RENCOR

El que toca el fuego, se quema

El que busca al demonio, lo conoce…

 

Todos Tus Muertos.

 

 

A través de su silenciosa presencia, la persona provocadora e inspiradora de esta muy especial e íntima serie de Entradas -en las que seguiremos desnudando el alma en tanto que quiénes estáis al otro lado también lo hagáis, en mayor o medida- me reta a hablar del rencor.

 

Y, claro, una cosa son el Silencio (ésa salió motu propio, el lunes de madrugada, como apoyo y disculpa para esa persona tan especial), la Soledad y la Paciencia, virtudes todas ellas; y otra muy distinta es el Rencor.

 

Lo pensé un rato y terminé por decírselo: No.

 

No me veo capaz de hablar del rencor. Porque no lo comprendo. No lo vivo. No lo siento. Y así, es muy complicado.

 

La casualidad ha querido, sin embargo, que hoy mismo haya podido constatar la puñalada que una persona, supuestamente amiga, me pegó por la espalda hace unas semanas. Más o menos, la había intuido, aunque no suponía lo canallesco de la misma. Que no es lo mismo que te navajeen con una afilada y lisa faca de Albacete que con la retorcida hoja de un cuchillo malayo.

 

Navajas, cuchillos...
Navajas, cuchillos...

Así que estoy sentado en mi sofá, después de un buen rato de meditación, mientras corría a mediodía. He pinchado el abrasador disco del grupo argentino «Todos Tus Muertos» para ponerme en situación y aquí me tienen, aporreando las teclas del portátil, escribiendo unas palabras que, a buen seguro, serán de un tenor muy distinto al de esas meditadas, serenas y convencidas reflexiones de días atrás. Lo siento, que me gustaba ese tono tan íntimamente reflexivo de toda esta semana. ¿Me perdonáis?

 

O quizá no. Quizá no sean tan distintas.

 

Porque, ¿sabéis?, sigo sin sentir rencor. Siempre que por rencor entendamos odio, deseos de venganza o ganas de que a esa persona le pase alguna desgracia, por intervención humana o por intervención divina.

 

No.

 

No siento rencor.

 

Siento pena.

 

Pena. Como la que he sentido en las escasas ocasiones en que alguien me ha hecho mucho daño. Porque, hoy, cuando iba corriendo y reflexionando sobre esto del rencor, he recapitulado y, la verdad, no puedo quejar.

 

Para que alguien te haga daño, primero, te tiene que conocer. Y, después, ha de estar cerca de ti para albergar la capacidad de herirte. Y, a estas alturas de vida, uno ya sabe bien a quién se arrima y a quién deja arrimarse.

 

Por eso, cuando una de esas personas que tienes cerca consigue herirte, aunque la primera reacción sea sentir odio y rencor; en mi caso, rápidamente se ven superadas por una sensación de decepción y de pena, tanto más hondas y profundas cuánto más cercana era y estaba de mí la persona en cuestión.

 

E insisto en el tiempo verbal. En pasado. Pretérito ciertamente imperfecto.

 

No. Nunca me voy a consumir en el cultivo del odio o del rencor. No voy a gastar fuerzas ni a dedicar el más mínimo recurso o esfuerzo en imaginar o planear vendettas. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene?

 

Lo único que hago es alejar a esa persona de mí. Borrarla. Convertirla en la nada que siempre debió ser. Ningunearla. Olvidarla. Hacerla desaparecer. Volatilizarla. Como si nunca hubiera existido. Y despreciarla, eso también. Pero nada más. Y nada menos.

 

Así que, lo siento. Al final, y después de tanta palabrería, se demuestra que, al menos por una vez… ¡yo tenía razón!: no puedo hablar sobre el Rencor.

 

Así que, tal y como acordamos, mi querida, provocadora y silenciosa Amiga, la próxima de estas entradas la dedicamos a un tema sobre el que os invito a ir reflexionando: la RUTINA.

 

Jesús Lens, a veces decepcionado, pero nunca rencoroso.    

VEREDA ESPERPÉNTICA

La columna de hoy de IDEAL, tras la Serie Santa de estos días, conformada por la Trilogía del Silencio, la Soledad y la Paciencia, supone un cambio de registro que, espero, os resulte igualmente estimulante.   

