¿Me lo explicas?

El otro día entré en una librería. Era martes. Y me encontré con la sorpresa de que todos los libros costaban lo mismo. 9 euros. Daba igual que fueran en tapa dura o en tapa blanda. Que fueran ilustrados o no. Que fueran de bolsillo o formato XXL. Todos, 9 euros.

En el bolsillo llevaba nada más que un billete de 10 euros y me había dejado la cartera en casa. Dudé entre una edición de bolsillo de Muñoz Molina y uno de los imperiales libros de fotografía de Taschen… ¿imagináis cuál me terminé llevando?

Al salir, me encontré con un amigo. El muy olvidadizo se había dejado la cartera en casa, pero tenía 10 euros en el bolsillo. Y me invitó a tomar algo una cervecería. Entramos al local y nos encontramos con otro pedazo de sorpresa: todas las cervezas costaban 5 euros. Nacionales y de importación. Las cañas, los tercios y hasta las jarras de medio litro. De barril o de botellín. ¡Todas, a 5 euros! ¡Joder! No me queda más remedio que reconocer que, por una vez, no pedí la Alhambra Especial y me decidí por una sofisticada cerveza artesanal que hacen en una Abadía cisterciense de la Bélgica profunda…

¡Ays, qué cosas!

¿A que no tiene mucho sentido esto que cuento? Pues, a nada que lo pensemos, resulta que así funciona, desde tiempos inmemoriales, el sistema de exhibición del llamado Séptimo Arte, reducido a la condición de mero entretenimiento por los genios del Ministerio de la Incultura Española.

Llegas a la taquilla del cine y da lo mismo la película que vayas a ver: todas cuestan lo mismo. La única diferencia es que los miércoles, Día del Espectador, las entradas son más baratas. Y los fines de semana y los festivos, más caras. Por lo demás… ¡a mogollón! Salvo el 3D, que también es más caro.

¿Qué más da que una película haya tenido un presupuesto de 200 millones de euros y otra haya sido hecha con cuatro duros? A la hora de pasar por taquilla, no importa. La entrada cuesta lo mismo. ¿A quién le importa que una película dure dos horas y media y otra se contente con los noventa minutos de antaño? ¿Y que una película haya precisado de doblaje y otra no?

¿Es lo mismo una película protagonizada por estrellas internacionales y con una campaña de marketing inconmensurable que otra hecha con actores desconocidos y que se intenta vender gracias a las Redes Sociales y al boca-oreja? Para los exhibidores españoles, sí. A la hora de pasar por taquilla, lo mismo da que vayas a ver el último James Bond o el Hobbit que una coproducción argentino-uruguaya de la que nadie ha oído hablar.

Cada vez empieza a ser más habitual que una persona vaya al cine un martes a media tarde, sufra cuando le sablean 7 euros… y se encuentre solo en la sala. ¿Cuánta gente no habrá dejado de ir a ver “Blancanieves” o “El artista y la modelo” porque solo tenían 10 euros y decidieron sumergirse en “Lo imposible”? ¿Y quién puede reprochárselo?

Así están quedando las salas

Quizá, si en vez de costar 7 euros, las entradas para ver películas minoritarias, más arriesgadas, menos comerciales y, sobre todo, infinitamente más baratas de hacer costaran 3 euros, la gente iría a verlas. O quizá no. Pero, ¿por qué no hacen la prueba?

En los cines de Granada, cada vez hay una mayor y mejor oferta: cine clásico, cine de autor, versión original subtitulada… ¿para cuándo una política de precios lógica que beneficie a películas que, a priori, lo tienen mucho más difícil que los blockbusters de la majors estadounidenses que todo el mundo acabará por ver?

Flexibilidad, por favor. Y sentido común. Antes de empezar a ver cómo los cines solo abren los fines de semana. Y las fiestas de guardar. Y solo para proyectar películas de las gordas, yanquis y grandes producciones.

¿Llegaremos a eso? Entre el IVA, el Ministerio y la rigidez, parecemos abocados.

Jesús cinéfilo Lens