotados ganan en un día lo que chavales de su misma edad con títulos universitarios ganan en un año.

 

Para un comunista, semejante desproporción resulta intolerable. Pero ya que, para mal o para bien, este diario forma parte del todavía imperante sistema capitalista, montaremos una defensa de los jugadores, de aquellos que cobran cinco millones de euros al año, después de impuestos, sin incluir los ingresos que reciben de Nike, Adidas y el sector calzoncillos de Armani.

 

Como apoyo fundamental al argumento a favor, nos remitiremos a un interesante artículo publicado en el Financial Times de Londres el fin de semana pasado por su lúcido columnista Simon Kuper. La tesis de Kuper es que los futbolistas se apegan mucho más a las reglas del fair play capitalista que los banqueros. Hacerse rico con el fútbol exige triunfar en un contexto de dura justicia darwiniana, mientras que muchos de los banqueros parecen haberse forrado por puro azar, afortunados contactos sociales o descarado engaño.

 

El futbolista encarna el mercado libre de manera mucho más fidedigna que el banquero. El jugador que está hoy entre los mil que ganan por encima del millón de euros al año lo ha logrado tras pasar por una ardua selección natural. Son millones los niños que sueñan con jugar al fútbol profesional, y millones los que se quedan por el camino. Para llegar a la cima hay que reunir los atributos de un superhombre: talento, fuerza física, valentía, perseverancia e incluso inteligencia e imaginación. No importa quién es el papá de uno, o qué amigos tiene. Ni si nació pobre o rico. A diferencia no sólo de los banqueros, sino de todo tipo de profesiones (sin excluir a los periodistas y a los escritores), para triunfar en el fútbol hay que ser muy bueno, y punto.

 

Una vez que uno entra en un Madrid o Manchester, el éxito dependerá de su papel sobre el campo. Si flojea, pierde motivación o interés, perderá su puesto y su trabajo. (Hay excepciones: los hay que no juegan y siguen siendo ricos, como Saviola, pero son pocos). Por otro lado, aunque un jugador le caiga mal al entrenador, no tiene más remedio que ponerle. O venderle y verle prosperar en un equipo rival.

 

El jugador, en resumen, opera en un entorno de total transparencia. Se le juzga sólo por sus méritos. No se puede esconder. Está solo, desnudo ante su club, los aficionados y el batallón de opinadores que diseccionan cada elemento de su juego. Los banqueros, en cambio, han operado en las sombras. Como dice Kuper, algún día se podrá retomar la idea de pagar primas siderales a los banqueros, pero sólo cuando demuestren, con la contundencia irrefutable de las estrellas del fútbol, que se lo merecen.