 

Querido Luis García Berlanga: como gran aficionado al cine, he visto buena parte de sus películas, teniendo en mi altar particular su trilogía sobre la Transición, que comenzara con aquella gloriosa «La escopeta nacional». Acordándome de ella, quería contarle una anécdota que pasó hace unos días en Granada, la Granada del siglo XXI, tan moderna ella, a ver qué le parece, por si quisiera escribir un guión, o algo.   

 

Entrando en Sierra Nevada
Entrando en Sierra Nevada

No sé si es usted aficionado a la montaña, pero una de las vías más populares de acceso al Parque Nacional de Sierra Nevada es la conocida como Vereda de la Estrella, meca de excursionistas de toda España y parte del extranjero. Una gozada de Vereda que aparece reseñada en guías montañeras y de viajes. Encontrándose la misma un tanto deteriorada, al calor del Plan E impulsado por ZP, un puñado de currantes fuimos contratados para trabajar en su rehabilitación, teniendo que pegarnos unas caminatas de aúpa, bien temprano por la mañana. A veces, eso sí, hemos usado reatas de mulas para subir material y útiles de trabajo.

 

El caso es que un buen día estábamos sudando la gota gorda, que no vea usted el calor que está haciendo este mes de septiembre, cuando vimos llegar una mula cargada de cosas ricas para comer. ¿Se imagina? Pensamos que era un detallazo, eso de subirnos unos embutidos allá arriba. Hasta que Pérez se acordó de que ese día venían de visita unos «encorbataos» de la Junta, a ver cómo iban las obras.

 

Y, claro, cuando comprobamos que en un anchurón de la Vereda empezaban a montar una especie de chiringuito playero, aunque a 2.000 metros de altura, para proteger las viandas del sol… supimos que aquello nada tenía que ver con nosotros, lo que corroboramos cuando escuchamos un helicóptero y, al rato, presenciamos la llegada de doce «encorbataos»… aunque sin encorbatar, eso sí. En plan MacGyver, estuvieron dando varias vueltas por buena parte de la Vereda, aterrizando y volviendo a despegar, un hartón de veces. Después, le encargaron a uno de nuestros colegas, artista del fogón él, que hiciera una pipirrana y, sin más, comieron, bebieron y se piraron. Volando, como habían venido.

 

Y luego, se montó la gorda, cuando al día siguiente subieron otros «encorbataos» a ver las obras, pero en el cochechito de San Fernando, un pasito a pie y otro andando. ¡Un dispendio lo del helicóptero!, clamaban. Y fíjese que a mí, sabiendo la de cosas importantes que tiene que hacer esa gente, no me pareció mal que llegaran volando, que su tiempo seguro que es mucho más importante que el mío. A mí, lo que me supo realmente mal, es que no tuvieran ni el detalle de preguntar si nos apetecía probar la pipirrana. Que lo mismo no había tenedores y platos para todos y con lo de la Gripe A iba a ser un foco de infección, todos pinchando de la misma fuente. Pero que hubiera sido un detallazo, ¿no cree usted, Don Luis? Un fuerte abrazo.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

PACIENCIA

Para disfrutar tanto del Silencio como de la Soledad, es necesario atesorar algunas cualidades o, al menos, tener algunas predisposiciones. La primera y más esencial, por supuesto, llevarte bien contigo mismo. La segunda, tener imaginación. Mucha, fértil y abundante imaginación.

 

Y, la tercera, tener paciencia.

 

La soledad constructiva implica rodearte sólo de la gente que merece la pena. Para ello hay que descubrirla, conocerla y conquistarla. Pero la buena gente no abunda. Y, como todo bien escaso, acceder a ella es difícil y complicado. Trabajoso. Hay que ponerle empeño, esfuerzo y dedicación.

 

Y ahí es donde entra en juego esa gran virtud.

 

La paciencia.

 

Reza un proverbio persa que «La paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces.»

 

Cierto. La paciencia se nutre de sinsabores. Al principio. Como todo camino que se presume largo y dificultoso, lo peor siempre está al principio. Lo que más cuesta, siempre, es arrancar. Pero hasta el viaje más largo comienza con un primer paso.

 

No sé vosotros, pero yo no soy paciente. Me cuesta. Es verdad que las mejores cosas que me han ocurrido en la vida han llegado de forma tranquila y parsimoniosa, lenta y premiosa. Y, aún así, soy de naturaleza ansiosa. Aunque intento corregirme.

 

«¡Queremos el mundo y lo queremos… ahora!», gritaba Jim Morrison en mitad de sus conciertos, provocando el delirio de la gente. Para quiénes valoramos el tiempo como un preciado tesoro, para quienes pagaríamos dinero por conseguir días de 48 horas, la vida siempre se nos aparece como demasiado corta y tendemos a pensar que todo lo que no hagamos hoy es posible que no lo podamos hacer mañana.

 

Y eso nos hace impacientes.

 

Y la impaciencia es peligrosa. Pero comprensible. Kant lo expresaba de una forma preclara y contundente: «La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte».

 

A mí me cuesta. Pero lo intento. Porque estoy convencido, y la experiencia así me lo ha demostrado, que con paciencia, paso a paso, con ahínco y sin desmayo es como se consiguen las cosas que realmente importan, las auténticamente valiosas. Las más preciadas y preciosas.

 

Lo que pasa es que la paciencia no viste mucho. No tiene predicamento y, en general, no está ni bien vista ni bien valorada. Leopardi lo definió perfectamente cuando dijo que «la paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de heroísmo.»

 

Cierto.

 

Estoy aprendiendo a ser paciente. Creo. Al menos, lo intento. Suelo aplicar la paciencia cuando tengo una meta bien definida y sé que el objetivo, aunque difícil, es alcanzable.

 

Pero dudo y titubeo cuando no lo veo claro. Me ha pasado, a veces, en distintos ámbitos de la vida. Cuando por alguna razón no soy capaz de vislumbrar un buen fin, acorto, atajo y me dejo invadir por esa nerviosa impaciencia. O me desvío del camino trazado, de la hoja de ruta. ¿Para qué perseverar, si el futuro, más que incierto, es negro?

 

A veces, igualmente, me he arrepentido. Pocas. Muy pocas. Aunque importantes, eso sí. Pero eso de arrepentirse… En uno de los diálogos más geniales que recuerdo haber escuchado en una película -y no me acuerdo de cuál era-, Steve McQueen cuenta la historia de un vaquero que se encuentra a otro en medio de un montón de cactus. Le pregunta que si es que se ha caído y el otro le dice que no. Que se metió allí voluntariamente hacía un rato. Y para explicar la razón por la que lo hizo, estoica, simple y llanamente dice: «En aquel momento parecía una buena idea.»

 

Pero igual que he aprendido a gozar del silencio y a disfrutar de las potencialidades de la soledad, persevero en el cultivo de la paciencia como una de las grandes virtudes que ha de reportar la consecución de los logros más altos y la obtención de la recompensa más suculenta. Porque si el genio puede concebir, a la labor paciente le toca consumar, en palabras de Horace Mann.

 

Jesús Lens, paciente y contemplativo.           

CUAVERSOS ¿SOLO O EN COMPAÑÍA?

Decía Silviña que soy bipolar. ¡Qué va! Soy Géminis. Y por eso, a veces parezco contradictorio. Pero no lo soy. Digamos… que me complemento. Por ejemplo, hoy pongo las letras de estas dos canciones de Tom Waits juntas. Una, esa «Better off without a wife» de la que hablaba en la entrada «Silencio».

 

Su letra completa es ésta:

 

All my friends are married

every Tom and Dick and Harry

you must be strong

to go it alone

here’s to the bachelors

and the bowery bums

and those who feel that they’re the ones

who are better off without a wife

 

CHORUS

I like to sleep until the crack of noon

midnight howlin’ at the moon

goin’ out when I wanto, comin’ home when I please

I don’t have to ask permission

if I want to go out fishing

and I never have to ask for the keys

 

never been no Valentino

had a girl who lived in Reno

left me for a trumpet player

didn’t get me down

he was wanted for assault

though he said it weren’t his fault

well the coppers rode him right

out of town

 

CHORUS

 

selfish about my privacy

as long as I can be with me

we get along so well I can’t believe

I love to chew the fat with folks

and listen to all your dirty jokes

I’m so thankful for these friends

I do receive

 

CHORUS

 

Pero luego está esta otra, del mismo disco, que no encuentro en el Youtube: Nobody. Que me gusta mucho más que la otra. Más simple. Más sencilla. Más directa. Más real. Más cierta. Más apetecible. Más identificable.

 

Nobody, Nobody

will ever love you

the way I could love you

cause nobody is that strong

love is bitter sweet

and life’s treasures deep

but no one can keep

a love that’s gone wrong

 

Nobody, Nobody

will ever love you

the way I could love you

cause nobody’s that strong

cause nobody’s that strong

 

Nobody, Nobody

will ever love you

the way I could love you

cause nobody is that strong

you’ve had many lovers

you’ll have many others

but they’ll only just break

your poor heart in two

 

Nobody, Nobody

will ever love you

the way I could love you

cause nobody’s that strong

cause nobody’s that strong

¿Con cuál os identificais más? ¿Con el «Mejor sin una esposa» o con «Nadie te amará jamás como yo»? Personalmente, me quedo con el Nobody… Pasopalabra.

SOLEDAD

Hay palabras que tienen multitud de significados y sentidos diferentes. Con el SILENCIO lo hemos podido ver. Para mí, el de silencio es un concepto esencial que me ha costado descubrir, pero al que no pienso renunciar nunca jamás y que pienso cultivar, mimar y querer con más fuerza cada día, aunque a veces, pueda ser un silencio ensordecedor.

 

Y ello me ha llevado a redescubrir la soledad.

 

Soledad. Pura contradicción. Si Víctor Hugo sostenía que «en dicha palabra está el infierno», Montaigne la alaba de forma tan sencilla como poética: «Soledad: un instante de plenitud.»

 

Este verano, cuando llegó el 15 de agosto, la busqué, deseé y cultivé con denuedo. A la soledad. Y la redescubrí, felizmente, volviendo a esas jornadas recogidas, recoletas y cartujas, fines de semana completos incluidos, que, a lo largo de mi vida, me han construido como soy, para lo bueno y para lo malo.

 

¿Se acuerdan de aquello que escribimos sobre la vida social, hace unas semanas? Siendo adicto a leer, escribir y correr, ¡he de ser obligatoriamente solitario! Porque, además, me gustan las largas distancias: leer cien páginas de un tirón, escribir hasta que me duelen los dedos y quemar las zapatillas por los caminos. Yo no estoy hecho para los aquí te pillo, aquí te mato. En mi caso, la duda metódica solo tiene una respuesta.     

 

Y, sin embargo, la soledad da miedo. Dice Aristóteles que el hombre solitario es una bestia o un dios. Y yo, de divino, nada.

 

Mis amigos me conocen y lo saben: hay veces en que Lens, sencillamente, desaparece. Porque sí. Porque le gusta. Porque lo necesita. Porque es así. Y no pasa nada. Entonces, cuando se desvanece y está en casa, alejado del mundanal ruido, con su familia, ellos se ríen cariñosamente de él, llamándole pampero, ché.

 

Pero la soledad, aún siendo reconfortante, no es fácil. Lo aullaba Tom Waits en una de mejores canciones, «Better off without a wife»: (*)

 

«You must be strong

to go it alone…

 

…like to sleep until the crack of noon

midnight howlin’ at the moon

goin’ out when I wanto, comin’ home when I please

I don’t have to ask permission

if I want to go out fishing

and I never have to ask for the keys.

 

You must be strong

to go it alone..».

 

 

Pero, ¡ojo!, no olvidemos a Antonio Machado, cuando nos advertía: «Poned atención: un corazón solitario no es un corazón».

 

Una cosa es disfrutar de tus espacios y de tus tiempos, buscando esos necesarios y constructivos días y horas solitarios, practicando esas imprescindibles actividades íntimas que nos reconcilian con nosotros mismos y con los demás, y otra muy distinta es ser una persona huraña, asocial, poco comunicativa, endurecida y sin capacidad de amar o de ser amada.

 

La soledad, cuando es positiva y creativa, nos fortalece, nos ilumina y nos hace crecer. Nos hace mejores personas y, quiénes nos rodean, agradecen y fomentan que tengamos esos episodios de voluntario autismo.

 

Pero la frontera con la soledad empobrecedora es tan liviana que entiendo que haya quién la rehuye con todas sus fuerzas, ganas e intención.     

 

Quizá, la mejor y más ponderada definición de cómo siento yo la soledad, la dictó Thomas de Quincey, cuando dijo que «la soledad, si bien puede ser silenciosa como la luz, es, al igual que la luz, uno de los más poderosos agentes, pues la soledad es esencial al hombre. Todos los hombres vienen a este mundo solos y solos lo abandonan.»

 

Silencio, soledad y luz. Un triángulo mágico al que seguiremos añadiendo aristas. ¿Cómo lo veis? ¿Sois solitarios? ¿De qué tipo? ¿Hasta qué punto?

 

Jesús Lens, lobo solitario… en el calor de la manada.

 

(*) Esta tarde, Cuaversos basados en Tom Waits.